Table Of ContentTOM CLANCY.
TORMENTA ROJA.
NOTA DEL AUTOR.
Este libro comenzó hace algún tiempo. Conocí a Larry Bond a través de un anuncio en los
Proceedíngs del Instituto Naval de los Estados Unidos, cuando compré un juego de guerra
“Harpoon”. Resultó ser asombrosamente útil, y sirvió como fuente de consulta para La caza del
submarino ruso. Me pareció tan fascinante que ese verano (1982) resolví viajar a una Convención
de productores y aficionados a los juegos de guerra para conocer a Larry personalmente, y llegamos
a hacernos muy buenos amigos.
En 1983, mientras se preparaba la edición del Submarino ruso, Larry y yo empezamos a hablar
de uno de sus proyectos: «Convoy—84», un macrojuego de guerra o «campaña», en el cual,
empleando el sistema del «Harpoon», se realizaría una nueva Batalla del Atlántico Norte. Me sentí
cautivado y comenzamos a hablar sobre la posibilidad de escribir un libro basado en esa idea, ya
que ambos estábamos de acuerdo. Fuera del Departamento de Defensa, nadie había examinado
nunca, con el debido detalle, cómo sería semejante campaña con armas modernas. Cuanto más
hablábamos, mejor nos parecía el proyecto. Pronto estábamos probando un posible desarrollo y
tratando de encontrar la forma de limitar el guión a un campo manejable..., pero sin quitar de
escena ninguno de los elementos esenciales. Esto se reveló como un problema sin solución, a pesar
de las interminables discusiones..., ¡y no pocos violentos desacuerdos!
Aunque el nombre de Larry no aparece junto al título del libro, la obra es tanto mía como suya.
Nunca llegamos a decidir una división del trabajo, pero lo que Larry y yo conseguimos fue
completar un libro como coautores, aunque nuestro único contrato había sido un apretón de
manos... ¡y divertirnos hasta el cansancio mientras lo hacíamos! Ahora es el lector quien debe
decidir hasta qué punto hemos tenido éxito.
AGRADECIMIENTOS.
Tanto a Larry como a mí nos resulta imposible hacer patente nuestro agradecimiento a todos
aquellos que nos ayudaron de tantas formas distintas en la preparación de este libro. Si lo
intentáramos podríamos omitir los nombres de personas cuyas contribuciones fueron
importantísimas. A cuantos nos dieron desinteresadamente su tiempo, contestando interminables
preguntas y luego explicando con paciencia sus respuestas... Nosotros sabemos quiénes son y qué
hicieron. Todos están en este libro. Sin embargo, debemos particular gratitud al comandante, los
oficiales y los tripulantes del «FFG—26», quienes durante una maravillosa semana mostraron a un
ignorante terrestre algo de lo que significa ser marino.
Desde tiempo inmemorial, el propósito de una marina de guerra ha sido influir, y a veces decidir,
situaciones en tierra. Así lo hicieron, en la Antigüedad, los griegos y los romanos, que crearon una
flota de combate para derrotar a Cartago; los españoles, cuya armada intentó y fracasó en la
conquista de Inglaterra; y muy especialmente los aliados en el Atlántico y el Pacífico durante las
dos guerras mundiales. El mar siempre ha proporcionado al hombre transporte a bajo coste y
facilidad de comunicación a grandes distancias. También le ha permitido el ocultamiento, porque
su ubicación debajo del horizonte significaba hallarse fuera de la vista y, en la práctica, más
capacidad y apoyo a lo largo de toda la Historia, y quienes han fracasado en la prueba del poder
marítimo (en particular Alejandro, Napoleón y Hitler) han fracasado también en la de
perdurabilidad.
EDWARD L. BEAcH, en Keepers of the Sea
1. MECHA LENTA.
NIZHNEVARTOVSK, URSS.
Se movían rápida y silenciosamente, en una cristalina noche estrellada, en el oeste de Siberia.
Eran musulmanes, pero difícilmente se podría haberlo deducido de su manera de hablar; lo hacían
en ruso, si bien modulando con el monótono acento de Azerbaiján que equivocadamente hacía
gracia a los jefes del personal de ingeniería. Los tres acababan de completar una complicada tarea
en el lugar de estacionamiento de trenes y camiones, la apertura de cientos de válvulas de carga.
