Table Of ContentDAVID MORRISON
Un más allá para la
Homosexualidad
El poderoso testimonio
de un viaje hacia la fe
ACERCA DEL AUTOR
David Morrison (1963) es escritor y editor y vive, trabaja y reza en Washington, D.C.
(Estados Unidos). Morrison fue activista gay durante siete años hasta que, antes de los treinta
años, se fue desencantando poco a poco de la vida activamente gay y, en un momento de
desesperación reconocido por él mismo, se volvió hacia Dios. Tras su experiencia de
conversión, Mornson creció en su conocimiento y fe en Cristo, al principio, como un anglicano
aún activamente homosexual y, más tarde, y hasta hoy, como un católico comprometido con
la castidad.
Además de escribir sobre temas de fe, de identidad, de sexualidad y cultura, Morrison ha
seguido las cuestiones de los derechos humanos y su violación en América Latina, así como
la utilización de las mujeres como objeto de experimentación sin su consentimiento informado
en programas de control de natalidad. También ha escrito sobre el creciente cisma entre el
auténtico desarrollo del Tercer Mundo y los esfuerzos de control de la población, la brecha
que se extiende entre el sistema sanitario del Primer y del Tercer Mundo y la creciente
resistencia al imperialismo contraceptivo por todo el mundo.
Morrison es también columnista habitual de la revista New Covenant, y colaborador frecuente
de Our Sunday Vzsitor. Además de estas revistas, el trabajo de Morrison ha aparecido en The
Tablet (Reino Unido), US Catholic, y This Rock así como en The New York Post, The
Washington gimes y el Baltimore Sun. Ha dado conferencias sobre temas como la
sexualidad, la identidad, la fe y la cultura en los Estados Unidos, Canadá, Reino Unido,
Australia y Nueva Zelanda. Sus artículos han sido traducidos a más de diecisiete lenguas en
todo el mundo.
Si quieres hacer comentarios sobre este libro, puedes visitar la página web de David Morrison
en httD://www beyóndgay.com
Agradecimientos
A Richard y Michael, dos amigos entregados que han sufrido mucho durante largo
tiempo y, sin cuyo apoyo, este libro no habría sido posible.
No habría publicado este libro sin el apoyo y el ánimo de las siguientes personas:
Mike Aquilina, David Scott, Greg Erlandson y todos los compañeros de Our Sunday Visitor
Publishing que, sin pedir nada a cambio, me prestaron su confianza en este proyecto en los
momentos en los que yo no la tenía.
Steven Mosher y todo el equipo del Population Research Instituto que me animaron a
escribirlo.
Dian Schlosser, Katherine Adams y Matthew Gelis, que se aburrieron hablando conmigo y
me soportaron estoicamente y con buen humor.
La familia de Andrew Schmiedicke, que me abrió los ojos a lo que debería ser un
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verdadero amor familiar.
Michael Schmiedicke, cuya fe en mí me llevó, finalmente, a creer; y Richard Hylton, amigo
desde hace más de quince años, que ha soportado todas mis extravagancias con un vigor
único y generoso.
Índice
Introducción
Capítulo 1. ¿Por qué este libro?
Capítulo 2. Conversión
Capítulo 3. Gay y cristiano
Capítulo 4. Cristiano y gay
Capítulo 5. El precio de la gracia
Capítulo 6. La cuestión sobre la sanación
Capítulo 7. Una extensión como la del Gran Cañón
Capítulo 8. Go tell it on the mountain
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Capítulo 9. ¿Qué tiene que ver el amor con todo esto?
