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Pancracio Celdrán Gomá riz Inventario general de insultos
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Pancracio Celdrán Gomá riz Inventario general de insultos
© Pancracio Celdrán
© Ediciones del Prado, de la presente edición, noviembre 1995
Cea Bermúdez, 39 - 6º
28003 Madrid
I.S.B.N.: 84-7838-730-7
D.L.: M-39543-1995
Impreso en España
Printed in Spain
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Pancracio Celdrán Gomá riz Inventario general de insultos
A modo de dedicatoria
In memoriam
A mi madre Dolores Gomariz Reyes de Celdrán, que tenía mucho de la gracia canaria y la sal
gaditana en el acento y el discurso cuando mostraba hacia sus hijos el enojo o el enfado, empleando
pintorescos términos y voces, algunos de los cuales aquí se recogen.
A mi padre Manuel Celdrán Riquelme, pianista de cine mudo y de varietés; excelente profesor de
piano; compositor de canciones enraizadas en la tradición musical española, y de piezas sacras; que
musicó tantas coplas simpáticas y escribió la música de El chulo del barrio, juguete cómico o número
arrevistado lleno de chistes, de ocurrencias y chascarrillos verbeneros en los felices años veinte, con la
colaboración de su amigo Alejandro Casona.
A mi suegro Leo Arié Green, a quien como buen austriaco resultaba imposible reprimir la carcajada
ante un dicho gracioso o un insulto fino, y que elogiaba la capacidad española y la riqueza de nuestra
lengua para generar e hilar injurias e improperios.
A mi abuela política Luzi Lea Itzkowitz, que exteriorizaba el regocijo y batía palmas ante lo
logrado de una frase pretendidamente ofensiva, aunque como alemana se debatiera entre la conveniencia
de mostrar circunspección, y las ventajas de desembridar su entusiasmo ante lo gráfico de ciertas
palabras.
A ellos cuatro, que supieron vadear el río de la vida con rectitud y elegancia. A ellos, digo, para que
desde allí donde están, a la derecha mano de Dios, celebren alegres la aparición de este libro con cuya
lectura tanto se hubieran complacido.
Madrid, noviembre de 1995
Pancracio Celdrán Gomariz
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Pancracio Celdrán Gomá riz Inventario general de insultos
Introducción
El insulto, como de su etimología se desprende, es siempre un asalto, un ataque, un acometimiento.
Es término derivado de la voz latina assalire: saltar contra alguien, asaltarlo para hacerle daño de palabra,
con claro ánimo de ofenderlo y humillarlo mostrándole malquerencia y desestimación grandes, y
haciéndole desaire.
Debemos distinguir en él tres grados. La insolencia, mediante la cual perdemos a alguien el respeto,
siendo acto que puede llevarse a cabo de palabra, de obra, e incluso por omisión, mediante un gesto, una
mirada, un silencio, con lo que exteriorizamos desdén y desaprecio. El improperio, que es injuria de
palabra, sinrazón que se le hace a alguno sin justicia ni causa, mediante dicterios y achaques en los que
echamos a alguien en cara lo que él quería mantener en secreto, o cuya divulgación buscaba impedir. Y la
injuria, ultraje verbal o de obra, mediante maltrato o desprecio. El insulto inmerecido, cuando no hay
razón para el improperio, es ofensa. Cuando el insulto hace honor a la realidad del insultado, más que
ofensa es falta grave a la caridad con que debemos acoger a las personas. Por lo general, el animus
insultandi, o voluntad maldiciente aflora en el temperamento hispano en ambiente y caso jocosos, para
hacer gracia de alguien a fin de reírse todos de él; es una de las formas más fértiles de mostrar el ingenio
quien lo tuviere, y de enseñar su mala índole o mala baba quien es radicalmente malo y cruel.
La tradición hispánica, y su experiencia en relación con el amplio y complejo mundo del insulto, la
singularidad de sus tontos, pícaros y mentecatos, bobos, truhanes y necios de todo pelaje, es numerosa y
abundante en palabras y frases, en casos y anécdotas graciosas que han pasado a la historia no oficial, a la
historia pequeña, menuda y popular. De esa riqueza extraeremos los insultos más sonoros y gráficos, más
extendidos, populares antaño, algunos olvidados hogaño, todos exultantes de vida expresiva.
Recalaremos, asimismo, en algunos personajes y bobos de renombre que han pasado a la lengua
cotidiana; tontos insignes en su tontería, cuyas hazañas han quedado plasmadas en breves comparaciones
populares. Son muchos, y seguramente no están todos los que fueron. Pero sí los que más hondo calaron
en el ánimo popular.