Ibrahim Tolkaze era el líder, aunque no iba al frente. Quien mostraba el camino era Rasul, el
fornido ex sargento del MVD, que ya había matado a seis hombres en esa fría noche, tres con la
pistola que ocultaba entre sus ropas y tres a mano limpia. Nadie los oyó. una refinería de petróleo
es un lugar ruidoso. Dejaron los cuerpos en las sombras y los tres hombres subieron al auto de
Tolkaze para iniciar la fase siguiente de su trabajo.
El Control Central era un moderno edificio de tres pisos adecuadamente ubicado en el centro del
complejo. En una extensión de por lo menos cinco kilómetros a la redonda se levantaban las torres
de cracking, cisternas, cámaras catalíticas y, sobre todo, los miles de millares de metros de cañería
de gran diámetro que hacían de Nizhnevartovsk uno de los complejos de destilación más grandes
del mundo. El cielo se iluminaba a intervalos irregulares con las llamaradas del gas que se
venteaba, y el aire estaba viciado por el hedor de los destilados del petróleo queroseno para
aviación, gasolina, gasóleo, bencina, tetróxido de nitrógeno para misiles intercontinentales, aceites
lubricantes de diversos grados y complejos productos petroquímicos sólo identificados por sus
prefijos alfanuméricos.
Se acercaron al edificio de paredes de ladrillo y sin ventanas en el «Zhiguli» personal de
Tolkaze, y el ingeniero entró en un lugar de estacionamiento reservado; después caminó solo hasta
la puerta mientras sus camaradas se acurrucaban en el asiento posterior.
Después de pasar la puerta de cristal, Ibrahim saludó al guardia de seguridad, el cual le respondió
con una sonrisa y tendió la mano pidiendo a Tolkaze su pase. Allí eran necesarias esas medidas,
pero como hacía más de cuarenta años que estaban en vigencia, nadie las tomaba con más seriedad
que a cualquiera de las otras complicaciones burocráticas pro forma que existen en la Unión
Soviética1. El guardia había estado bebiendo, única manera de procurarse consuelo en aquellas
tierras frías y crueles. Sus ojos no enfocaban bien y había rigidez en su sonrisa. Tolkaze movió
torpemente la mano como para entregar su pase y el guardia se agachó tambaleándose para tomarlo.
Nunca volvió a incorporarse. Lo último que sintió fue la pistola de Tolkaze, un círculo frío en la
base del cráneo, y murió sin saber por qué..., y ni siquiera cómo. Ibrahim se dirigió a la parte
posterior del escritorio del guardia para apoderarse del arma que el hombre siempre había exhibido
feliz ante los ingenieros que protegía. Levantó el cadáver y lo acomodó para dejarlo desplomado
1 Unidad política basada en el modelo filosófico comunista, que existió centrada en Rusia y las repúblicas bajo su
influencia desde 1917 hasta 1991.
sobre la mesa. Sólo sería un trabajador más, postergado en el cambio de guardia y dormido en su
puesto. Luego, hizo señas a sus camaradas para que entraran en el edificio. Rasul y Mohammet
corrieron hacia la puerta.
—Ya es la hora, hermanos míos.
Tolkaze entregó al más alto de sus amigos el fusil «AK-47» y la bandolera con munición.
Rasul sopesó brevemente el arma y cuidó de que hubiera un proyectil en la recámara y que el
seguro estuviera quitado. Después se pasó la bandolera sobre el hombro y colocó en su lugar la
bayoneta. Entonces habló por primera vez en esa noche:
—El paraíso nos espera.
Tolkaze se recompuso, se alisó el cabello, se ajustó el nudo de la corbata y enganchó el pase de
seguridad en su chaqueta blanca de laboratorio, antes de conducir a sus camaradas para subir los
seis tramos de la escalera.
El procedimiento normal imponía que, para entrar en el salón principal de control, era necesario
que lo reconociera antes alguno de los miembros del personal de operaciones. Y así fue. Nikolai
Barsov pareció sorprendido al ver a Tolkaze a través de la diminuta ventanita de la puerta.