Capítulo10. La paz que Él ofrece
Capítulo11. La batalla por la intimidad
Capítulo12. Castidad y sacramento
Capítulo13. Un mensaje para padres y esposos
Capítulo14. Pan, no piedras
Capítulo15. Para aquellos con atracción homosexual
Bibliografía
Apéndice 1. Un vistazo sobre Courage
Apéndice 2. Carta a los obispos del mundo
Apéndice 3. «Siempre serán nuestros hijos»
Acerca del autor
INTRODUCCIÓN
Léon Bloy, escritor católico francés, converso del judaísmo, dijo una vez: «el hombre tiene
lugares en su corazón que todavía no existen, y entra en ellos a través del sufrimiento, para
que puedan llegar a existir». Es una de mis citas preferidas. Toda la enseñanza cristiana en
materia de sufrimiento se podría reducir a esas sencillas palabras. El sufrimiento puede
doblegarnos y quebrantarnos. Pero también puede abrirnos para convertirnos en las
personas que Dios quiere que seamos. Depende de lo que hagamos con el dolor. Si lo
devolvemos a Dios como una ofrenda, Él lo utilizará para hacer grandes cosas en nosotros y
a través de nosotros, porque el sufrimiento es fértil. Puede hacer nacer una nueva vida.
Es el caso del testimonio personal que estás a punto de leer. David Morrison no es ajeno,
como expresivamente lo muestra su escritura, al dolor, a la duda, al comportamiento
autodestructivo ni a la alienación que marca a tantos hombres y mujeres que tienen que lidiar
en sus vidas con la homosexualidad. Esta es la historia de su viaje desde una subcultura de
activista gay hasta la nueva vida en Jesucristo. Es su diario del descubrimiento de la fe
católica. Es la historia de una conversión real, de carne y hueso, de esas en las que se oyen
los infatigables ecos de san Agustín; de las que permanecen en la memoria durante mucho
tiempo. Simplemente, una advertencia: todo aquel que esté buscando un «subidón» espiritual
pasajero, o una lectura rápida para pasar el rato, lo mejor que puede hacer es cerrar este
libro ahora mismo. Se trata de un libro que interpela, que conmueve, pero que, desde luego,
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no es cómodo.
La importancia de este libro, sin embargo, va más allá de la conversión personal de David
Morrison. Esta forma parte únicamente del primer acto. Lo que Morrison lleva a cabo en los
otros dos tercios de este libro es algo extraordinario. Partiendo de la materia prima de su
experiencia, construye sobre ella, y ofrece una de las mejores explicaciones y apologías de la
ética sexual católica que se han visto en los últimos años. No se trata de que acepte lo que la
Iglesia enseña, sino que lo comprende con su corazón... como quizá únicamente alguien que
ha pagado un alto precio por encontrar la verdad puede hacerlo, De igual importancia es el
hecho de que tenga el don de compartirlo de forma persuasiva con el lector, no como si fuera
una carga o un deber, sino como un gozo y una liberación.
No todo el mundo recibirá bien este libro. A pesar de que el autor respeta claramente a
los miembros de grupos como Dignity o su primo hermano de la iglesia episcopaliana
Integrity, está profundamente en desacuerdo con los objetivos de dichas organizaciones. No
cree que se haga un servicio a la verdad al hacer una revisión de la fe cristiana para aprobar
o dar espacio a la actividad homosexual. Al contrario, piensa que la actividad homosexual no
es solo moralmente errónea, sino que es destructiva porque aleja a la persona de Dios y del
auténtico bien humano. Sin embargo, al mismo tiempo, el autor escribe con gran delicadeza
hacia aquellos que intentan dar un sentido a su homosexualidad.
Pone también en cuestión el enfoque pastoral de algunos grupos cristianos, por ejemplo,
los que piensan que, con una buena dosis de fe y una terapia adecuada, la mayoría de los
homosexuales puede llegar a asumir una vida heterosexual satisfactoria. Morrison cree que, a
pesar de que algunos hombres y mujeres de inclinación homosexual puedan reorientarse
hacia la vida heterosexual, probablemente otros no puedan. Pero el amor de Dios por todos
sus hijos, no importa cuáles sean sus cargas personales, nunca falla. Y el significado de la
sexualidad humana y de la llamada cristiana a la castidad se dirige a todo el mundo con la
misma fuerza y el mismo amor: a los casados y a los que no lo están, a los «gays» y a los
heterosexuales.