Como la Biblia afirma, en lo que a los tontos respecta, cada día que amanece el número de bobos
crece, por lo que su número es infinito. El sabio rabino de Carrión, Shem Tob, en sus Proverbios morales,
mediado el siglo XIV, se hace eco de esa misma realidad, y utilizando la voz "torpe" como sinónimo de
necio, afirma:
Que los torpes mil tantos
son (más) que los que entyenden,
e non saben en quantos
peligros caer pueden.
Cuenta Melchor de Santa Cruz, en su Floresta Española, que cierto caballero que reñía con un
hombre tenido por necio, dijo a éste cuando iba a darle en la cabeza con una maza de majar, que llaman
majadero: "Tenéos, que sóis dos contra uno". Y Baltasar Gracián, en su Oráculo manual, asegura: "Son
tontos todos lo que lo parecen, y la mitad de los que no lo parecen".
El refranero, por su parte, asegura como dogma de fe que cada lunes y cada martes hay tontos en
todas partes. Y es verdad. Como también es infinito el modo de manifestarse la tontez, tontuna o tontería,
que no es sino la calidad o ejercicio de este arte inútil. En castellano, el número de frases hechas o
expresiones adverbiales con protagonismo suyo es grande. El tonto ha dado en ser paradigma del insulto
leve. Como sujeto inofensivo e inocuo, al tonto hispánico, como el tondo, el minchione, rintontito o mero
stùpido italiano, sólo se le achaca lentitud de entendimiento. La voz en cuestión es término paradigmático
del insulto y del agravio en todos los idiomas y en todos los tiempos, siendo atemporal y universal su
presencia. No hay lugar ni momento de la historia que no haya contado con un nutrido escuadrón, con una
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abigarrada tropa de memos, imbéciles, alelados, bobos, estúpidos y gilipollas, todos los cuales han hecho
alarde a lo largo de sus vidas más que de su malicia, de su innata torpeza y limitación intelectual. A esa
limitación de la razón alude la lengua alemana cuando habla del tunte; o el húngaro, cuando describe al
bobalicón y palurdo, a quien denomina tandi. Los clásicos griegos se referían a los tontos con la voz
aglaros, por su aspecto embobado de eterno deslumbramiento. Habitan el campo semántico del tonto
especímenes y personajillos como Abundio y Pichote, Cardoso y el cojo Clavijo, Perico el de los Palotes,
Panarra y Pipí, el tonto de Coria, el del Bote, el de Capirote, acompañados por el genial tontaina que tuvo
la ocurrencia de asar la manteca, o el tonto bolonio que creyéndose una lumbrera se pasaba de listo.
Pero no es en esta limitación de las facultades del espíritu donde únicamente se ceba con su dura
carga semántica la voz ofensiva, el término insultante, la palabra injuriosa. No es el mentecato, el bobo o
el imbécil lo único que reluce. Es más: los insultos que apelan a la cortedad del ingenio, o carencia
absoluta de luces son los menos graves, por ser a menudo los más obvios; como también lo son
seguramente los nacidos de la mitomanía o la necesidad de mentir. El animus insultandi hispánico se
explaya o acomoda mejor cuando se trata de ofensas o achaques, de improperios y agravios de otra
naturaleza. El ingenio ibérico brilla y se luce cuando arremete contra el marido engañado, o se mete con
el desviado sexual. Peor cariz toma el insulto que nace de creerse uno mejor que otro, o de creer a otro
peor que uno; la peligrosa ofensa de connotaciones racistas o xenófobas, en que se tiene en cuenta el color
de la piel, los factores sanguíneos, la religión o la cultura. Siempre me ha sorprendido la forma de
insultarse gravemente que tienen ciertas tribus bereberes, entre cuyos aborígenes cuando alguien quiere
agraviar a otro le llama con asco haddad ben haddad, sintagma que en árabe no significa nada
particularmente grosero: "herrero, hijo de herrero" ; sin embargo, la ofensa estriba en que el oficio
descrito era sólo desempeñado en el sur de Marruecos, y el sahel u orilla del desierto por los indígenas del
Sahara, despreciados como parias, a pesar de que también ellos eran seguidores del Profeta y observaban
su ley, y la del libro sagrado del Corán. Tremendo cariz toma el alma de quien se complace en contemplar
el escarnio ajeno, como apunta Juan de Zabaleta en su curioso librito El día de fiesta por la tarde,
publicado a mediados de 1664, donde se lee: "¡Oh dulcísimo sabor el del escarnio ajeno...! Gustamos de
los defectos de los otros, porque parece que quedamos superiores a ellos...".
Y más negro pelaje es, aún, el de la ofensa que se centra en el honor, en la conducta, en el
pensamiento, en el convivir, que retratan al individuo que abusa de sus semejantes, haciéndoles daño de
forma gratuita; sujetos que para asomarse al otro lado de la valla y así sobresalir ellos, y para que los
vean, se sustentan sobre las espaldas o los hombros de los demás, a los que luego ignoran e incluso
zahieren. Es ahí donde sale a la luz lo más obscuro del hombre, su capacidad más granada para hacer
daño.