—Esta noche no estás de turno, Isha.
—Esta tarde se descompuso una de mis válvulas y olvidé comprobar si había quedado bien
reparada antes de retirarme. Tu sabes cuál es, la válvula auxiliar número ocho de alimentación de
queroseno. Si mañana todavía está descompuesta tendremos que cambiar la circulación, y ya sabes
lo que eso significa.
Barsov expresó su acuerdo con un gruñido.
—Muy cierto, Isha —dijo el ingeniero, un hombre de mediana edad que creía que a Tolkaze le
gustaba ese diminuto semirruso; pero estaba completamente equivocado—. Apártate hacia atrás
para que pueda abrir esta maldita escotilla.
La pesada puerta de acero giró hacia fuera. Barsov no había podido ver antes a Rasul y
Mohammet, y apenas tuvo tiempo ahora. Tres proyectiles calibre 7.62 disparados por el
«Kalashnikov» explotaron dentro de su pecho.
La sala principal de control tenía un turno de vigilancia de veinte hombres, y se parecía mucho al
centro de control de un ferrocarril o una planta de poder. Los altos muros estaban cruzados con
esquemas de las tuberías, que mostraban mediante puntos luminosos la posición de cientos de
válvulas e indicaban la función que estaban cumpliendo. Representaban solamente el despliegue
principal. Segmentos particulares del sistema, expuestos en tableros de situación separados,
controlados en su mayor parte por computadoras, y vigilados sin cesar por la mitad de los
ingenieros de turno. El personal no pudo dejar de oír el ruido de los tres disparos.
Pero nadie estaba armado.
Con una calma casi elegante, Rasul empezó a avanzar por la sala, usando hábilmente su
«Kalashnikov» para pegar un tiro a cada uno de los ingenieros de vigilancia. Al principio los
hombres intentaron huir..., hasta que comprendieron que Rasul los estaba llevando como ganado
hacia un rincón, matando mientras caminaba. Dos de ellos alcanzaron con valentía sus teléfonos de
comando para llamar con urgencia a un equipo de tropas de seguridad de la KGB. Rasul mató a uno
en su puesto, pero el otro consiguió gatear detrás de la línea de consolas de comando para evitar el
fuego del fusil y se precipitó hacia la puerta, donde estaba de pie Tolkaze. Era Boris (Tolkaze lo
reconoció), el favorito del partido, jefe del kollektiv local, el hombre que lo había «protegido»,
convirtiéndolo en el nativo mimado de los ingenieros rusos. Ibrahim no podía olvidar todas las
veces que aquel cerdo impío lo había amparado: el salvaje extranjero importado para divertir a sus
amos rusos. Tolkaze levantó la pistola.
—¡Ishaaa! —gritó el hombre, aterrorizado.
Tolkaze le disparó en la boca, esperando que Boris no muriera demasiado rápido para oír el
desprecio de su voz:
—Infiel.
Se alegraba de que a éste no lo hubiera matado Rasul. Su silencioso amigo podía quedarse con
todo el resto.
Los demás ingenieros gritaron, arrojaron tazas, sillas, manuales. No había a dónde correr, no
quedaba espacio para rodear al enorme y robusto asesino. Algunos levantaron las manos en una
súplica inútil. Otros llegaron a rezar en voz alta..., pero no a Alá, lo que podría haberlos salvado. El
ruido disminuyó cuando Rasul llegó a grandes zancadas al sangriento rincón. Sonrió mientras
mataba al último que quedaba, sabiendo que ese sudoroso cerdo infiel le serviría a él en el paraíso.
Recargó su fusil y luego volvió hacia atrás cruzando la sala de control. Tocó con su bayoneta cada
uno de los cuerpos y volvió a disparar contra los cuatro que aún daban alguna leve señal de vida.
Había en su cara una macabra expresión de satisfacción. Por lo menos veinticinco cerdos ateos
muertos. Veinticinco invasores extranjeros que ya no se interpondrían entre su pueblo y su Dios.
¡Realmente había cumplido la obra de El!