La Escritura nos habla de decir la verdad en el amor (Ef 4, 15). David Morrison lo ha
hecho así. Se trata de un libro caracterizado por el equilibrio, la inteligencia y el respeto por
todos aquellos afectados por la cuestión de la homosexualidad. Tanto él como Our Sunday
Visitor han hecho una contribución inestimable a la discusión de una de las controversias
morales centrales de nuestro tiempo.
Charles J. Chaput, O.F. M. Cap.
Arzobispo de Denver
Capítulo 1
¿POR QUÉ ESTE LIBRO?
Si descontamos los viscerales debates acerca del aborto y de la eutanasia, pocas
cuestiones tan controvertidas han rasgado tanto el tejido de la cultura y de la política
americana como las relacionadas con la atracción homosexual y la actividad sexual. Dentro
de las familias y las comunidades, de las oficinas y las salas de reuniones, se pide a los
estadounidenses que reconsideren sus puntos de vista sobre la sexualidad, la expresión
sexual y la tolerancia. Pero ¿cuál es la frontera entre «tolerar» algo y aprobarlo?
Las vacaciones familiares, por ejemplo, ¿no se han convertido en verdaderos campos de
batalla entre los hijos que exigen que se acepte a ellos y sus novias o novios, incluso que se
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les dé una habitación propia, y el resto de los miembros de la familia que tienen
supuestamente unos criterios morales en desuso? ¿Se puede querer a alguien sin aprobar
todo lo que hace en su vida? Si piensas que debes darle tu aprobación, y lo que está
haciendo es realmente perjudicial para él, ¿estás siendo de verdad compasivo con él? ¿Qué
es lo que una sociedad puede exigir que una persona acepte como condición de participación
en la vida pública? Parafraseando una canción que yo solía cantar de vez en cuando en las
manifestaciones, si la gente que vive con atracción homosexual ya está presente en la vida
pública, en las calles, en la política y en todas partes... ¿qué significaría habituarse a ello?
Ciertas cuestiones proliferan en la esfera pública: ¿se debe permitir a los hombres y
mujeres que mantienen relaciones homosexuales activas enseñar en las escuelas o adoptar
niños? ¿Se debería «afirmar» en los adolescentes que experimentan una atracción
homosexual una identidad basada en esa atracción? ¿Qué pasa con las relaciones?
¿Debería la sociedad considerar todas las relaciones en las que el «amor» está presente
como igualmente buenas? ¿Cuál es la naturaleza del matrimonio? A fin de cuentas, la
cuestión es: ¿para qué sirve el sexo? ¿Cuál es la naturaleza del amor?
Cuestiones de este tipo llenan casi todos los días los titulares de los periódicos locales y
nacionales, pero son también parte de la vida cotidiana de las personas y de las familias.
Según un cálculo conservador, alrededor de tres millones de personas en los Estados Unidos
viven con una atracción sexual y emocional predominante hacia personas de su mismo sexo.
Si multiplicamos esta cifra por un número razonable de padres, hermanos y cónyuges,
tendremos unos doce millones de americanos cuyo interés por el debate social relativo a la
atracción homosexual puede describirse como algo más que académico. Eso significa doce
millones de personas a las cuales cualquier acusación o defensa, cualquier malentendido,
mala comunicación, caracterización o burla puede herir profundamente en su propia identidad
o en referencia al tipo de vida que una de las personas que ellos aman está intentando
construir. Cualquier tipo de cuestión acerca de la atracción homosexual, los derechos de los
gays y las lesbianas, el matrimonio o la adopción homosexual tiene en sí esa fuerza
emocional.
