Table Of ContentLas  poderosas  y  emotivas  memorias  de  Dita  Kraus,  la
bibliotecaria de Auschwitz.
La verdadera historia que ha conmovido a más de 5 millones de
lectores en todo el mundo.
Nacida en Praga en 1929, hija de familia judía, Dita Kraus ha vivido
las décadas más turbulentas de los siglos XX y XXI. En estas, sus
memorias, Dita escribe con sorprendente claridad sobre los horrores
y las alegrías de una vida interrumpida por el Holocausto. Desde sus
primeros recuerdos y amistades de infancia en Praga antes de la
guerra, hasta la ocupación nazi que llevó a ella y a su familia a ser
enviadas al gueto judío en Terezín, así como al miedo y la valentía
inimaginables  de  su  encarcelamiento  en  Auschwitz  y  Bergen-
Belsen, y la vida después de la liberación.
Dita  ofrece  un  testimonio  inquebrantable  sobre  las  duras
condiciones de los campamentos y su papel como bibliotecaria de
los preciosos libros que sus compañeros prisioneros lograron pasar
como contrabando esquivando la mirada vigilante de los guardias y
que ella atesoró y cuidó. Pero también mira más allá del Holocausto,
haciendo hincapié en la vida que reconstruyó después de la guerra:
su  matrimonio  con  su  compañero,  también  superviviente,  Otto  B
Kraus, una nueva vida en Israel y la felicidad y las angustias de la
maternidad.
Dita Kraus
Yo, Dita Kraus. La bibliotecaria
de Auschwitz
ePub r1.0
numpi 18.12.2021
Título original: A Delayed Life. The True Story of the Librarian of
Auschwitz
Dita Kraus, 2020
Traducción: Ana Momplet Chico
 
Editor digital: numpi
ePub base r2.1
PRIMERA PARTE
1929-1942
1
¿Por qué la he llamado una vida aplazada[1]?
M
i vida no es la vida real. Es algo anterior al comienzo de «la vida
real», una especie de prólogo a la narración. Todavía no cuenta, es
solo un ensayo. Y alguien observa desde atrás, tal vez desde arriba,
y me juzga. Hay un ser que controla y valora mi comportamiento. Tal
vez no esté ahí fuera, sino dentro de mí. ¿Quizá sea mi madre? ¿O
mi abuela? ¿O algo más interno… mi «ello»? No tengo ni idea. Pero
siempre está ahí, sosteniendo un espejo invisible delante de mí.
Noto  su  aprobación  y  su  desaprobación,  esta  última  me  hace
estremecer por dentro, tratando de reprimir la conciencia intranquila,
o  buscarme  excusas,  aunque  el  sentimiento  negativo  es
tremendamente tenaz e imposible de ahuyentar. Trato de encontrar
razones  para  haber  hecho  o  dicho  lo  que  desagrada  a  mi
controlador,  pero  al  mismo  tiempo  sé  que  solo  estoy  intentando
justificar mi ofensa.
Aún no sé qué relación tiene esto con la sensación de que mi vida
esté  aplazada.  Hasta  donde  recuerdo,  siempre  he  estado  más
centrada en el mañana que en lo que experimento en este momento
concreto. Incluso ahora, cuando voy a un concierto, estoy pensando
en el viaje de vuelta y la agenda del día siguiente, no en la música
que he ido a escuchar. Cuando como, mi mente está en lavar los
platos,  y  cuando  me  acuesto  ya  estoy  planeando  lo  que  haré  al
despertar. Nunca está en el aquí y el ahora, e intuyo que me estoy
perdiendo  el  disfrute  del  presente.  Hay  demasiado  control:  nunca
me dejo llevar, nunca me relajo del todo. Siempre está presente «El
Observador», siempre juzgando.
Debía de ser muy pequeña cuando empecé a aplazar mi vida. Era
una especie de posposición indefinida, una satisfacción aplazada.
¿Cómo  la  «aplazaba»?  Aceptando  la  amarga  realidad  de que  no
conseguiría  lo  que  quería,  desde  luego  no  a  corto  plazo,
probablemente  nunca.  Me  decía  a  mí  misma  que  debía  tener
paciencia, que la plenitud tal vez viniera más adelante. O nunca.
Pensaba que tal vez, si ponía mi esperanza en espera y no pensaba
en ella, algún día podía salir bien.
En el fondo, sigo pensando que el círculo se cerrará y que las
cosas tomarán su debido curso, que todo volverá a su lugar normal;
solo tengo que aplazarlo.
Sin  embargo,  estos  fragmentos  atrasados  de  mi  vida,  estos
espacios vacíos, han creado lagunas, de modo que el mosaico de
mi  existencia  tiene  ángulos  muertos  donde  la  imagen  queda
inacabada.
Son muchas lagunas. ¿Cómo voy a llenarlas? El tiempo se acaba:
quién  sabe  cuánto  me  queda  de  vida.  Ya  tengo  cuatro  nietos  y
cuatro  bisnietos.  La  mayoría  de  los  personajes  de  mi  pasado
murieron y no pueden contestar a mis preguntas. Intentaré reunir
esos fragmentos y escribirlos: tal vez consiga un esbozo que llene
los espacios en blanco del mosaico…
2
Infancia
M
is  primeros  recuerdos  surgen  de  la  nada  que  precede  a  la
memoria  consciente.  Son  como  una  imagen  que  parpadea  unos
instantes  en  la  pantalla  y  vuelve  a  desaparecer  en  la  oscuridad.