Encontrará el lector amigo en esta mezcla de inventario y diccionario histórico del insulto
castellano, el calificativo para todo tipo de conducta miserable, mezquina y deshonrosa. Toda suerte de
ladrones y maridos aparentemente engañados; chulos destemplados; soberbios montaraces; granujas
disculpables; pobres hombres arrinconados por la vida, que han hecho el ridículo a su pesar. Por aquí
desfila, enseñando sus bilis y lacras, el nutrido y abigarrado batallón de las miserias del alma en forma de
palabras y palabrotas, cantos rodados de la historia de la lengua y sus hablantes. Hombres y mujeres a
quienes esa distinción de sexo ha condenado a menudo a la sordidez y a la miseria: los insultos,
improperios y agravios relacionados con la sexualidad son numerosos y acerados. Mujeronas aguerridas,
y mujerucas olvidadas en los meandros y recodos del río de la vida; muchachos desamparados, pobres
pícaros y randas al servicio de reinonas, caciques y capitostes del hampa y la mala vida. También ha
generado insultos el hambre, que aguzó el ingenio haciendo al hombre avispado, para que pudiera
aprovecharse de quien no lo es tanto. Nutrida tropa es la de los gorrones, parásitos y chivatos, sablistas y
mangorreros, jaques y valentones, chulos y rufianes..., porque el hombre ha hecho siempre lo imposible
por vivir de los demás, llevando en el pecado la penitencia del insulto, forma lingüística de rendir cuentas
ante la sociedad. Mucho de cuanto la historia ha creado en forma de insulto, está aquí, lector amigo.
Sonríe si te reconoces a ti mismo en alguna de estas voces, y pon remedio; y sonríe también, compasivo,
si reconoces a alguno de tus vecinos, allegados o amigos que dejaron de serlo o siguen siéndolo, como yo
hago ahora pensando en tantos como han pretendido hacerme daño sin conseguirlo ciertamente. No
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olvides que injuriar no está al alcance de cualquiera, y que a veces es cierto el dicho ciceroniano:
Accipere quamfacere praestat iniuriam; que en castellano vale: "Mejor cosa es sufrir el insulto y padecer
una injuria, que hacerla uno". Sócrates, habiendo recibido en cierta ocasión un insulto, seguido de
puntapié, exclamó, no dándose por aludido: "¿Acaso si me hubiera dado una coz un asno, me enfrentaría
a él...?".
Así pues, lector amigo, que tienes en tus manos este libro, di conmigo esta breve oración que he
compuesto ante el auge e incremento desmedidos que en nuestro tiempo están tomando la imbecilidad
torpe y la malicia malsana:
"Señor, haz que el rastro de luz que deja la maldad sobre el espíritu de los inocentes,
deslumbrándolos durante un instante, sea fugaz como el del cometa que brilla un momento
en la noche y ya no regresa jamás. Amén".
Madrid, noviembre de 1995
Pancracio Celdrán Gomariz.
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NOTA
El asterisco (*) situado detrás de una palabra significa que ésta está recogida en el presente
Inventario.
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A
borto.
Persona que llama la atención por su extrema fealdad. Producción rara, caprichosa
o monstruosa de la naturaleza. Puede connotar merma intelectual que afecta a la
inteligencia, en cuyo caso equivale a mentecato, necio total, que carece de seso,
acepción no contemplada por el diccionario oficial, aunque es de uso corriente en la
calle, donde cursa con "feto, mal hecho, mal parido, mal cagado, malogrado, que se quedó en agua de
borrajas, o en cierne'" En cuanto a su etimología, deriva del verbo abortar, que a su vez procede del
término latino oriri < aboriri = levantarse, nacer. El substantivo empezó a utilizarse a finales del siglo
XVI, aunque el término "abortón" ya era utilizado en el XIII (Fuero viejo de Castilla, y Fuero de
Navarra). El uso ofensivo de "aborto" ya se daba en el asturiano antiguo, lengua medieval en la que
"albortón" tenía el valor semántico de feto de cuadrípedo; cosa mal hecha, o malograda; animal de
desarrollo incompleto, y por extensión: persona deforme, tanto física como mentalmente.
Abrazafarolas.
Vivalavirgen; variedad del Juan Lanas; sujeto irresponsable a quien lo mismo da ocho que ochenta.
Tiene rasgos del adulador lameculos, del simplón y del donnadie; su conducta está dirigida a un solo fin:
no molestar a quien considera su amo. Es voz descriptiva, ya que el análisis de la imagen que proyecta
retrata gráficamente al individuo a quien se dirige. Tiene puntos de contacto con el borrachín, el
juerguista y el calavera que harto de vino no gobierna sus pasos ni entendederas. Aunque no está recogido
por los diccionarios al uso, es término muy difundido, sobre todo en tertulias radiofónicas de carácter
distendido y deportivo. (Véanse también "Vivala-virgen, Juan Lanas").
