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Ladrón de almas
Ann Benson
Para Gary con amor
Agradecimientos
Quiero manifestar mi agradecimiento por su ayuda y aliento a mi agente,
Deborah Schneider, a la sublime guía y paciencia de mi editor, Jackie Cantor, y
al apoyo de mi marido y mis hijas, que me fue como siempre ofrecido con todo
cariño. Además, quiero dar las gracias a los muchos agentes de la ley, incluido
mi esposo, quienes me ofrecieron sus consejos profesionales, y al juez del
Tribunal de Menores de Connecticut, quien me ayudó con las complejidades de
algunos procedimientos judiciales. El profesor Arnold Silver fue más que
generoso al facilitarme documentación de su extensa biblioteca.
Nota de la autora
Esta es una obra de ficción basada en parte en hechos reales que tuvieron
lugar en el siglo XV. El barón Gilles de Rais, la figura real en la que está basado
el personaje de Barbazul, cometió los espantosos actos descritos en la sección
histórica de este libro. Fue compañero de armas de Juana de Arco, y en un
tiempo fue el propietario de más tierra en lo que es la Francia actual que
cualquier otra persona tuviese antes o desde entonces. Es verdad que dilapidó su
fortuna en toda clase de excesos aberrantes. Su arresto, juicio, condena y
posterior ejecución están bien documentados, y he intentado hasta donde ha sido
posible describir los acontecimientos tal cual sucedieron en la realidad. Los
jueces, los acusados y las víctimas aparecen con sus nombres reales. La mayor
parte de los otros personajes secundarios son de mi creación. No obstante,
Guillemette La Drappière es el nombre de su ama de cría, aunque poco más se
sabe de esta mujer.
Las partes nuevas de la historia son absolutamente ficticias, pero los policías
de Los Ángeles y Boston aparecen con los nombres de inspectores de policía
reales, tanto en activo como retirados.
Uno
Las bonitas casas de la entrada de Nantes se quedaban atrás rápidamente
mientras entraba en el túnel formado por los árboles; era la peor parte del viaje a
Machecoul. Lejos de la luz, en la oscuridad. No puedes evitar sentirte muy
pequeña entre estos gigantes revestidos de cortezas, con aquellas nudosas ramas
que podían extenderse en cualquier momento, como los dedos del diablo, para
introducirte en el oscuro perfil de algún agujero, donde me fundiría en la eterna
agonía de mis propios pecados.
Como siempre, recé, porque poco más se puede hacer. Dios Todopoderoso,
no dejes que me quiten los pulgares, porque sin mis pulgares no podré sujetar la
aguja, y una vida donde no pueda coser no vale la pena ser vivida.
Con cada nuevo paso, hundía las manos más profundamente en los pliegues
de las mangas. Mis preciosos dedos quedaron ocultos por completo, de nuevo a
salvo.
Encontraron la carta. Las yemas de mis dedos notaron las pequeñas
irregularidades a lo largo de los pliegues del pergamino, a pesar de lo
relativamente reciente de su llegada desde Aviñón. Llegó con otros documentos
importantes enviados por Su Santidad a mi propio maître, Jean de Malestroit,
quien como obispo de Nantes conoce tantos de los más profundos secretos de
Dios. Aunque soy su compañera más cercana, ni siquiera puedo comenzar a
entender los muy importantes temas que Su Santidad somete a la consideración
de Su Eminencia, y en honor a la verdad tampoco lo deseo. Me siento impulsada
por una desesperada urgencia maternal a pasar por alto las preocupaciones del
mundo en favor de los preciosos pensamientos sobre mi primogénito. La fecha,
escrita con la mano fuerte y cariñosa de mi hijo en una esquina, correspondía a
siete días atrás: 10 de marzo de 1440. Me salto la larga bendición del comienzo -
después de todo, él es un sacerdote-y repito el resto en mi mente mientras
camino.
