Table Of ContentÍndice
Portada
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo I. Una invitación de boda, un caramelo envenenado
Capítulo II. Embarazadísimos
Capítulo III. La confianza no debería dar asco
Capítulo IV. En la mesa
Capítulo V. El mundo laboral
Capítulo VI. Recibir en casa
Capítulo VII. Un duelo
Capítulo VIII. Depredadores emocionales
Capítulo IX. En la calle
Capítulo X. El abuso de la educación ajena
Créditos
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A mi hermana María Eugenia, representante
de la bondad y la fortaleza, una de esas pocas personas que
han podido con la vida, y no la vida con ellas.
También por ser compañera de infancia y, sobre todo,
cómplice. Mujer que, desde la cima de la generosidad,
es capaz de distinguir las personas bien intencionadas
de las que no lo son. A estas últimas, con la autoridad
que otorga la grandeza de alma, sólo con una mirada puede,
sin inconveniente alguno, ponerlas
en su lugar
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Prólogo
Mentiría si ocultara que al acabar este libro me he sentido liberada, y no porque tuviera
ganas de terminarlo, puesto que lo he pasado muy bien mientras lo escribía. Tampoco,
naturalmente, pensando que éste va a ser, precisamente, el libro que hacía falta para
corregir todo tipo de desmán en lo que a la educación y sensibilidad —que viene a ser lo
mismo— se refiere. Nada más lejos de mi ánimo que, al igual que todos los iluminados,
creerme alguien con mensaje mesiánico. Por consiguiente, decir que, ni de lejos, pienso
que no hará falta más que adentrarse en los capítulos de este ejemplar para cambiar, de
manera radical, los hábitos que hoy en día utilizamos para mantener esa especie de
convivencia —por llamarlo de algún modo— que habitualmente mantenemos con
nuestros semejantes. Ahora, puedo tener la certeza que, en lo que a mí respecta, el
hecho de haberlo escrito ha colmado la necesidad que sentía de plasmar en sus páginas
una radiografía. La radiografía de la sociedad imposible en la que vivimos y la cual,
debido a la falta total de autocrítica, llegamos a considerar normal, cuando no se trata
más que de una sociedad putrefacta y enloquecida en la que el hortera —en general,
económicamente poderoso— ha triunfado, ya que con su poder crematístico ha llegado a
someternos y en la que, como no es difícil de suponer, la ausencia de la más elemental
educación es sólo moneda de cambio.
Con esta radiografía realista hasta el extremo de rozar la crueldad por constante que
sea el sentido del humor con la que intento revestirla —creo que el humor, especialmente
en estos tiempos que corren es, también, una forma de educación— he tratado de
describir todas y cada una de las vicisitudes por las que atraviesa la familia formada por
María, Carlos y sus hijos. Con ello pretendo, sobre todas las cosas, denunciar. Y
denuncio muchas de las actitudes despreciables que, cada día, estamos obligados a
padecer sin que nadie ose levantar su voz para, a la vez que pega un puñetazo en una
mesa, decir ¡basta! Puede que no lo hagan pensando que no se trataría más que de un
acto baldío como es el predicar en el desierto. Es lo mismo. Predicaremos en el desierto
pero a los cuatro vientos; alzaremos nuestra voz para afear la conducta de todos aquellos
que han cambiado el ser por el tener; que sólo rinden pleitesía al becerro de oro; los que
se mueven cerca de los poderosos implorando su amistad o lo que es lo mismo: A los que
buscan sin tregua codearse con los que están en la cresta de la ola olvidando a los que ya
dejaron de estarlo. Y, por supuesto, dándoles igual las razones —muchas veces más que
oscuras— por las que han alcanzado ese puesto en el ranking «de los más...». También a
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todos los que están convencidos de que «todo vale» —en realidad, por casi nada—. Esos
que, además de haberse prostituido, ni tan siquiera lo saben porque han perdido el norte
y ya no son capaces de distinguir entre el bien y el mal...
Y hay que seguir denunciando, por mucho que sea clamar en el desierto, a todos los
que creen que, por el simple hecho de cuidar tus maneras: ser amable, en principio, con
todo el mundo; hablar en un tono de voz bajo; atender a lo que dicen los demás, han
decidido que tú eres una pobre idiota a quien se le puede tomar el pelo sin disimulo
alguno. Una persona con la que no tienen por qué tener el menor detalle puesto que
jamás serás capaz de hablar mal de ellos y, en definitiva, de reprocharles su conducta por
algo tan sencillo como que cuentan con tu buena educación que piensan inquebrantable y
vitalicia; a los que les trae al pairo —por el mismo motivo que no es otro que el de jugar
con tu sensibilidad— que tú des importancia a las maneras a la hora de sentarte en una
mesa a comer. Ellos seguirán comiendo como les venga en gana, es decir, de manera
vomitiva. Tampoco respetarán tu espacio, tu intimidad, esa a la que todo el mundo tiene
derecho. Ellos te abruman, te quitan el aire que te corresponde como individuo e
irrumpen en medio de tu existencia con sus palabras malsonantes, con sus frivolidades
que tú no quieres oír o bien imponiéndote los gritos o los ruidos que detestas pues aún
están por educar.
