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CONTADOR
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DE ARENA
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Índice
Resumen................................................................................4
Capítulo 1..............................................................................6
Capítulo 2............................................................................26
Capítulo 3............................................................................46
Capítulo 4............................................................................72
Capítulo 5............................................................................97
Capítulo 6..........................................................................119
Capítulo 7..........................................................................139
Capítulo 8..........................................................................159
Capítulo 9..........................................................................181
Capítulo 10........................................................................203
Capítulo 11........................................................................228
Capítulo 12........................................................................248
Capítulo 13........................................................................268
Capítulo 14........................................................................288
Capítulo 15........................................................................312
Nota histórica....................................................................328
Nota de la autora..............................................................330
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RREESSUUMMEENN
Adelantado a su tiempo y conocido universalmente por el
célebre principio que lleva su nombre, el griego Arquímedes
fue un pionero del actual método científico, además de notable
matemático y pensador. Discípulo de Euclides e hijo del
astrónomo Fidias, su azarosa vida resulta tan apasionante como
formidable el poder de su intelecto. En esta rigurosa novela
histórica, Gillian Bradshaw —autora de grandes éxitos como El
faro de Alejandría, Púrpura imperial, Teodora, emperatriz de
Bizancio y El heredero de Cleopatra— presenta al lector un
Arquímedes de carne y hueso, un ser humano excepcional que,
inmerso en la convulsa época que le tocó vivir, tuvo que
enfrentarse a múltiples dilemas Deslumbrado por las
maravillas de Alejandría tras una estancia de tres años y
decidido a radicarse allí para siempre, el joven Arquímedes se
ve obligado a volver a Siracusa, su ciudad natal, para ocuparse
de su padre enfermo. El contraste no puede ser mayor: de la
deslumbrante cuna del saber ha pasado a una ciudad entregada
a los frenéticos preparativos para una cruenta guerra contra la
poderosa Roma. Convertido por las circunstancias y el destino
en el principal artífice de los ingenios bélicos con que se
intentará repeler la invasión del coloso romano, Arquímedes
atrae la atención del tirano Hierón, quien intenta retenerlo a
toda costa en su corte. Y pese a que el mayor deseo del genial
griego es volver a Alejandría para perfeccionar sus
conocimientos y reunirse con Marco, el leal esclavo que lo ha
acompañado desde siempre, un inesperado motivo lo empuja a
permanecer en Siracusa, un motivo que ni siquiera su pasión
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por el saber y la ciencia podrá obviar y que, a la postre, lo
obligará a recorrer un sendero salpicado de gloria, amor, guerra
y traición.
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La caja estaba llena de arena, una arena fina, cristalina, casi blanca, que había sido
humedecida primero y aplanada después hasta obtener una superficie uniforme y
lisa como la de un pergamino de la mejor calidad. Pero la luz del sol, que caía
oblicuamente con el atardecer, centelleaba aquí y allá sobre los granos, capturando
facetas demasiado pequeñas como para que el ojo pudiera distinguirlas, facetas
innumerables que generaban puntos diferenciados de luminosidad, y el joven que las
observaba se encontró de repente preguntándose si sería capaz de calcular el número
de granos.
Era una vieja caja de madera de olivo, llena de marcas y melladuras, con las
esquinas protegidas por unos remaches de bronce mate, salpicados de rasguños que
le otorgaban un nuevo brillo. El joven la sujetaba por una de esas arañadas esquinas,
calculando: la caja tenía cuatro dedos de altura, sin contar la ranura donde se
insertaba la tapa, y la arena la llenaba sólo hasta la mitad. No necesitaba medir la
longitud ni la anchura: hacía tiempo que había marcado los bordes con unas muescas
distanciadas entre sí por el grosor de un dedo, veinticuatro en el lado largo y
dieciséis en el ancho. Se puso en cuclillas junto a la caja, que había colocado con
mucho esmero en la parte más tranquila de la cubierta de popa del barco, lejos de la
vista de los marineros. Con la ayuda de una de las piernas del compás, empezó a
garabatear cálculos en la arena. «Supongamos que en una semilla de amapola caben
diez granos de arena, y que en el ancho de n dedo caben veinticinco semillas de
amapola. Entonces habría en la caja seis mil por cuatro mil por quinientos granos de
arena. Seis mil por cuatro mil son dos mil cuatrocientas miríadas, que multiplicadas
por quinientos...»Pestañeó con el entrecejo fruncido, se deslizó las manos
distraídamente a lo largo de las piernas y la punta del compás le arañó la espinilla.