Espero que este libro, a pesar de abordar muchas de esas cuestiones, no contribuya aún
más a hacer de este tema una especie de explosivo. Citando de forma un poco libre a
Shakespeare, no escribo ni para elogiar la atracción homosexual ni para condenarla. Si has
abierto este libro esperando encontrar acusaciones acerca de la «maldad» de los activistas
de los derechos de los homosexuales quedarás defraudado. Lo mismo pasará a aquellos que
esperen ver vilipendiados en él a los oponentes del programa de acción homosexual. Más
bien, lo que intento con este libro es indicar una tercera vía, un camino que Dios me ha
mostrado misericordiosamente en mi vida y por el cual uno puede vivir con atracción
homosexual sin dejarse definir por ella ni actuar como si no existiera. En resumen, espero
que este libro ofrezca un poco de luz al final de lo que puede ser un oscurísimo túnel a los
individuos que viven con diferentes grados de atracción homosexual, así como a sus familias,
amigos, pastores y compañeros de trabajo.
Parece que la oscuridad de dicho túnel no hace sino acrecentarse con el paso del tiempo.
Quiero repetir que, si muchos de los hechos relatados en estos capítulos son más bien
desagradables, no los cuento para estigmatizar, intimidar ni criticar ferozmente a las personas
activamente homosexuales. El elevado número de ventanas que hay en mi casa me debería
inclinar a tener mucha precaución a la hora de ponerme a tirar piedras contra las casas de los
demás. Sin embargo, una de las lecciones clave que la vida me ha enseñado se refiere a la
primacía que debemos dar, como seres humanos que somos, a la verdad. Ya sea bienvenida
o desdeñada, conveniente, molesta o indiferente, la verdad ha de ser respetada y buscada. Si
no la buscamos, no comprenderemos jamás quiénes somos o, más exactamente, cómo
orientarnos.
Canarios muertos
Desde finales de los años sesenta, los hombres y las mujeres que se han involucrado en
la actividad homosexual, sea a tiempo parcial o de manera predominante, han sido como
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esos canarios usados en las minas de carbón para comprobar la pureza del aire de la
revolución sexual. En los tiempos en los que a cualquier cosa se le consideraba «amor»,
entendido generalmente como «libre», la sociedad parecía abrirse con todos sus encantos
(por lo menos en lugares como Nueva York o San Francisco) para esas personas que
durante muchos años habían sido negadas y habían tenido que guardar dentro del armario su
experiencia y su deseo sexual. Pero en cuanto el aire en la mina comenzó a enrarecerse, los
canarios fueron los primeras en morir. Veamos lo que el escritor y activista Eric Roces dice en
Reviving the Tribe acerca de lo que los años que van desde 1981 hasta 1995 supusieron
para muchos hombres que eran sexualmente activos con otros hombres:
«Antes de 1995, la mitad de los hombres que has amado, abrazado, con los
que has hablado, bailado, con los que has viajado y tenido relaciones estarán muertos o
muriendo. Te sentirás como un dinosaurio viajando en el tiempo antes de llegar a la
madurez. Los bares en los que estuviste ya no existirán, la música habrá desaparecido en
la basura, la historia se evaporará en el vacío. Rasgarás cartas de visita que están en tu
tarjetero como si fueran las páginas de un calendario. Experimentarás la muerte hasta un
punto en el que ya no sabrás distinguir quién murió y quién sigue aún en vida. Te
acercarás corriendo por las calles a hombres que tú creías ya muertos hace tiempo.
Enviarás como cada año felicitaciones de Navidad y te devolverán una media docena con
la inscripción: fallecido».
Aunque no todo el mundo ha experimentado este grado de pérdida, y a pesar del
considerable renacer espiritual y emocional de cierto número de hombres después de haber
dado positivo en el test del Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH), el efecto global del
SIDA en muchos de los que forman la que se denomina a sí misma comunidad «gay»1 es de
una profunda pérdida. La sábana realizada como memorial de los fallecidos a causa del
SIDA, con sus miles de retales hechos a mano y con forma de tumba, se convirtió en un
símbolo unificador para una comunidad que intentaba controlar una experiencia que pocos,
por no decir ninguno, esperaba. Las noches en las que Rofes sentía lo que él describe como
«un sentimiento persistente y deprimente de fatalidad» y que Randy Shilts, en su
conocidísimo libro And the Band Played On describe como una mezcla poderosa de deseo y
de enfermedad potencial, brillaban como signos de un desastre que se avecinaba, pero
pocos fueron capaces de descifrarlos. Muchos hombres homosexuales y mujeres
activamente lesbianas habían quemado demasiadas naves como para permitirse el lujo de
tener tiempo para comprender lo que estaban haciendo o hacia dónde, individual o
colectivamente, estaban yendo.