No puede decirse que La buena educación sea más que una denuncia. Es decir,
suponemos que nadie podría calificarlo de amenaza. Ahora bien, es cierto que en última
instancia yo misma y, en nombre de tantas personas a las que conozco y sé que
represento, recomiendo una convivencia pacífica como es lógico. Sin embargo, a la vez
dejo claro —muy claro— el error que, debido a nuestras buenas maneras, ha conducido
a muchos a un más que grave malentendido: creer que somos unos seres débiles. De este
modo, y para que nadie en el futuro pueda llamarse a engaño, manifestar que somos
legión los que nos sabemos capaces de ser tan groseros, gritones, ordinarios, sucios,
soeces, ramplones, cotillas, viles, ególatras, envidiosos, mezquinos y faltones que
aquellos que, de manera interesada, desconocen que lo somos. De ahí que nadie se
extrañe de que, en el hipotético caso de persistir en su mala educación, declaremos la
guerra. Y, como todo el mundo sabe, la guerra es la guerra y además es para todos. El
que avisa no es traidor. ¡Allá ellos! ¡Que se atengan a las consecuencias...!
BEGOÑA ARANGUREN
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CAPÍTULO PRIMERO
Una invitación de boda, un caramelo envenenado
María y Carlos forman un matrimonio al que podríamos calificar de bien avenido. De la
pasión loca de los primeros tiempos pasaron a una convivencia agradable en la que prima
el cariño. Tuvieron tres hijos: Paloma, Javier y Carlos. Paloma se casó hace un par de
años con un buen chico que, al parecer y de momento, la hace feliz. Carlos se
independizó hace cosa de seis meses y comparte apartamento con una novia (debe de ser
partidario de variar con frecuencia de chica). Y por último está Javier, quien, por carácter
ya que por economía podría, perfectamente, seguir los pasos de su hermano, sigue
viviendo en casa de sus padres.
Cuando digo que vive es que se trata de alguien que no utiliza la casa de sus padres
como si fuera la fonda del sopapo. Sólo para su conveniencia, no. Javier se deja ver a
diario a una u otra hora y charla con sus progenitores. Los tres se comunican con cariño
y fluidez. También es agradecido y considerado. Siempre está dispuesto a colaborar en
cualquier tarea de la casa y, por supuesto, a hacerles un favor. Su manera de ser se
parece mucho a la de su padre. Tal vez por eso, la relación con su madre le resulte más
fácil. Pero dispone de la suficiente madurez y mano izquierda para tener también
contento a Carlos, al que entretiene con sus conversaciones. El padre, pese a que toda su
familia provenía de Navarra, estudió Económicas en Madrid. Allí, en la capital de aquella
España franquista y a través de unos amigos comunes, encontró a María. Una verdadera
monada: dulce, tierna y muy espabilada para la época. Además, había que concederle el
mérito de su incuestionable tenacidad pues, viniendo de una clase social media alta en la
que el hecho de que una chica estudiara una carrera no era impensable pero sí muy
infrecuente, había obtenido al final el permiso de su padre para acabar Magisterio. La
madre puso más pegas, pero ella las supo lidiar sin mayores problemas.
Carlos comenzó a trabajar en cuanto acabó la carrera. Necesitaba independizarse y
dejar de ser una rémora para sus padres. Además, quería casarse. Por entonces el sueño
de toda persona enamorada era casarse. «Seguramente, si nos hubiéramos podido
acostar unos con otros no habríamos tenido tanta prisa. Y por supuesto, muchos de los
que contrajeron matrimonio entonces no lo habrían hecho jamás. ¡Es que, objetivamente
hablando, no es justo que un apretón y, en último término, la urgencia de un polvo mal
echado te condicionen para siempre la existencia! Es ésta una realidad en la que hemos
pensado todos y cada uno de los hijos de la España del nacionalcatolicismo. Lo que
ocurre es que el hecho de que en la actualidad los matrimonios formados por personas un
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par o tres generaciones posteriores a la nuestra —rumiaba María— sigan haciendo aguas
por todas partes, nos desconcierta hasta un punto difícil de describir con palabras.»