Estas son excelentes noticias, bruscas e inesperadas. Ahora soy amanuense
en toda regla de Su Gracia; ya no debo trabajar a las órdenes de otro hermano,
sino que respondo directamente al propio Cardenal. Cada vez con mayor
frecuencia soy llamado a sus habitaciones para tomar nota de asuntos
importantes. Pareciera como si por obra de algún milagro hubiese decidido
ponerme bajo su protección, aunque no consigo entender por qué me encuentra
apropiado para tanto honor. Me abre la puerta a la esperanza de que pueda ser
ungido con un ascenso oficial antes de lo que podía esperar…
Cuán maravilloso, cuán precioso, cuán… cuán abismalmente poco; preferiría
muchísimo más tener al hombre en persona a mi lado. Pero Su Eminencia Jean
de Malestroit aborrece las quejas, así que no me entregaré a ellas, Dios no quiere
que él me aborrezca por tal debilidad. Continúo con mi recitación, que quizá no
sea muy del agrado de las ardillas y los zorros, mis únicos oyentes. Da a mis
pasos una tranquilizadora firmeza, por muy falsa que pueda ser.
Pienso en ti todos los días y me regocijo al saber que tú estarás aquí, en
Aviñón, dentro de no muchos meses, para ver de primera mano lo preciosa que
ha llegado a ser mi vida. Estoy profundamente agradecido a mi señor Gilles por
su influencia, que permitió conseguir esta posición para mí cuando no era más
que un joven hermano con unas perspectivas muy limitadas.
Mi propia gratitud está teñida de una cierta amargura; la bondad del barón
Gilles de Rais era tal que yo, en un tiempo su aya, debo permanecer aquí en
Bretaña, y mi hijo, prácticamente su propio hermano, está a muchos días de viaje
en Aviñón. Es casi como si tuviese algún propósito al tenernos separados.
Sin embargo, ¿cómo podría ser algo así?
Tienes que informarme más de lo que pasa en Nantes en tu próxima carta,
maman; no hace mucho hemos tenido por aquí a un peregrino que habló de
sucesos en el norte, de las tribulaciones de este gentilhombre, de los triunfos de
dicho señor y de los amoríos de aquella dama; estamos ansiosos por conocer
todas estas noticias. Pero yo mismo me siento especialmente intrigado por saber
el significado de una cantinela que recito; no recuerdo la totalidad de la letra,
pero una parte decía: «Sur ce, l'on lui dit, en se merveillant, qu'on y mangeout
les petits enfants».*
No sé lo que significa, ni, en honor a la verdad, deseo saberlo. Desde luego
no en este momento, cuando estoy en evidente peligro de ser devorada yo misma
por Dios sabe qué vil y monstruosa bestia. Sé mejor que la mayoría que tales
bestias están aquí, a menudo invisibles, con sus malvadas mandíbulas
pacientemente abiertas.
Un bendito rayo de luz se filtra entre las copas de los árboles y titila. ¿Se ha
posado un pájaro en una rama, o ha sido mi aliento, largamente contenido,
expulsado con excesiva rapidez? Siempre estoy desesperada por la luz; todo el
mundo habla con ilusión de un tiempo después del final de las guerras, como si
alguna vez se acabaran, cuando la iluminación dejará de ser un lujo como es
ahora. Pocas veces desperdiciamos la luz no natural en mirarnos los unos a los
otros cuando queda lo más mínimo de luz del día, porque hay usos más sabios;
siempre los hay para las pequeñas gracias de la vida más que para las tonterías
que escogemos para gastarlas.
En una ocasión se suministró luz en abundancia para el placer del barón De
Rais en su residencia de Champtocé, y yo -en aquellos días, madame Guillemette
La Drappière, esposa de Étienne, el leal servidor de mi señor-me podía bañar en
ella casi a placer. Ahora dependo de Dios para que me suministre luz, aunque en
estos días me gusta tanto Dios como antes de que me convirtiera en la Madre
Superiora, o, como al severo Jean de Malestroit le complace llamarme, ma soeur
en Dieu. Una mujer mejor que yo podría apreciar el refugio de una adecuada -no,
incluso pródiga-existencia. Con tantas mujeres que se quedan sin dientes por
falta de comida, tendría que estar muy agradecida por mi buena fortuna. Pero no
es la vida que anhelo, ni la vida que tenía y quería. Sin embargo, cuando mi
amado marido falleció, prácticamente todos excepto yo misma estuvieron de
acuerdo en que era lo mejor para mí.