Las identidades forjadas en oposición a una sociedad que no había entendido se
convirtieron, en esta terrible hora, en una armadura que, en vez de proteger en el campo de
batalla, ahoga a quien la lleva cuando el barco se hunde. Cuando los investigadores del
Federal Government's Centres for Disease Control (Centros del Gobierno Federal para el
Control de las Enfermedades -CDC) y de organizaciones similares dijeron a los líderes de la
comunidad activamente homosexual de San Francisco que la comunidad debería plantearse
el cierre de los balnearios donde el VIH se estaba expandiendo más rápidamente, los
activistas abuchearon a los investigadores hasta que se fueron de la tribuna. El amor que
menos de cien años antes no osaba ni siquiera decirse en público y que ahora podía
expresarse en voz alta necesitaría algo más que el murmullo de una enfermedad para ser
acallado. Hasta que, en efecto, los hombres activamente homosexuales empezaron a morir,
seguidos inmediatamente por otros cuyas actividades o circunstancias les hacían vulnerables
a la infección. Entonces, y solo entonces, la comunidad que se identificaba como gay se paró
a reflexionar sobre la forma en que vivía y amaba.
Y, para poder sentirse segura, la comunidad tenia, y en mi opinión aún tiene, que
plantearse muchas cosas. ¿Es prudente basar una identidad en el deseo sexual? ¿Qué papel
juega la dimensión sexual de la psicología de una persona en el resto de las dimensiones?
¿La liberación consiste en la libertad de dejarse dominar por los propios deseos o es, más
bien, el hecho de tener autoridad sobre el propio deseo lo que nos conduce a la libertad? Uno
1 N. del T.: alegre, en inglés
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de los puntos que Shilts aborda en su libro, que muchos han decidido pasar por alto porque
es políticamente incorrecto, es que la comunidad activamente homosexual que él frecuentaba
estaba ya afectada por algún tipo de virus incluso antes de la llegada del VIH. El virus
asociado de forma más cercana con el SIDA era solo uno de los últimos de un conjunto de
vectores de enfermedad agresiva y acechante que se aprovechaban de una comunidad cuya
expresión sexual principal facilitaba la infección de los individuos. Al construir una identidad
sobre el deseo sexual, los primeros activistas gays utilizaron sus cuerpos a su antojo y
comprendieron mal el papel y los fines de la sexualidad y de la libertad. Veamos cómo Rofes
rememora en Reviving the Tribe el papel que tenía una clínica VD para hombres
homosexuales a la hora de forjar una identidad entre los hombres activamente homosexuales
en los años setenta:
«El simple hecho de entrar en el Boston's Fenway Community Health munity Health
Center, o en la Chicago's Howard Brown Memorial Clinic, o en el Los Ángeles' Gay
Community Services Center, todas ellas clínicas VD para hombres gays, suponía un paso
hacia la propia identidad y una fuerza personal. Me acuerdo de mirar alrededor en la sala de
espera en el Fenway y tener un sentimiento de solidaridad y orgullo al ver varias docenas de
hombres de diferentes edades, clases sociales y orígenes étnicos. A pesar de los riesgos de
aquellos años, todos nosotros habíamos aprovechado la ocasión y habíamos reivindicado
nuestro estatuto de hombres gays sexualmente activos».