Porque, claro, hablamos de unas parejas en las que todo acaba por ser naufragio después
de largas etapas de convivencia.
Dado que tenía un buen expediente académico y, además, corrían los tiempos del
desarrollo y la expansión en España, Carlos no tardó nada en encontrar trabajo en una
empresa importante, en la que fue escalando puestos hasta llegar a la Dirección de
Comunicación, cargo que ocupa en la actualidad. Por supuesto, es muy consciente de
que ha llegado a su techo. Pero para el tiempo que le queda para jubilarse no le merece la
pena mover un dedo con la intención de buscar otro acomodo. Es respetado y querido,
todo lo querido que uno puede ser en una empresa que es algo incoloro, inodoro, sin
entidad. Por eso, con sus altos y sus bajos, se sentía razonablemente cómodo en ella.
Cuando atravesaba una temporada algo melancólica le daba por decir que no había
llegado, en lo que al mundo laboral se refiere, tan lejos como él mismo había calculado.
María, su mujer, poco a poco fue convenciéndole de que había cumplido las expectativas
con creces. Para ella vivir para trabajar era un sinsentido completo. Como no era
ambiciosa y quería a su marido, siempre se encargaba de hacer hincapié en que habían
vivido muy bien. Sin grandes lujos, repetía, convincente, pero muy bien, que era de lo
que se trataba. Además, ella sí que podía recriminarse el no haber ejercido jamás su
carrera. Lo cierto es que los niños fueron llegando y, como en tantos otros casos, fueron
absorbiendo su tiempo de manera natural pero por completo. Por eso no encontró nunca
el momento de trabajar. Además, lo cierto es que no tuvieron necesidad de contar con
otro sueldo. Pese a que en cierto momento esto le llegó a parecer injustificable, ahora se
alegraba muchísimo de que se hubieran desarrollado así las cosas. Las circunstancias le
habían permitido tener un trato muy estrecho y satisfactorio con sus hijos. Y ésta es una
etapa que nos parece eterna pero que no lo es tanto. Cuando menos te lo esperas, los
hijos pasan de adorarte, como todo niño pequeño adora a su madre, a juzgarte. Y, según
parece, a no perdonarte nunca como decía siempre su hermana Paula, mucho más
progresista y moderna que ella.
Es verdad que, puestos a ser autocríticos, desde una sinceridad profunda que
apenas se concedía a sí misma, pensaba que a diferencia de lo que oía decir a sus
hermanas, a algunas de sus amigas y también en la peluquería, donde tantas mujeres
acuden a compartir sus cuitas como si se tratara de la consulta de un psicoanalista, María
echaba de menos a lo largo de su vida matrimonial algo que si no es fundamental, cuando
comienzas a ver los mejores años de la existencia con cierta lejanía, puede tener más
importancia de lo que, a primera vista, parece: las relaciones sociales.
Carlos era un hombre pacífico y culto. Por un lado, muy cumplidor con todo lo que
tuviera relación con su trabajo y, por otro, enormemente casero. Para él, estar en casa
era una fiesta. Como buen melómano, pasaba las horas muertas escuchando ópera o
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música clásica en su estupendo aparato que, con los años, había ido mejorando con
nuevas tecnologías.
También era un lector impenitente, lo que le había proporcionado una vastísima
cultura. Para colmo gozaba, por lo general, de un humor envidiable. A pesar de que lo de
salir a cenar o a almorzar con unos amigos de la oficina o con un grupo de matrimonios
que conocía de la carrera le parecía un verdadero infierno y se zafaba de ello a la primera
de cambio era, para los más próximos, un excelente conversador. De cualquier pequeño
comentario que hiciera María o alguno de sus tres hijos, era capaz de sacar un tema de
conversación interesante.
Es verdad que en los últimos años ella había notado que su marido se esforzaba
mucho más en quedar como la persona brillante que era delante de sus hijos y, por
supuesto de su yerno, olvidándose de ese afán cuando ambos estaban solos, mano a
mano. Algo que iba siendo, cada vez, más frecuente. Probablemente, piensa María,
perdieron una ocasión de oro para reanudar relaciones con amigos de la carrera, de los
primeros años de casados, etcétera, cuando se casó Palomita. Pero, además de haber
dicho Carlos una y mil veces que no entendía esas bodas multitudinarias puesto que, en
su opinión, se trataba de un acto que exigía una dosis de intimidad nada desdeñable, sólo
un mes antes tuvo lugar la muerte de su padre.
