Table Of ContentEL SEGUNDO OBJETIVO (2007)
Mark Frost
Para Lynn
Prólogo
La Guarida del Lobo, Rastenburg, Prusia
Oriental 22 de octubre de 1944
El teniente coronel Otto Skorzeny salió del búnker
media hora después de la medianoche. Descendió solo
por el pasillo exterior, sepultado seis metros bajo tierra,
desolador bajo la luz artificial. El aire, apenas ventilado,
seguía oliendo a tierra y a cemento húmedo. El Führer
había bautizado su nuevo cuartel general, una de las
diez estructuras comunicadas por pasadizos
subterráneos, Die Wolfsschanze: La Guarida del Lobo.
En ese momento, Skorzeny se sentía más bien en una
tumba.
Skorzeny observó la medalla que sostenía en la
mano, la cruz gamada de oro. Acababa de recibir la
condecoración más importante del Reich por su
operación paramilitar más reciente, un golpe incruento
que había reemplazado al regente de Budapest por una
nulidad fascista. Tan sólo un año antes, Skorzeny había
saltado a la fama con su primer éxito, el arriesgado
rescate del dictador italiano Benito Mussolini de su
prisión en la remota cima de una montaña italiana.
Desde entonces había dirigido a su brigada de
operaciones especiales, preparadas personalmente por
él, en media docena de misiones suicidas; eran temidos
y conocidos en toda Europa como «el comando de
Hitler».
La orden que acababa de recibir hacía que tales
misiones pareciesen un ejercicio de entrenamiento.
«Una locura. Es una locura.»
El Estado Mayor le diría después que nadie había
visto a Hitler tan animado desde hacía meses. Por fin
parecía haber superado los problemas de salud y la
depresión que arrastraba desde el atentado organizado
por un cuadro de oficiales de la aristocracia alemana,
que casi le había costado la vida el pasado julio.
«Las anfetaminas estarán funcionando», pensó
Skorzeny, que no se hacía ilusiones ni con Hitler ni con
ningún otro ser humano.
El entusiasmo de Hitler no parecía guardar relación
alguna con la realidad. En menos de seis meses, el
ejército alemán se había retirado desde las costas de
Normandía hasta prácticamente sus propias fronteras.
Con los soviéticos avanzando por el este y los Aliados
preparados para atacar desde el oeste, la mayoría de los
líderes militares consideraba, en privado, que la guerra
ya estaba perdida. Todo lo que le quedaba a la
Wehrmacht era enfrentarse a un brutal repliegue
defensivo hacia Berlín.
Sin embargo, ahora que su imperio se desmoronaba
era cuando Hitler se proponía llevar a cabo la ofensiva
más ambiciosa de toda la guerra. Acababa de presentar
a Skorzeny su plan secreto, un contraataque feroz
contra los Aliados occidentales. Lanzaría las divisiones
que le quedaban contra un sector mal defendido de
Bélgica y Luxemburgo. El ataque, llamado Operación
Niebla de Otoño, pretendía abrir una cuña entre los
ejércitos norteamericano y británico por el oeste hasta
el Atlántico. Si conseguían aislar a los británicos al norte
de Amberes y atraparlos en un segundo Dunkerque, el
Führer creía que los ingleses pedirían la paz y que los
americanos no se atreverían a invadir Alemania en
solitario. Sólo entonces podría concentrar toda su
maquinaria de guerra en Rusia y destruir la amenaza
bolchevique, a la que consideraba el verdadero enemigo
de la civilización occidental.
«El genio comparte una frontera común con la
locura —reflexionó Skorzeny—. Él la ha cruzado desde
la última vez que lo vi.»
El teniente esperó a que terminase la disertación.
Hitler puso las manos en la mesa y se inclinó hacia él.
Su piel parecía ictérica bajo la enfermiza luz de los
fluorescentes. Tomó aire y se le formó un poso de saliva
en las comisuras de la boca; cuando levantó la mano
izquierda para retirarse un mechón rebelde, Skorzeny
advirtió en ella un temblor violento e involuntario. El
Führer se le acercó arrastrando los pies, con el paso de
un anciano y una mano extendida en busca de apoyo.
De pronto toda su vitalidad se había esfumado y sólo
quedaba una frágil cáscara.
«Sí, anfetaminas. Ya es el momento de otra dosis.»
Instintivamente Skorzeny le tendió la mano. Hitler
se agarró al inmenso brazo derecho del gigante rubio y
pareció cobrar fuerzas de él. O quizás esa debilidad no
fuese más que un ardid para ganarse la compasión de
Skorzeny. En cualquier caso, reavivó la lealtad del
hombre al que había llevado de la oscuridad a la gloria.