Aunque no quisiera extrapolar la experiencia de Rofes a todos los hombres de esa época
que simplemente experimentaron o actuaron siguiendo una atracción homosexual, dicha
experiencia es representativa del amanecer de una cultura activamente homosexual entre los
hombres que se identificaban como gays. Por ello, su perspectiva, no tanto como recuerdo
sino como investigación, debe ser examinada y cuestionada. ¿Hasta qué punto es saludable,
emocional, física y psicológicamente, adoptar una identidad que se basa en una actividad que
parece propensa en sí misma a transmitir enfermedades? Aunque esta cuestión no se haya
planteado nunca de forma amplia y sistemática, es posible documentar, como lo hace una de
las notas de la entrevista de Rofes, «dos docenas de enfermedades específicas transmitidas
sexualmente» circulando entre los hombres de San Francisco con parejas del mismo sexo
durante los embriagadores días del movimiento de los derechos de los gays.
Una encuesta de la literatura médica especializada muestra cuán profundos y extendidos
son los problemas emocionales y físicos no relacionados con el VIH en los hombres
activamente homosexuales. En el transcurso de la redacción de Straight and Narrow?
Compassion and Clarity in the Homosexuality Debate, el autor, Thomas E. Schmidt, investigó
más de doscientas publicaciones científicas sociales, médicas, eruditas y no confesionales
que habían estudiado algún aspecto de la salud emocional, física o psicológica en los
hombres activamente homosexuales. Todas las revistas consultadas eran neutrales en lo que
respecta a la homosexualidad, o bien tomaban partido abiertamente a favor de la misma. Ya
en 1995, he aquí el modo crudo en que Schmidt resume los hallazgos de su investigación:
«Supón que te hubieras mudado a una amplia casa en San Francisco con un grupo de
diez hombres homosexuales de unos treinta y cinco años elegidos al azar. De acuerdo con
los últimos estudios de origen científico, cuyos autores son, sin excepción alguna, neutrales o
favorables en relación al tema de la conducta homosexual, y escogiendo los números más
bajos allá donde las estadísticas difieren, la salud relacional y física del grupo sería algo así:
Cuatro de esos hombres tienen actualmente relaciones, pero solo uno de ellos es fiel a su
pareja, y no lo será dentro de un año. Cuatro nunca han tenido una relación que durara más
de un año y solo uno ha tenido una relación que durase más de tres años. Seis de ellos
tienen relaciones sexuales corrientes regularmente conextraños, y la media del grupo es de
casi dos parejas por persona al mes. Tres de ellos han participado ocasionalmente en orgías.
Uno es un sadomasoquista. Uno de ellos prefiere los adolescentes a los hombres. Tres de
esos hombres son actualmente alcohólicos, cinco tienen un historial de abuso de alcohol y
cuatro de abuso de drogas. Tres fuman cigarrillos en la actualidad; cinco de ellos utilizan
regularmente al menos una droga ilegal y tres consumen múltiples drogas. Cuatro de ellos
tienen un historial con depresión aguda, tres de ellos han contemplado seriamente la
posibilidad del suicidio, y dos han intentado suicidarse. Ocho tienen un historial de
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enfermedades de transmisión sexual, ocho son portadores de patógenos infecciosos y tres
sufren actualmente achaques digestivos o urinarios causados por estos patógenos».
Repito de nuevo que el objetivo de este capítulo no es arrojar piedras a los hombres que
experimentan una atracción homosexual ni tampoco a quienes ceden ante dicha tentación.
De hecho, convendría subrayar que el mismo Schmidt, en los últimos párrafos, aclara que es
la actividad homosexual y no la mera experiencia del deseo la que conlleva pagar este precio.
Más aún, reconozco que este resumen estadístico no incluye a todos los hombres
homosexualmente activos. Yo mismo he conocido parejas masculinas que están por encima
de la duración media de la relación, aunque no conozco a nadie que siempre haya
permanecido monógamo. En cambio, lo importante es aclarar que la oscuridad que se abate
sobre la comunidad activamente homosexual no es únicamente un producto de la
imaginación ni de la propaganda antihomosexual, sino que es una sombra muy real que tiene
un precio asociado también muy real. Las personas activamente homosexuales que han
tenido bastante suerte para eludir dicha sombra son, con mucho, la excepción, no la regla. Si
tú eres un hombre o una mujer activamente homosexual que has vivido sin ninguno de estos
problemas citados en dicho estudio, puedes considerarte un afortunado. La gran mayoría que
nos ha dejado antes que tú no ha tenido tanta suerte.
