Table Of ContentEl infierno son los otros.
JEAN PAUL SARTRE, A puerta cerrada
El infierno soy yo
y aquí no hay nadie.
ROBERT LOWELL, «La hora de las mofetas»
Mejor aún. Pregúntate «¿quién demonios eres?».
SUSAN SONTAG, Diarios
I
1
A veces basta tirar una piedra sobre un tejado para que una casa se
desmorone. Emilia vio entrar a su marido con el que debía ser un maestro
de obra, o un pintor o un plomero. Toda la vida él se ha ocupado de las
reparaciones, algo que ella agradece y también odia, porque siempre es sin
aviso, mañana empiezan a pintar la casa, la semana entrante vienen a mirar
esas humedades. Podrías preguntarme, ¿no?, protesta Emilia todas las
veces. En esta oportunidad ella sólo comprendió de qué se trataba cuando el
maestro se fue y el marido entró a su estudio con cara triunfante y le
anunció que estaba pensando remodelar la cocina. Remodelar la cocina
puede ser el fin del mundo, gimió Emilia, abriendo a la vez los ojos y la
boca, y empezando a argumentar, vacilante por la estupefacción, que a ella
su cocina le encantaba, que esa madera era finísima, que le gustaba ese
aspecto viejo de los aparadores, ese aire de lugar usado, que ellos no
necesitaban una cocina nueva, que era un gasto innecesario, pordiós. Pero él
quería tener una cocina moderna, como la de su hermano, donde poder
cocinar con agrado, poder moverse cómodamente. Pero si tú no cocinas,
cocina Mima, suplicó Emilia, anticipándose a la derrota. Y la derrota la
avasalló, como tantas veces, culpable como vive del deseo que la domina
desde hace un tiempo de no hacer sino lo que le dé la gana, lo que no la
incomode.
Y ahora incomódate, eran las palabras que se podían leer en el estandarte
que el marido acababa de clavar en la arena del ruedo. Y Emilia agachó el
lomo.
Acordaron que en quince días empezarían a desmontar la cocina vieja, y
para ese entonces todos los muebles de la sala deberían estar cubiertos, para
protegerlos del polvo, y los objetos a buen recaudo, no sólo para que no se
dañaran, dijo el marido, sino para quitarles cualquier tentación a los
obreros. Pero si nada tiene demasiado valor, había argumentado ella,
dudosa, echando un vistazo a la multitud de chécheres sobre las mesas y en
los anaqueles de la biblioteca, tan profusos y disímiles que, ahora que los
veía como si acabaran de aparecer conjurados por el genio de la botella,
parecían puestos para la venta en una feria de antiguallas. Que tal vez fuera
la ocasión de salir de muchas cosas, dijo él, y de paso salir de tanto libro
que ya leíste o que ya no vas a leer. Emilia lo miró a los ojos, desafiante,
posando de ofendida. A ti qué te van a importar los libros, habría querido
decirle. O ¿tú crees que los libros son para leerlos una sola vez? Pero no
dijo nada porque la relación de ella con sus libros también es ambigua,
problemática. Porque a los veinte, una biblioteca es una ilusión, a los
cuarenta un lugar de plenitud y a los sesenta un recordatorio permanente de
que la vida no te va a alcanzar para leerlos todos.
Eres una acumuladora. Una obsesa. A ver, ¿cuántos de estos de verdad te
has leído? A pesar de la exasperación de su marido, Emilia sigue
comprando libros. Historia de la religión. Novelas. Algo de poesía. Estudios
especializados sobre medio ambiente, sobre violencia urbana, historietas
gráficas. Cuando llegaron a vivir aquí los organizó por género, y algunos
hasta por temas y por orden alfabético. Pero desde hace unos años empezó a
insertarlos aleatoriamente, o a apilarlos sobre una mesa bajo el rótulo
invisible de «no leídos». Pero no leídos son muchos otros de los que están
en las estanterías. A veces se acerca a aquellas pilas, las revisa, vacila entre
ordenarlos o leerlos, y decide siempre lo mismo. Porque ¿cómo pierde
cuatro horas poniéndolos en su sitio, si en ese tiempo puede leer cien
páginas? Se antoja de alguno, lo empieza a leer de manera urgente, para
luego dejarlo muchas veces por la mitad. Por aburrición. Por avidez de leer
otro. Porque un viaje. Porque en realidad quisiera leerlos todos al mismo
tiempo.
Cuando se fue de la casa de sus padres, a los veintidós, Emilia se llevó un
puñado de libros y los ordenó con delicadeza en una repisa de su cuarto.
Eran los que había comprado con su mesada, o sea con la plata de su papá.
Libros que él jamás habría querido leer. Por provenir de esa fuente
monetaria, a ella le parecía que tenían algo espurio: pequeños hijos
bastardos que había comprado con amor pero sin esfuerzo. Todavía
recuerda el día que le pagaron su primer sueldo y de regreso a su casa paró
en una librería cercana y trató de escoger tres o cuatro que no le costaran
mucho, luchando contra su avidez, su inseguridad, su miedo. Porque cuando
se es pobre da miedo comprar libros: exponerse al fracaso, a la frustración,
al arrepentimiento. Una muerte muy dulce, de Beauvoir; El hombre sin
atributos, de Musil, y otros dos títulos que ya no recuerda fue lo que se
llevó a su casa, palpándolos como hacía con los libros de texto del primer
día de colegio cuando era una adolescente. Por ahí, en algún lugar, deben
estar todavía, en esta enorme biblioteca caótica que algún día terminará
despedazada, vendida por kilos, con suerte como parte de alguna institución
barrial. Su amiga Laura le dijo una vez, como un chiste: dónala antes de
morir para que tu marido no se dé el gusto de regalarla. Y sí. Pero ella
quiere creer que su muerte aún está lejos.