—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó el teniente.
Cuando supo cuál sería su papel en la Operación
Niebla de Otoño, Skorzeny se quedó sin habla.
De entre todas las fuerzas armadas alemanas, tenía
que reclutar una nueva brigada para que participase en
la invasión: dos mil hombres con una característica
específica en común. Ninguno conocería la verdadera
naturaleza de la misión hasta la noche previa a su inicio.
Todos debían prestar juramento de sangre bajo pena de
muerte, recibir instrucción en secreto, transformarse en
una unidad de comandos eficaz y salir a cumplir un
objetivo que prácticamente implicaba una muerte
segura.
En un plazo de seis semanas.
Eso no era todo. De entre esa brigada debía
seleccionar otro grupo de hombres, no más de veinte de
los más capacitados que encontrase.
A quienes se daría un segundo objetivo.
1
Grafenwöhr, Baviera, Alemania
3 de noviembre de 1944
Bernie Oster llegó a Nuremberg tras viajar toda la
noche solo, en un tren de pasajeros. Llevaba consigo
órdenes clasificadas y selladas, que el día anterior le
había entregado su oficial al mando en Berlín. Le habían
dicho que no hiciera el equipaje y que se vistiese de civil
antes de que los soldados le escoltasen directamente de
la reunión hasta el tren. Tras mostrar sus papeles a los
oficiales de las SS de la estación de Nuremberg, le
condujeron a una sala de espera vacía, donde le
abandonaron sin más explicaciones. Al mediodía,
después de que una docena de hombres se hubiera
unido a su aislamiento, les hicieron subir a la oscura
parte trasera de un camión de transporte.
Les ordenaron que guardaran silencio. Los hombres
apenas intercambiaron miradas recelosas y algún
cabeceo de asentimiento. Aunque ninguno de sus
compañeros de viaje iba uniformado, Bernie dedujo, por
su aspecto y su actitud, que todos eran soldados o
marinos. Sentado solo en una esquina, encadenó un
cigarrillo tras otro mientras se preguntaba de dónde
procederían los otros hombres y qué tenían en común.
Su oficial no le había dado detalles durante la sesión
informativa; sólo que Bernie se había «presentado
voluntario» (sin que le diesen otra opción) para una
misión especial que requería su traslado inmediato.
Quince horas y cientos de kilómetros más tarde, se
hallaba en una zona de Alemania totalmente
desconocida para él.
Poco después de que iniciasen el trayecto en camión,
el pasajero más inquieto articuló las preguntas que
todos se formulaban en silencio:
—¿Qué hacemos aquí? ¿Qué quieren de nosotros?
Bernie no contestó. El riesgo de que cualquiera de
los otros fuese un topo de las SS infiltrado para
supervisar sus conversaciones —o provocarlas con sus
preguntas— era demasiado elevado. Ya tenía motivos
suficientes para temer por su vida. Quizá lo mismo
sucediese con los otros; nadie respondió.
Echó un vistazo entre las costuras de la lona y vio
que la carretera cruzaba un paisaje gris y desolado:
árboles desnudos, campos en barbecho, páramos
desiertos. Durante la segunda hora del trayecto, el
camión torció por un camino alejado que cruzaba un
bosque. Transcurrido medio kilómetro, alcanzaron la
entrada de un recinto rodeado de alambradas y puertas
de acero, que se extendía entre los árboles hasta
perderse de vista.
Parecía un campo de prisioneros. Guardias vestidos
con uniformes desconocidos patrullaban los parapetos
y blocaos. En las torres había ametralladoras con los
cañones apuntando al interior. El estómago le dio un
vuelco.
«Es eso, entonces. Me han descubierto.»
El camión frenó ante las puertas. La lona que cubría
su parte trasera se abrió y dos guardias armados
indicaron a los pasajeros, cegados por la luz tras el largo
viaje en penumbra, que se apeasen a punta de bayoneta.
Un oficial de las SS los escoltó a través de las puertas.
Bernie advirtió que todos los guardias apostados en los
muros y en las torres tenían anchos rasgos eslavos. Oyó
un intercambio de palabras entre dos de ellos en una
lengua gutural y desconocida. Las puertas se cerraron a
su espalda. Bernie se preguntó si las habían instalado
para mantener fuera al enemigo o para encerrarles
dentro.
El complejo parecía haberse construido con
propósitos militares. Había profundas huellas de
tanques en el barro y, a lo lejos, un campo de tiro. Los
guardias los llevaron a unos barracones de techo bajo
construidos con troncos recién cortados, donde habían
dispuesto emparedados y botellas de cerveza para ellos.
