Table Of ContentLlegados a este punto
E L E N A A L O N S O F R A Y L E
narrativa
Llegados a este punto
Elena Alonso Frayle obtuvo el primer lugar en el género cuento del Certamen
Internacional de Literatura Letras del Bicentenario “Sor Juana Inés de la Cruz”,
convocado por el Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de
la Administración Pública Estatal, en 2011. El jurado estuvo integrado por Alberto
Chimal, José de la Colina y Delfina Careaga.
Leer para pensar en grande
ColeCCión letras
narrativa
Elena Alonso Frayle
Llegados a este punto
Eruviel Ávila Villegas
Gobernador Constitucional
Raymundo Édgar Martínez Carbajal
Secretario de Educación
Consejo Editorial: Ernesto Javier Némer Álvarez, Raymundo Édgar Martínez Carbajal,
Raúl Murrieta Cummings, Édgar Alfonso Hernández Muñoz,
Raúl Vargas Herrera
Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez
Secretario Técnico: Agustín Gasca Pliego
Llegados a este punto
© Primera edición. Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México
DR © Gobierno del Estado de México
Palacio del Poder Ejecutivo
Lerdo poniente no. 300,
colonia Centro, C.P. 50000,
Toluca de Lerdo, Estado de México.
ISBN: 978-607-495-174-5
© Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. 2012
www.edomex.gob.mx/consejoeditorial
Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración
Pública Estatal CE: 205/01/29/12
© Elena Alonso Frayle
Impreso en México.
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o
procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del
Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.
A mi madre, por las lecturas, el entusiasmo
y la falta de objetividad. Y por todo lo demás.
Punto de congelación
La primera vez que el hombre de Frostinat llamó a su puerta,
Mónica ni siquiera llegó a abrir. El timbre sonó cuando ella estaba
en la ducha. Acababa de aplicar la mascarilla hidratante sobre el
cabello húmedo y debía esperar cinco minutos para que la crema
hiciera efecto. Nunca sabía qué hacer en ese lapso; demasiado
breve como para cerrar el grifo, envolverse en una toalla y espe-
rar, tiritando y destemplada, de pie sobre la alfombrilla del baño.
Demasiado largo como para pasarlo en la ducha, sin tener otra cosa
que hacer que observar los sedimentos de cal en las juntas de los
azulejos, temiendo siempre que el calentador agotara sus exiguas
reservas de gas y tuviera que terminar el aclarado con agua fría.
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El timbre volvió a sonar, tres notas de un arpegio descendente,
esta vez repetidas en un bis de discreta impaciencia. El baño no
se encontraba lejos de la puerta de entrada, y Mónica pensó que
quienquiera que estuviera al otro lado podía oír correr el agua de
la ducha. Palpó con las yemas la superficie viscosa de la mascari-
lla, y comprobó que no chorreaba demasiado. Cerró el grifo y se
echó una toalla por los hombros, a modo de capa. Se acercó a la
puerta sin apoyar los talones, sintiendo la calidez del roble nórdico
en las plantas mojadas. Contuvo la respiración al espiar por la miri-
lla, como si cualquier señal que delatara su presencia conllevara la
obligación inmediata de abrir. Al otro lado no había nadie. Veía el
fragmento de la madera del pasamanos, los indicadores del ascen-
sor apagados, las paredes del descansillo como muros preñados,
deformadas por el cristal cóncavo del visor. Se habrían cansado de
esperar y se habrían marchado por la escalera, decidió, levemente
intrigada. Le sorprendía que alguien hubiera acudido a su puerta.
Nunca recibía la visita intempestiva de ningún vecino y lo ignoraba
casi todo sobre ellos. Desde que llegó a ese país del norte, hacía ya
casi dos años, se dio cuenta de que el clima afectaba al modo de ser
de las personas. Como si el frío de esas latitudes apremiara a sus
habitantes a buscar refugio bajo techo, entre las paredes domés-
ticas, igual que animales persiguiendo el calor de la madriguera.
A pesar de vivir en un edificio de siete pisos, Mónica apenas coin-
cidía con algún vecino en el portal o en el ascensor; no reconocía
sus caras y era incapaz de ubicarlos en su correspondiente planta.
Las pocas veces que se los encontraba, los saludaba con soltura,
tratando de no tropezar en las aristas de ese idioma ingobernable,
que se le atragantaba como gárgaras glaciales, y obtenía a cambio
corteses inclinaciones de cabeza e impecables buenos deseos para
su mañana. Eran gente reservada, respetuosa en exceso, hasta bor-
dear los límites del desprecio. Ninguna vecina había subido para
pedir un poco de perejil o una pizca de harina, ningún niño había