Naturalmente, si María intentaba abrir el círculo de la gente que les rodeaba en la
medida en que le fuera posible invitando a unos cuantos amigos a la boda, la muerte de
su suegro en aquellos momentos hizo que decidieran incluso desconvidar a todas las
personas que no fueran el novio con sus padres y hermanos y ellos con sus propios hijos.
Finalmente no dieron ese tan drástico paso y acudieron al enlace algunos primos ya
invitados y los amigos de los novios que estaban previstos. La boda en sí resultó muy
bonita y emotiva. Según Carlos, la única razón del éxito estribaba en su intimidad. Por
eso estaba encantado de poder confirmar su teoría al respecto. Desde entonces, ya su
idea sobre las bodas dejó se ser una opinión para convertirse en una máxima. Y ella, la
verdad, a pesar de que confiesa que, de vez en cuando, echa en falta el hecho de salir a
cenar fuera con alguna pareja amiga o algo semejante, reconoce que en ese asunto en
concreto su marido tiene razón.
—Carlos —sube de la calle con el correo entre sus manos—, mira qué sobre crema
dirigido a ti y a mí... bueno, a nosotros, traigo conmigo. Esto debe de ser una invitación.
—Creo, María —contesta Carlos, socarrón—, que últimamente estás obsesionada
con invitaciones y acontecimientos varios. Ya lo hemos hablado mucho. Si no hemos
llevado a cabo ningún tipo de vida social y, como quien dice, estoy a un paso de
jubilarme... Si no nos han invitado nunca, ¿quién puede tener interés en requerir nuestra
presencia a estas alturas?
—¡Pues esta vez te has equivocado, querido! Mira, no sólo es una invitación de
boda normal sino muy rimbombante.
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—¿Y qué es para ti rimbombante? Nunca he sabido que existieran diferentes
categorías entre las invitaciones de boda...
—¿Cómo que no sabías? ¡Lo tuyo ya es pura dejadez! —replica María no sin cierta
guasa—. Puedo no ser el colmo de la inteligencia, pero sé, por poco que pueda haber
asistido a ellas, que hay bodas mejores y peores.
—Lo que ignoraba es que las invitaciones pudieran ser más o menos rimbombantes.
Te recuerdo que ha sido la palabra más fea que te he oído utilizar en los últimos tiempos.
Enséñamela, anda.
—Ten. —Ella alarga la mano para darle la invitación, con una aparente displicencia,
como diciendo: «Esta vez te has pasado de listo y te he cazado...»
—¿Y qué es lo que encuentras anómalo o especial en esta invitación? A la izquierda:
Fulano de Tal y Mengana de Cual, los padres de la novia, y a la derecha, también arriba:
Perico de los Palotes y Zutana del Pirulí, los padres del novio, tienen el gusto de
participarle el enlace de sus hijos Teresa y Joaquín y de invitarle a la ceremonia que se
celebrará el día X de X de 2007 y a la cena que tendrá lugar a continuación en los
salones del Hotel Ritz de Madrid.
S.R.C. ¿Es que no todas las invitaciones de boda son así?
—¡En absoluto, querido! ¡Qué va! Se nota que no te enteras. Es que ésta es muy
tradicional, lo que a ti te va, lo que te gusta. Pero existen otros mil modelos considerados
más progresistas: desde las que dibujan a mano dos palomitas con unos aros entrelazados
en el pico y te sueltan una declaración de principios: «Queremos que te enteres de que
nosotros dos, como nos queremos tanto, vamos a juntar ante Dios nuestras vidas para
que Él tenga a bien bendecirlas y desearíamos, por tanto, contar con tu presencia, pues
sabemos que nada que a nosotros nos concierna puede ser para ti indiferente...»
—¡Qué cursi eres, mujer! ¿Cómo va a haber alguien normal que te haga llegar ese
tipo de misiva a tu casa?
—Yo no te he dicho si son normales o no. Lo que te aseguro es que, todos aquellos
que se las dan de modernos, envían encantados cosas de ese tipo. Pero aún no me has
dicho lo más importante. ¿Quiénes son los que nos invitan? —pregunta María,
impaciente.
—Buena pregunta, sí señora. Y es que me ha sorprendido muchísimo...
—¡Qué misterioso eres, Carlos! Dilo de una vez. ¿Quiénes son?
—Es rarísimo. Se trata de la boda de la hija de un compañero mío de colegio. He
tardado un tiempo en darme cuenta. ¡Como es algo tan inesperado!
—Pero... ¿cómo va a ser del colegio? Será de la universidad, digo yo. O ¿es que has
visto a ese compañero tuyo hace poco en algún sitio?
—Ni le he visto ni le veo desde que dejamos ambos los jesuitas. ¡Qué raro! —
comenta Carlos muy, muy sorprendido.
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