Los recién llegados se sentaron en toscos bancos de
madera y comieron en silencio, vigilados por los
guardias. Tras un breve descanso, les condujeron, uno
a uno, a otro edificio situado al otro lado del recinto.
Ninguno regresó. Bernie fue uno de los últimos
hombres convocados.
Dos oficiales de las SS, un teniente y un capitán,
aguardaban tras un escritorio en la única estancia del
edificio, ante una silla vacía. Granaderos de las SS,
armados con metralletas MP40, hacían de centinelas en
la puerta.
El teniente ordenó a Bernie que vaciase el contenido
de los bolsillos en la mesa, la identificación y los
documentos del traslado incluidos.
—También la cartilla militar —añadió.
El teniente metió los objetos en un sobre, que
guarda en un cajón del escritorio. Sin ellos, Bernie sabía
que, en lo que al ejército concernía, él había dejado de
existir. Tenía el corazón desbocado y estaba seguro de
que el miedo que intentaba dominar se le
transparentaba en el rostro. Había temido aquel
momento durante meses: descubrimiento, tortura,
ejecución.
El capitán no alzó la vista de sus notas para mirarle.
El teniente le ordenó que se sentara y empezó a
interrogarle en alemán, siguiendo las notas de un
dossier.
—Soldado de primera Bernard Oster.
—Sí, señor.
—¿Cuál es su unidad?
—División 42 Volksgrenadier, señor. Brigada
motorizada.
—¿Su trabajo allí?
—Soy mecánico de la flota motorizada, señor.
Dependo del cuartel general de Berlín. Me encargo de
los vehículos de los oficiales.
—¿Es ésa su única responsabilidad?
«Aquí viene», pensó Bernie.
—No, señor. Durante este último mes he trabajado
en el gabinete de radio. Como traductor.
El teniente mostró algo del dossier al capitán. Éste
alzó la vista para mirar a Bernie por primera vez. Un
hombre esbelto de treinta y pocos años, cabello negro
brillante y ojos color gris acero que penetraron en
Bernie como rayos X. Con un gesto, indicó al teniente
que se hacía cargo del interrogatorio.
—Usted nació en Estados Unidos —dijo el capitán en
un nítido inglés.
—Sí, señor —respondió Bernie, intentando no
parecer sorprendido.
—Sus padres emigraron allí a principios de los años
veinte, después de la última guerra. ¿Por qué?
—Por lo que sé, entonces apenas había trabajo en
Alemania. Problemas económicos.
—Su padre es químico industrial. Trabajó para
Pfizer, en Long Island.
—En efecto.
—Usted creció y se educó en Nueva York.
—Brooklyn. En efecto, señor.
—¿Cuándo regresó su familia a Alemania?
—En 1938. Yo tenía catorce años.
—¿Por qué?
Bernie titubeó.
—Por la misma razón por la que nos marchamos de
aquí. Mi padre perdió su empleo durante la Depresión.
No tenía medios para mantener a su familia. Como
científico y como ciudadano alemán, recibió una oferta
del nuevo gobierno para regresar y trabajar aquí.
El capitán no mostró reacción alguna. A juzgar por
su expresión, parecía saber la respuesta de cada una de
las preguntas que formulaba. Aquella mirada fija e
impasible le provocaba escalofríos. Cuando las SS se
interesaban por alguien, la persona en cuestión solía
desaparecer, aunque no tuviese nada que ocultar.
Bernie advirtió que tenía las axilas empapadas en sudor.
—Su padre trabaja para IG Farben, en Frankfurt.
—Sí, señor.
—¿Alguna vez ha hablado de su trabajo con usted?
«¿Es eso de lo que se trata? ¿Mi padre? ¿No de lo
que pasó en Berlín?»
—No, señor. Creo que es un asunto clasificado.
—Usted empezó el servicio militar hace dieciséis
meses, cuando cumplió los dieciocho años. No intentó
alistarse antes.
—Aún estudiaba, señor...
—Ni tampoco se afilió a las Hitlerjugend.
El capitán lo taladró con la mirada. Bernie se sintió
penetrado en lo más profundo de su ser; sin duda, aquel
hombre podía leerle los pensamientos que intentaba
apartar de su cabeza. ¿Sabía el capitán que, unos meses
Description:Invierno de 1944. Por primera vez desde el inicio de las Segunda Guerra Mundial un rayo de luz aparece en los cielos de la Europa Occidental: los Aliados llegan a la frontera alemana y la victoria parece proxima. Pero como parte de una ultima ofensiva desesperada Hitler encomienda a una compania de