El tercer hombre, Mohammet, ya estaba empeñado en su propia tarea cuando Rasul ocupó su
puesto en lo alto de la escalera. Trabajando en el fondo de la sala, cambió de posición la llave de
comando para control del sistema. La pasó de «automático-computadora» a «manual-emergencia»;
con ello producía un puente que evitaba el funcionamiento de todos los sistemas automáticos de
seguridad.
Como era un hombre metódico, Ibrahim había planificado y memorizado durante meses todos los
detalles de la operación, pero aun así llevaba en el bolsillo una lista de control. La desplegó y la
puso cerca de la mano sobre la consola maestra de supervisión. Tolkaze miró a su alrededor
observando los tableros de situación para orientarse; luego, hizo una pausa.
De su bolsillo trasero sacó lo que era su más preciada posesión personal, la mitad del Corán de su
abuelo, y lo abrió por una página cualquiera. Era un pasaje de El Capítulo del Botín. A su abuelo lo
habían matado durante las infructuosas rebeliones contra Moscú: hubo de sufrir la vergüenza de
una inevitable subordinación al Estado infiel; y Tolkaze fue seducido por maestros rusos para que
se uniera a su sistema ateo. Otros lo habían instruido como ingeniero en petróleo para trabajar en
las instalaciones más valiosas del Estado, en Azerbaiján. Sólo entonces lo había salvado el dios de
sus padres, a través de las palabras de un tío, un imán «no registrado» que permaneció fiel a Alá y
conservó ese desgarrado fragmento del Corán que acompañara a uno de los propios guerreros de
Alá. Tolkaze leyó el pasaje que tenía bajo su mano:
«Y dice que maquinaban los que negaron para prenderte o matarte o echarte, y maquinaban: pero
Alá es el mejor de los maquinadores.»
Tolkaze sonrió, seguro de que era ésta la señal última de un plan que estaban ejecutando manos
más grandes que las suyas. Sereno y confiado, comenzó a cumplir su destino.
Primero la gasolina. Cerró dieciséis válvulas de control, la más cercana de las cuales se
encontraba a tres kilómetros, y abrió diez, con lo que desvió ochenta millones de litros de gasolina
y provocó que salieran como torrentes por las bocas de las válvulas de llenado de camiones. La
gasolina no se encendió en seguida. Ninguno de los tres hombres había dejado elementos de
ignición para provocar la explosión, el primero de los muchos desastres que ocurrieron. Tolkaze
razonó que, si en verdad él estaba cumpliendo la obra de Alá, seguramente su dios proveería.
Y así lo hizo El. Un pequeño camión que circulaba por la playa de carga tomó una curva con
exceso de velocidad, patinó sobre el combustible derramado y se deslizó de costado hasta dar
contra una larga lanza de llenado. Sólo hizo falta una chispa..., y ya se estaba volcando más
combustible en la playa de trenes.
Con las llaves conmutadoras del conducto principal, Tolkaze tenía un plan especial. Tecleó
rápidamente en la consola de comando de una computadora, agradeciendo a Alá que Rasul hubiera
sido lo suficientemente hábil como para no dañar nada importante con su fusil. El conducto
principal que llegaba desde el campo de producción cercano era un caño de dos metros de
diámetro, y tenía muchas ramificaciones que se extendían hasta los pozos de producción. El
petróleo que circulaba por esas cañerías llevaba una tremenda presión suministrada por las
estaciones de bombeo que había en los campos de obtención. las órdenes de Ibrahim abrieron y
cerraron rápidamente las distintas válvulas. las tuberías se quebraron en una docena de lugares y los
impulsos de la computadora mantuvieron las bombas en funcionamiento. El crudo liviano que
escapaba comenzó a inundar el campo de producción, donde sólo se necesitó una chispa más para
iniciar un gigantesco incendio favorecido por el viento del invierno..., y se produjo otra ruptura
donde los conductos del petróleo y de gas cruzaban juntos sobre el río Obi.