Tu estudio parece un campamento guerrillero, dice el marido cada tanto,
y ella aprieta los labios y sube los hombros, medio sonriendo, una manera
de aceptar y de excusarse al mismo tiempo. Sí, lo reconoce. Ella, la estricta,
la ordenada, la exigente, puso un día uno de sus libros fuera de lugar. Y
luego otro, y otro. Y en la gran mesa del estudio vació cualquier noche
todas las tarjetas que le habían ido entregando a lo largo del territorio
nacional y en sus viajes de trabajo al exterior, con el fin de hacer pronto una
selección, pues aunque su deseo habría sido tirarlas todas a la basura, tenía
el temor de descartar alguna importante, que luego le pesara haber botado.
Y ahí están, hace ya meses, primero como presencias incriminadoras, luego
como objetos inocuos con los que todavía puede convivir. Todavía. Del
tablero de corcho que tiene al lado del escritorio cuelgan docenas de post-it,
limpiar el computador, renovar Skype, con nombres y teléfonos, muchos de
los cuales ya no sabe a quién corresponden. Y las revistas que recibe, de
salud, de medio ambiente, literarias, han ido formando una pila en un
costado de la mesa auxiliar. Aquel caos le clava un peso en la nuca, pero
nunca acaba de desterrarlo. Hace de vez en cuando barridos y limpieza,
pero siempre hasta un punto, porque el tiempo y la energía no le dan para
llegar al final. Porque no puedo perder horas y horas sólo en despejar
territorio, se dice. Con tantos libros por leer. Tantos viajes que hacer. Tantas
crónicas que escribir.
¿Qué diría un psiquiatra del caos que ella ha ido sembrando en su
territorio de seis metros por seis? ¿Que es una metáfora de su propio caos?
¿Depresión? ¿Resultado de su obsesión por el trabajo? ¿Un síndrome de
evasión? ¿Mera inercia? ¿Simplemente una muestra de cuáles son sus
prioridades? ¿Una agresión velada contra sí misma o contra los otros?
Piensa en su hermana. Más precisamente en el jardín de su hermana,
simétrico como ella, calculado en sus ritmos y en sus tonos, admirable en su
esforzada belleza, el lila de las hortensias dando paso a las lantanas
multicolores, mínimas, humildes como las margaritas, el blanco y el
amarillo contra el muro por donde trepa la enredadera con sus ipomeas
azules, volátiles, y en el rincón pedregoso las orquídeas con sus bulbos
carnosos, todo eso señalado y nombrado por Angélica con orgullo de
madre. Mira el magnolio, Emilia, todo florecido, y en noviembre, y ella,
repíteme los nombres, admirada y feliz de las palabras, de su música,
lantanas, ipomea, magnolio, pero sobre todo de que algo se ha encendido en
su pecho, quiero tener un jardín así, dedicarle tiempo y entusiasmo, ver
cómo las plantas crecen todos los días. Pero será en otra vida, bromea la
hermana, porque a Emilia las plantas se le mueren, todas, las salvajes y las
delicadas, las de sol y las de sombra, salvo sus violetas de los Alpes que se
las cuida Mima, que tiene mano bendita. Su hermana tiene todo bajo
control, como su jardín, y Emilia la envidia por eso.
2
De un tiempo para acá le cuesta mirar el celular cuando se despierta. La
agobia. Porque la obliga a mirarle la cara al día, porque le recuerda tareas,
porque le hace toparse con la estupidez humana. En realidad, Emilia desea
cada vez menos el mundo de afuera. En la burbuja plácida de su trabajo en
casa encuentra una plenitud que le basta para su día a día. Por eso dilata el
gesto de extender la mano, a pesar de que suena una y otra vez el timbrecito
inquietante de los whatsapp. A esta hora —no le queda duda— ha de ser su
hermana.
Por qué siempre whatsapp, se pregunta. Por qué ya nadie se toma el
trabajo de hacer una llamada. Ni ella misma. Para protegernos del otro,
claro. De la voz ajena, que siempre intimida. O de la aburrición que nos
causan los saludos formales, los detalles, los preámbulos y los epílogos. Y
sin embargo, aun en esa forma simplísima que crea el lenguaje de whatsapp
podemos percibir tonos y estilos. Su hermana, por ejemplo, se expresa a
través de preguntas: cómo amaneció, qué va a hacer hoy, ya habló con papá,
dónde puedo comprar arándanos. Pero también suele contar tragedias: una
muerte, un accidente, un robo en su edificio, la enfermedad de algún
pariente, de un cantante, de un político. En Bogotá o en Hong Kong.
Historias divertidas, pero no para su hermana, que a veces las cuenta a
grosso modo, pero a veces incluye detalles sentimentales, deteniéndose en
ellos. Porque para su hermana la compasión es la atalaya desde la que mira
a su alrededor. Podría decirse que sólo simpatiza con alguien si existe la
posibilidad de que le cause lástima. Los demás son canallas en potencia.