Pero este libro intenta hacer algo más que decir a voz en grito en la plaza pública una
situación que, según algunos, los hombres (y también algunas mujeres) homose- xualmente
activos se han buscado ellos solos. Más bien, lo que este libro desea es ofrecer un rayo de
esperanza, incluso si no parece ser más fuerte que la luz de las viejas farolas de gas, y así
repeler esa penumbra cada vez más profunda en la que las vidas de miles, si no millones, de
hombres y mujeres de todo el mundo parece sumergirse.
Nihilismo: la naturaleza cambiante de la oscuridad
Al comienzo de la primavera de 1996, camino de San Francisco para dar una conferencia
acerca de la castidad y la homosexualidad, leí en el Washington Post que el conocido
activista gay y escritor Andrew Sullivan, antiguo redactor de un destacado diario de opinión
llamado The New Republic, había declarado públicamente que era portador del VIH; Sullivan
era seropositivo. Me acuerdo que durante las cinco horas de vuelo entre Washington y San
Francisco estuve sentado en un estado de leve conmoción y de pena. Sullivan y yo no
éramos grandes amigos. Algún conocido de ambos nos había presentado en un par de
fiestas, pero nuestra acentuada timidez y nuestras opiniones opuestas habían mantenido
nuestra conversación en un plano de mera cortesía. A pesar de ello, Sullivan y yo
compartíamos bastantes rasgos comunes que hicieron que fuera siguiendo la pista a su
carrera y que leyese varios de sus artículos y libros con una mezcla de aprecio e indignación.
Ambos vivíamos con una atracción homosexual, ambos escribíamos, nos interesábamos con
pasión de los temas y problemas de actualidad y ambos habíamos sido o éramos activistas
en esa época. De hecho, encontraba en algunas de las posiciones «moderadamente gays»
de Sullivan muchas de mis propias afirmaciones, que yo había abandonado hacía poco por
un enfoque católico más ortodoxo.
En particular, fue nuestro común catolicismo lo que hizo que yo crease una especie de
vínculo. Los dos vivíamos como católicos con atracción homosexual y habíamos
experimentado, estoy seguro de ello, ese extraño sentimiento de deseo ambivalente propio
de nuestra posición. Ambos experimentábamos, lo sabía, el sentimiento de tener un pie en
dos comunidades que en apariencia eran marcadamente divergentes. Sospecho que cada
uno de nosotros se sentía constreñido, por anhelos religiosos y por instintos sexuales que
ninguno de nosotros comprendía completamente, a formar parte de comunidades cuyos
objetivos estaban casi enteramente reñidos y que, sin embargo, tenían un papel esencial en
nuestras vidas. Y resulta que ahora él tenía el VIH y yo estaba sentado en un avión camino
de San Francisco para dar una conferencia sobre la castidad en una iglesia parroquial que
estaba a pocas millas del Castro District, que era aún un barrio notablemente gay.
Las noticias sobre Sullivan tuvieron un gran peso en mi conferencia. Aunque no la había
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escrito con esta noticia en la mente, me di cuenta de que varios de los temas de mi charla
estaban en sintonía con mi pesar hasta que, finalmente, lo mencioné directamente. Qué triste
y trágico es, dije, que una persona tan joven, inteligente, creativa y prometedora se vea
llevada a algo tan oscuro y sin esperanza, especialmente en esa época, como es el VIH. A1
fin y al cabo, el SIDA y yo no nos éramos desconocidos. El hecho de ayudar a otros amigos a
vivir la enfermedad hasta que se murieron había arrancado de mí toda posible inclinación a
envolver la enfermedad en un halo de sentimentalismo empalagoso. El VIH es un agente
poderoso e implacable que actúa en el cuerpo humano. Ataca a células que el cuerpo
necesita tanto que la mayor parte de la gente no sabe que existen hasta que dejan de
funcionar. Una vez que estas células están destruidas, el cuerpo está a la merced de
cualquier invasión de otros ejércitos de patógenos, del mismo modo que Roma lo estaba
antes de la invasión de los bárbaros. Hongos, cánceres, otros tipos de virus, parásitos e
incluso otras formas de enfermedades degenerativas tienen todo el tiempo del mundo para
actuar, hasta que el paciente no es capaz de mantenerse a la vez a sí mismo y a los
invasores, y muere. Si no se produce un milagro médico, dije, esto es lo que le espera a
Andrew Sullivan.