Abundio.
Ser más tonto que Abundio es paradigma de insensatez, cerrazón y cortedad de entendimiento.
Parece que el personaje existió entre los siglos XVII y XVIII en Córdoba, donde protagonizaría alguna
solemne tontería parecida a la de Ambrosio y su carabina*, aunque de naturaleza distinta, ya que a
Abundio se le achaca el haber pretendido regar "con el solo chorrillo de la verga", con apenas agua, un
cortijo, empresa descabellada, a no ser que pretendiera regar otros campos metafóricos con el aparejo
citado, en cuyo caso distaría mucho de merecer la fama que el tiempo le ha asignado. Por otra parte, acaso
nos encontremos ante el precursor del riego por goteo, y debieramos levantarle un monumento. En su día
pasó por loco insigne, diciéndose hoy de quien da muestras de imbecilidad que es "más tonto que
Abundio, que en una carrera en la que corría él sólo llegó el segundo".
Acémila.
Animal; se dice por extensión del mulo de carga, en particular el macho; asno, sujeto rudo,
primitivo y tosco. En tono jocoso, se predica de quien es tan fuerte como bruto, capaz de cargar con lo
que fuere; especie de bestia de albarda. En los siglos de oro se decía del hombre disforme de cuerpo, y de
muy escaso entendimiento. El médico segoviano, Andrés Laguna, en su Pedacio Dioscórides Ariazarbeo,
(mediados del siglo XVI) emplea la acepción insultante del término en forma superlativa:
"No puedo tener la risa siempre que me acuerdo de un mozo torpe y dormilonazo,
que tuve siendo estudiante en París, el cual una mañana (...) se fue derecho al hogar,
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adonde estaba un gatazo (...) y le plantó un palillo de azufre, por donde súbito le saltó el
fiero animal al rostro y le rascuñó toda la cara, no sin grandes gritos del acemilazo...."
Más próximo a nosotros en el tiempo, el dramaturgo riojano Manuel Bretón de los Herreros,
(mediados del siglo XIX), añade al término cierto matiz propio del zote:
"¿Qué ha de llorar ni temer
una acémila asturiana,
sin miras para mañana
y sin recuerdos de ayer?"
Adefesio.
Persona ridícula, que va extravagantemente vestida; también, sujeto que se permite dar consejos,
hablando sin ton ni son, y sin que nadie le haya pedido parecer, siendo sus consejos descabellados y fuera
de lógica; que va hecho una facha. Por lo general se admite como etimología el sintagma latino ad
Ephesios, alusivo a la epístola paulina a los ciudadanos de aquella ciudad del Asia Menor. No hay
dificultad en eso, pero sí en el significado y porqué de la frase. En el Viaje de Turquía, su probable autor
Cristóbal de Villalón, (mediados del siglo XVI) emplea así el término: "Para mi tengo, (Pedro) que eso es
hablar ad efesios, que ni se ha de hacer nada deso, ni habéis de ser oydos".
Ese es su uso más corriente en los siglos XVI y XVII, en los que "hablar adefesios" es tanto como
hablar por hablar, decir tonterías, o sacar la lengua de paseo sin ton ni son. Juan Valera, en su novela
Pepita Jiménez, (segunda mitad del siglo XIX) da este otro uso al término: "Pues qué, me digo: ¿soy tan
adefesio para que mi padre no tema que, a pesar de mi supuesta santidad (...) no pueda yo enamorar, sin
querer, a Pepita?".
Agrofa.
Ramera, puta buscona. Forma jergal para nombrar a este tipo de mujeres golfas y perdidas en los
siglos de oro (XVI y XVII). Juan Hidalgo, en su Vocabulario de Germanía (1609), así como en
Romances de Germanía, da cuenta del uso que el vocablo tenía en su tiempo, y trae el siguiente par de
versos donde usa el término:
"Guarte de agrofas coimeras
que buscan nuevos achaques".
Aguafiestas.
Sujeto que perturba cualquier diversión; malasombra que incomoda y molesta; metepatas que
impide que otros disfruten de la fiesta, cayendo como un jarro de agua fría sobre las ganas de regocijo de
los demás. Es término compuesto, en el que el verbo soporta la base del significado, ya que aguar
equivale a frustrar, turbar o interrumpir una ocasión festiva, jocunda y alegre. Se tiene in mente la acción
de aguar el vino, bebida propiciadora de alegría y diversión, acción que contribuye a rebajar sus efectos,
dando así al traste con las posibilidades de regocijo. Alonso J. de Salas Barbadillo, en La hija de la
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