Mi dulce Étienne luchó bravamente con el barón De Rais bajo el estandarte
de la Doncella en la gran batalla de Orleans en una jornada donde se perdieron
muchos hombres valientes. Una flecha disparada por un arquero inglés le
traspasó el muslo, Dios maldiga su diabólica puntería. Su pierna se infectó,
como a menudo ocurre con las heridas profundas. La comadrona -
desgraciadamente, no teníamos un médico, aunque nadie hubiese dudado en
afirmar que ella era casi tan buena como cualquier físico-insistió en que para
salvarle la vida había que amputar el miembro. Él se negó en redondo.
–¿Cómo puedo yo, un soldado y un leñador, servir adecuadamente a mi
señor De Rais si soy un inválido? – me preguntó.
La suya no fue la honrosa muerte en el campo de batalla que todos los
guerreros desean en lo más profundo de sus corazones, sino un lento deslizarse
en el dolor y la degradación. Cuando finalmente fue llamado para recibir la
recompensa del soldado, mi desatendido puesto en el servicio de la casa del
barón De Rais ya había sido confiado a una mujer más atenta a sus obligaciones.
De haber heredado propiedades, hubiese tenido la seguridad de conseguir un
nuevo esposo. En cambio me aceptó Dios.
Ahora pongo todo mi empeño en ser útil, porque no podría soportar que me
desplazaran de nuevo. Soy la discreta sombra de Su Eminencia, quien como
obispo de Nantes y canciller de Bretaña sirve a dos amos muy exigentes: uno
absolutamente divino, el otro brutalmente mortal. Quién de los dos amos le
gobierna más es algo que a menudo está determinado por los intereses de cada
uno más compatibles con los suyos en el preciso momento, pero en los trece
años de servicios que llevo aquí he llegado a respetarlo profundamente a pesar
de este lamentable fallo de su carácter, que pocos aparte de mí pueden apreciar.
De todas maneras, no es la vida que anhelo.
–Debo ir a Machecoul -le dije aquella mañana-. Debo atender algunas
pequeñas tareas, algunas compras… -le expliqué-. Cosas que solo se pueden
encontrar en aquel mercado.
–El viaje hasta Machecoul no es muy largo, pero quizá tendría que
considerar si no sería más conveniente que fuera una de las jóvenes.
Hice bien en disimular mi enfado.
–Es una buena caminata, pero todo apunta a que será un día muy bonito y
estaré muy bien, estoy segura. Además prefiero escoger las cosas que necesito
yo misma en vez de confiar en los ojos de otro.
–El hermano Damien puede desatender sus obligaciones por un día… Quizá
podría ayudarle a cargar las compras.
Tengo faltriqueras suficientes para todo aquello que quizá compre.
–Le molestará que lo aparten de sus árboles. Y nada de lo que compre será
pesado; necesito agujas, y unos cuantos hilos. Algunas de sus sobrepellizas
necesitan zurcidos con hilos de colores, aquellos que no conseguimos teñir
correctamente nosotros mismos.
–Ah, bueno, de acuerdo, esas son cosas de las que entiendo muy poco,
alabado sea Dios. Se las cedo muy alegremente. – Enarcó las cejas-.Y también
cualquier otro asunto que tenga más allá de las compras.
Esperó mi reacción. Su deseo de presionarme en este punto era tan fuerte que
lo percibí claramente, pero le respondí con un gesto contenido.
–Bien, creo que no hay nada más que decir al respecto, pero tenga cuidado y
no se esfuerce demasiado.
–Por supuesto, Eminencia. No haré nada que pueda perjudicar mis
obligaciones.
–Desde luego -murmuró. Entendí que podía marcharme cuando reanudó la
lectura del texto que tenía sobre la mesa, pero cuando ya estaba a punto de salir,
añadió-: Que Dios la acompañe.
La bendición me hizo sonreír.