—¡Llegaron los verdes! —gritó Rasul segundos antes de que el equipo de emergencia de los
guardias de frontera de la KGB atronara subiendo la escalera. una corta descarga del
«Kalashnikov» mató a los dos primeros, y el resto del pelotón quedó paralizado detrás de la curva
de la escalera, mientras su joven sargento se preguntaba dónde diablos se habían metido.
Las alarmas automáticas ya estaban empezando a aturdir en torno de él en la sala de control. En
el tablero principal de situación se advertían cuatro incendios en aumento; sus bordes estaban
definidos por las luces rojas que parpadeaban. Tolkaze se dirigió a la computadora maestra y
arrancó el carrete que contenía los códigos digitales de control. las cintas de recambio se
encontraban abajo, en la bóveda, y los únicos hombres en un radio de diez kilómetros que conocían
la combinación se hallaban en esa sala..., muertos. Mohammet se había dedicado a arrancar
furiosamente todos los teléfonos del local. El edificio entero se sacudió con la explosión de un
depósito de gasolina situado a dos kilómetros.
El estallido de una granada de mano anunció otro movimiento de los miembros de la KGB. Rasul
devolvió el fuego, y los gritos de los hombres que morían casi igualaban al ruido penetrante de las
bocinas de alarma de incendio que taladraban los oídos. Tolkaze corrió hacia un rincón. El suelo
estaba resbaladizo por la sangre. Abrió la puerta de la caja de fusibles eléctricos, cerró el interruptor
principal del circuito y luego disparó su pistola contra la caja. Quien intentara arreglar las cosas
tendría que trabajar en la oscuridad.
Ya estaba todo hecho. Ibrahim vio que su corpulento amigo había sido herido mortalmente en el
pecho por los fragmentos de la granada. Se tambaleaba, luchaba para mantenerse de pie junto a la
puerta, cuidando a sus compañeros hasta lo último.
—Me refugio en el Señor de todos los mundos —gritó Tolkaze, desafiante, a las tropas de
seguridad, que no comprendían una sola palabra en árabe—. El Rey de los hombres, el Dios de los
hombres, del mal del insinuante demonio...
El sargento de la KGB dio un salto en el descansillo de la escalera y su primera ráfaga arrancó el
fusil de las manos exangües de Rasul. Dos granadas cruzaron el aire en arco y el sargento
desapareció de nuevo detrás del ángulo de la pared.
No había lugar, ni motivo, para correr. Mohammet e Ibrahim se quedaron inmóviles junto a la
entrada mientras las granadas rebotaban y se deslizaban sobre el pavimento de mosaicos. Alrededor
de ellos parecía que el mundo entero empezaba a incendiarse, y por causa de ellos, el mundo entero
realmente habria de incendiarse.
—Allahu akhbar!
SUNNYVALE, CALIFORNIA.
—¡Santo Dios! —murmuró el suboficial principal, conteniendo el aliento.
El incendio iniciado en la sección gasolina/diesel de la destilería había bastado para alertar a un
satélite estratégico que se hallaba en órbita geosincrónica a treinta y ocho mil kilómetros de altura
sobre el Océano Indico. La señal fue transmitida a un puesto de máxima seguridad de la Fuerza
Aérea de los Estados Unidos.
El oficial jefe de guardia en la Unidad de Control de Satélites era un coronel de la Fuerza Aérea.
Se volvió hacia su técnico.
—Sitúelo en el mapa.
—Si, señor.
El sargento escribió una orden en la consola para lograr que las cámaras del satélite cambiaran su
sensibilidad. Con la imagen reducida en la pantalla, el satélite rápidamente marcó en un punto la
fuente de energía térmica. Sobre otra pantalla adyacente al monitor, un mapa controlado por
computadora les dio la localización exacta.
—Señor, es un incendio en una destilería de petróleo. ¡Diablos, y parece una cosa descomunal!
Coronel, dentro de veinte minutos tendremos un pasaje de un satélite «Big Bird» y la trayectoria
está dentro de unos ciento veinte kilómetros.
—Ajá —asintió el coronel.
Se acercó más a una pantalla y la observó detenidamente para asegurarse de que la fuente de
calor no se movía; con la mano derecha levantó el tubo del teléfono dorado para comunicarse con
el cuartel general del NORAD2, Cheyenne Mountain, Colorado.