Pero cada una de ellas está bañada de emoción.
Me han colocado sobre una báscula infantil, en una mesa cubierta
con un hule, en la consulta de la médica. Estoy desnuda y noto el
metal duro y frío contra mi espalda. Puede que tenga dos, o dos
años y medio. Madre y la médica de blanco se ciernen sobre mí. No
tengo miedo porque sonríen.
La  doctora  Desensy-Bill  era  nuestra  pediatra.  Recuerdo  otras
visitas posteriores. Me ponía la palma de la mano sobre el pecho,
me daba unos golpecitos con el dedo corazón y luego escuchaba,
apretando la oreja contra mi piel. La consulta estaba unida a su casa
por una puerta de cuero marrón acolchado con botones de latón.
A veces, Madre se quedaba a hablar con la doctora y me hacían
salir  por  la  gruesa  puerta  que,  aunque  pesada,  se  movía  con
facilidad y sin hacer ruido, para ir a jugar con su hija Lucy. Esta tenía
más  o  menos  mi  edad,  pero  no  me  caía  demasiado  bien.  Era
aburrida.
Otro recuerdo. Es de noche y estoy de pie sobre mi cama, llorando
aterrada. Debo de ser muy pequeña, porque estoy agarrada a la
barandilla  de  la  cuna  con  ambas  manos.  Madre  y  Mitzi,  nuestra
doncella,  están  conmigo,  tratando  de  calmarme.  Pero  yo  no  me
tranquilizo, porque hace un instante una mano atravesó la pared e
intentó agarrarme. Madre me saca de la cuna y me lleva al otro lado
de la pared, al cuarto de baño, para mostrarme que no hay ningún
agujero. Ella y Mitzi me dicen que ninguna mano puede atravesar
una  pared  sólida.  Pero  no  lo  saben:  ellas  no  la  han  visto.  Yo  sí.
Cuando dejo de llorar, vuelven a dejarme en la cuna, creyendo que
me  han  convencido.  Me  tapan  y  apagan  la  luz.  Sin  embargo,  el
miedo  sigue  ahí  y  durante  varias  semanas,  solo  me  duermo  si
separan la cuna de la pared.
Otra escena sale de la oscuridad del no saber. Es perturbadora.
Yo estoy en la bañera y Madre sentada en el borde. De pronto, veo
lágrimas  cayendo  sigilosamente  por  sus  mejillas.  Madre  está
llorando  en  silencio.  Me  asusta  y  yo  también  empiezo  a  llorar.
«¿Qué he hecho? —pregunto—. ¿Qué he hecho?» Pero ella sacude
la cabeza, no me contesta. No sé por qué lloraba. ¿Le hizo daño
alguien? ¿Fue culpa mía? ¿Me porté mal? No sé, no tengo ni idea.
Y aún ahora, al recordarlo, siento tristeza, culpa y dolor.
El nombre de soltera de mi madre era Elisabeth Liesl Adler. Tenía
un  hermano  llamado  Hugo,  diez  años  mayor  que  ella.  Su  madre
murió  cuando  ella  aún  era  un  bebé  y  su  padre,  juez,  volvió  a
casarse.  Madre  decía  que  su  madrastra  era  una  mujer  justa  y
concienzuda,  pero  que  le  faltaba  efusividad  y  amor  maternal.  No
recuerdo al abuelo Adler, murió al poco de nacer yo. Hugo también
se hizo juez. Se casó, pero no tuvo hijos. Solo le llegué a ver dos
veces en mi vida.
Wilhelm Adler con su hija, Elisabeth Adler-Polach
Cuando tenía seis o siete años, Madre y yo paramos en Brno dos
o tres días de camino a nuestro lugar de veraneo en los montes
Tatras. Recuerdo claramente dos escenas de aquella visita. Madre
se  echó  a  llorar  cuando  entramos  en  casa  del  tío  Hugo.  Era  el
mismo  piso  donde  había  crecido;  cuando  ella  se  casó,  Hugo  se
quedó  allí.  Seguía  teniendo  los  mismos  muebles  y  le  traían
recuerdos.
La otra escena que me viene a la memoria es en el juzgado. Hugo
presidía un juicio vestido con una toga morada de juez, y nosotras
estábamos al fondo de la sala. Cuando terminó la sesión, Madre le
comentó que le había parecido tranquilo, poco emocionante, y Hugo
contestó: «Yo no hago divorcios, así que mis juicios son aburridos».
Mis  padres  dejaron  su  Brno  natal  para  mudarse  a  Praga  poco
después  de  casarse.  Alquilaron  un  pequeño  apartamento  en  la
planta  baja  de  una  villa.  Tenía  un  jardín  con  césped,  parterres  y
arbustos de grosellas junto a la valla. Yo tenía permiso para coger
las grosellas, pero no me gustaban, eran velludas y sabían ácidas.