Nuestra abadía es un edificio antiguo, y cuando se construyó las personas
tenían los miembros un poco más pequeños que los nuestros, o al menos eso es
lo que se puede deducir de los esqueletos enterrados en nuestras criptas. Se
aprenden muchas cosas de los huesos, y de los dientes; uno de mis hijos tiene un
diente roto que reconocería en cualquier parte. El caso es que las proporciones
de mi habitación, y dentro de ella, la cama, son muy pequeñas. La escogí porque
está situada en la parte del patio, porque la luz siempre es intensa. En el invierno
uno de los hermanos coloca un pergamino aceitado en la ventana para evitar las
corrientes, porque no puedo soportar verla tapada con una cortina durante tantos
meses. La verdad es que no hay mucho que ver, pero hay luz, y no tengo que
sufrir el traqueteo de los carros antes del alba cuando los campesinos pasan por
el otro lado del muro, camino del mercado.
Pero no son siempre las intrusiones del exterior las que estorban nuestro
sueño. Cosas en las que no deseaba pensar habían perturbado mi descanso
durante los minutos de una larga e inquieta noche -fantasmas, demonios,
horribles monstruos en el bosque oscuro-, las pesadillas de una niña en las garras
de una bruja imaginaria. He dejado muy atrás el tiempo cuando las
menstruaciones que se agostan obligan a una mujer a levantarse con los ojos
muy abiertos en plena madrugada para después caminar arriba y abajo en un
estado de agitación hasta que canta el gallo; aquellas indignidades vinieron y
pasaron, y ahora mi sueño pocas veces se ve interrumpido, ya sea por la desvela
o los sueños. Pero cuando me desperté esta mañana, tenía los párpados pegados.
Sin duda había llorado durante lo poco que había dormido, pero no recordaba
haberlo hecho.
A menudo me arrodillo junto a mi camastro a la hora de dormir, cierro los
ojos muy fuerte y uno las manos como haría una niña. Dejo abierta la puerta de
mi habitación, así si alguien pasa creerá que estoy sumida en lo que pareciera un
ferviente éxtasis religioso. La mayoría de las veces lo hago solo por las
apariencias, pero anoche mi devoción bordeó el frenesí mientras suplicaba a
Dios que permitiera a madame Le Barbier encontrar a su hijo, si Dios no es la
cruel burla que últimamente creo que es.
Mientras guío a la columna de mis hermanas de regreso al convento para
desayunar, el padre Damien me alcanza.
–Dios la bendiga, madre.
Siempre me llama madre como si lo dijera de verdad. Le estoy infinitamente
agradecida.
–Y a ti, hermano.
–Hace un día precioso, ¿verdad? Aunque un poco frío. La noche fue fresca.
Tiene un entusiasmo un tanto irritante, pero no es más que una manifestación
de su vitalidad juvenil, y por lo tanto absolutamente comprensible. A menudo
me olvido de que es un sacerdote; sin los hábitos sería un joven caballero en la
flor de la edad; de haber tenido algo más que heredar de su familia, quizá ahora
tendría una pequeña finca de su propiedad. Para ser un hombre que no había
escogido su propia vocación, realizaba sus tareas admirablemente, y con un
vigor exasperante.
–Cuando tengas la edad que tengo yo, no te agradará tanto como ahora el
helor de la mañana -le prometí-. Pero el sol no tardará mucho en calentar.
–Es algo de agradecer. Su Eminencia dice que hoy iréis a Saint-Honoré. Una
parroquia muy bonita. Pero me sorprendió que nuestro maître os concediera el
permiso.
Así que Jean de Malestroit ya había ordenado a este joven que me
acompañara. Aunque fuera extraño, me sentí complacida por un momento, es
decir, hasta que me dominó el enfado.
–Esta es una toca, no una cadena -repliqué-. ¿Es que no puedo ir de viaje allí
donde escoja?
–Bueno, con la paz tan cerca, me preguntaba la razón.
–No hay ninguna razón más allá de la compra de algunas cosas necesarias -
respondí después de una pausa.
–Ah. – Esbozó una sonrisa cómplice-. Solo preguntaba por qué esta mañana
parecéis… sin fuerzas. Cansada, quizá. Como si cargarais con un peso.
No me había mirado en nuestro único espejo, pero supuse que las lágrimas
derramadas mientras dormía habían dejado sus huellas en mi rostro. Agaché la