—Aquí Control Argus. Tengo tráfico urgente para CINC-NORAD.3
—Un segundo —pidió la primera voz.
—Aquí CINC-NORAD —dijo la segunda, el Comandante en Jefe del Comando de Defensa
Aeroespacial Norteamericano.
—Señor, habla el coronel Burnette, del Control Argus. Observamos inmensa fuente de energía
térmica en coordenadas sesenta grados cincuenta minutos Norte, setenta y seis grados cuarenta
minutos Este. El lugar está catalogado como una destilería de petróleo. La fuente no se mueve,
repito, no se mueve. Dentro de dos cero minutos tenemos un «KH-11» que pasará cerca de la
fuente. Mi evaluación primaria, general, es que se trata de un grave incendio en un campo de
producción de petróleo.
—¿No están proyectando un destello láser sobre su satélite? —preguntó CINC-NORAD, pues
siempre existía la posibilidad de que los soviéticos estuvieran tratando de hacer una jugarreta al
satélite.
2 NORAD, Comando de Defensa Aeroespacial Norteamericana. (Nota del Traductor)
3 Comandante en jefe del NORAD. (N. del T.)
—Negativo. La fuente luminosa cubre infrarrojo, y la totalidad del espectro visible no es, repito,
no es monocromática. En pocos minutos sabremos más, señor. Hasta ahora todo coincide con un
inmenso incendio en tierra.
Treinta minutos después estuvieron seguros. El satélite de reconocimiento «KH-11» pasó sobre
el horizonte lo bastante cerca como para que las ocho cámaras de televisión que llevaba pudieran
captar el caos con toda claridad. Uno de sus transmisores envió la señal a un satélite geosincrónico
de comunicaciones, y Burnette pudo observarlo todo «en vivo» y en colores. El fuego ya había
cubierto medio complejo de destilación y más de la mitad del cercano campo de producción. En el
río Obi caía más petróleo crudo en combustión que se derramaba del oleoducto quebrado. Pudieron
observar cómo se extinguía el incendio; las llamas avanzaban rápidamente impulsadas por un
viento de superficie de cuarenta nudos. El humo oscurecía la mayor parte del área dificultando la
visibilidad directa, pero los sensores infrarrojos lo penetraban mostrando muchas fuentes de calor,
que no podían ser otra cosa que enormes charcas de productos del petróleo que ardían intensamente
en el suelo. El sargento de Burnette era del este de Texas y, de muchacho, había trabajado en los
campos petrolíferos. Buscó y puso en el monitor de su computadora fotografías del lugar tomadas
con luz de día y las comparó con la imagen de la pantalla adyacente, para determinar qué zonas de
la destilería se habían incendiado.
—Diablos, coronel. —El sargento meneó la cabeza impresionado y habló con palabras de
experto—. Esa destilería..., bueno, desapareció, coronel. El fuego se va a extender con ese viento, y
no habrá forma de detenerlo ni en el infierno. La destilería se ha perdido por completo, y va a arder
durante tres o cuatro días... Algunas partes tal vez una semana. Y a menos que encuentren una
forma de parar el fuego, parece que el campo de producción también va a desaparecer, señor.
Cuando el satélite haga el próximo pasaje, todo estará ardiendo; esas torres de pozos lanzarán
petróleo incendiado... ¡ Santo Dios, no creo que nadie quiera estar allí!
—¿Que no va a quedar nada de la destilería? Hummm. —Burnette hizo retroceder la cinta y
volvió a observar el pasaje del «Big Bird»—. Es la más nueva que tienen, y la más grande; les va a
causar un daño tremendo en la producción de petróleo mientras reconstruyan las ruinas de eso. Y
una vez que consigan apagar los fuegos, tendrán que reacomodar toda la producción de gas y
diesel. Pero debo decir algo respecto a Iván. Cuando tiene un accidente industrial, no pierde por
completo la cabeza. para nuestros amigos rusos es sólo un inconveniente mayor, sargento.
Al día siguiente la CIA confirmó ese análisis, y un día después lo hicieron los servicios de
seguridad franceses y británicos.
Todos ellos estaban equivocados.
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