Cuando acabé mi conferencia, un joven, un activista gay que había estado tan disgustado
con mi charla que se había salido fuera, se acercó y puso en tela de juicio lo que yo decía
sobre Sullivan. Tras presentarse como Wayne, me preguntó si no había sido «un poco»
demasiado pesimista sobre el pronóstico de Sullivan. Sí, respondí, puede ser que la
conmoción de la noticia hubiera dado un tono un poco demasiado oscuro a mis
pensamientos; sin embargo, añadí, probablemente era mejor, en la cuestión del SIDA, ser
demasiado lúcido que no ver bastante claro. Entonces, aparentemente envalentonado por mi
falta de argumento, expuso una cuestión que me asombró. Me preguntó si no estaba
dejándome llevar también por algunos prejuicios respecto al SIDA. Al principio me imaginé
que se había salido tan pronto que se había perdido partes cruciales de mi conferencia. «No»
-empecé a decir- yo no culpo a nadie con SIDA por...
«No, no» -dijo- «quizá él no se ha planteado el SIDA como lo haces tú. Quizá tener el VIH
ha sido una elección suya».
« ¿Cómo dices?» -pregunté, seguro de haber oído o comprendido mal.
« ¿Qué pasa si él pensaba que no valía la pena llegar hasta los cincuenta, sesenta o
setenta años sin sexo? » -preguntó Wayne-. « ¿Qué pasa si tener el VIH ha sido una elección
suya? ¿No estás dejándote llevar por algunos prejuicios respecto al SIDA?».
Dos días más tarde, cuando el avión del puente aéreo me conducía a casa, volví sobre la
pregunta de Wayne. No había tenido una respuesta para él en ese momento, y en los dos
días siguientes había estado demasiado ocupado para pensar en ello. La cuestión hizo que
me sintiera impotente y enfadado; como si, de algún modo, los años pasados sosteniendo
brazos, dando ánimos para comer, cambiando orinales, haciendo puré de las comidas para
tantos hombres moribundos se hubieran quedado reducidos a poco más que un vegetal.
¿Podía considerarse la vida, la cual yo pensaba que era tan importante que merecía la pena
luchar por ella, ser considerada como algo menos importante que el sexo? ¿La cuestión de
Wayne quería decir que la importancia del sexo como base de una identidad había llegado
hasta tal punto o que la importancia de la vida como contexto para todo lo demás había
disminuido demasiado? ¿Cuántos otros hombres activamente homosexuales se sentían
como, según Wayne, se podía haber sentido Sullivan?
Desgraciadamente, muchos. Pronto descubrí que a la vez que el VIH ocasionaba que
toda una comunidad aunase esfuerzos para hacer frente al desastre, los virus y las
enfermedades que se producían fomentaban en muchos individuos un profundo nihilismo. El
fruto de este nihilismo recorre un espectro que va desde lo que yo he dado en llamar, dentro
de algunos activistas, el movimiento del «sexo a toda costa» hasta los numerosos jóvenes
que, identificándose como gays, afirman en los sondeos de opinión que no esperan llegar
nunca a su cuadragésimo aniversario. Una falta de voluntad por vivir una vida sin sexo o de
restringir el contacto sexual a un comportamiento regido por las así denominadas campañas
de «sexo seguro» parece subyacer en gran parte del nihilismo gay contemporáneo. En la
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Description:Verano del 42, la fraternidad entre los huérfanos en Oliver Twist, los Hardy Boys. ¡Cuánto deseaba una experiencia como esa: tener alguien con