Aún absorto en sus cálculos, se frotó el rasguño, se llevó el compás a la boca y
mordisqueó la charnela mientras seguía con la mirada fija. Tenía ante sí un problema
interesante: el número de granos de arena que había en la caja era mayor de lo que
podía expresar. Una miríada, es decir, diez mil, era el mayor número que su idioma
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podía nombrar, y su sistema de escritura no disponía de ningún símbolo para el cero
que pudiese extender los números indefinidamente. No había manera de concebir un
número mayor que una miríada de miríadas. ¿Qué término podía encontrar para
expresar lo inexpresable?
Empezó por lo que conocía. El mayor número que podía expresarse era una
miríada de miríadas. Muy bien, ésa sería una nueva unidad. La miríada se escribía
M, de modo que la otra unidad podría ser M con una línea debajo: M—¿Cuántas de
ellas necesitaría?
La superficie blanca que tenía ante los ojos quedó de pronto oscurecida por la
sombra de un hombre, y oyó una débil voz tras de sí:
—¿Arquímedes?
El joven se sacó el compás de la boca y volvió la cabeza, radiante. Era delgado, de
miembros largos y angulosos, y su aspecto al girarse era el de un saltamontes que se
dispone a saltar.
—¡Son ciento veinte miríadas de miríadas! —exclamó triunfante, echándose hacia
atrás un mechón de cabello castaño y mirando con sus brillantes ojos castaños a
quien lo había interrumpido.
El hombre que estaba a sus espaldas (algo mayor que él, fornido, de cabello negro
y con la nariz rota) lanzó un suspiro de exasperación.
—Señor —dijo—, estamos llegando a puerto.
Pero Arquímedes había vuelto ya su atención a la caja de arena y no lo escuchaba.
¡No era posible que existiese un número inexpresable, por grande que fuera! Si una
miríada de miríadas podía ser una unidad, ¿por qué detenerse ahí? ¡Una vez
alcanzada una miríada de miríadas de miríadas de miríadas, se podía establecer
como nueva unidad y empezar de nuevo! Su mente iba más allá de la abismal
inmensidad del infinito. Se llevó de nuevo el compás a la boca y lo mordisqueó,
exaltado.
—Marco —dijo con impaciencia—, ¿cuál es el mayor número que eres capaz de
imaginar? ¿El número de granos de arena que hay en Egipto... no, en el mundo?
¿Cuántos granos de arena se necesitarían para llenar todo el universo?
—No lo sé —respondió Marco—. Señor, estamos en Sira—cusa, en el Gran Puerto,
donde debemos desembarcar... ¿recordáis? Tengo que embalar el ábaco.
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Arquímedes protegió con las manos la bandeja de arena, conocida por el mismo
nombre que el familiar instrumento de cálculo, y miró alrededor, consternado. En
cuanto la embarcación hubo avistado el cabo Plemirión, hacía ya unas horas, el joven
se había instalado en la cubierta de popa y Marco se había dispuesto a preparar el
equipaje. Siracusa no era entonces más que una mancha de rojo y oro entre colinas
verdes; parecía como si el tiempo se hubiese desvanecido en la arena, y ahora
Siracusa surgía ante él. Allí, en el puerto de la ciudad más rica y poderosa de todas
las ciudades griegas de Sicilia, no se veía otra cosa que murallas. A su derecha se
perfilaba la ciudadela de la Ortigia, un promontorio rocoso rodeado por gruesas
almenas, y frente a él, el rompeolas formaba una larga curva gris que se extendía
hasta los muros salpicados de torres del fuerte, desde donde se podía divisar
cualquier nave que se aproximara. En uno de los muelles descansaban dos
quinquerremes, listos para zarpar, con los laterales pincelados de blanco por las
triples bancadas de remos que llevaban a bordo.
Arquímedes lanzó una mirada nostálgica a las transparentes aguas que el barco
iba dejando atrás, en la entrada del puerto, donde el azul y nebuloso Mediterráneo se
abría hasta la costa de África aquella luminosa tarde de junio.
—¿Por qué desembarcamos en el Gran Puerto? —preguntó extrañado. Era natural
de Siracusa y las costumbres de la ciudad le resultaban tan familiares como su
dialecto. Los barcos mercantes como el que los había trasladado a él y a Marco hasta
allí solían atracar en el Puerto Pequeño, situado al otro lado del promontorio de la
Ortigia, pues el Gran Puerto pertenecía a la armada.
—Estamos en guerra, señor —dijo pacientemente Marco. Se agachó junto a él y
posó las manos en la caja de arena.
El joven miró con tristeza los doce mil millones de granos de arena
resplandeciente y las operaciones que había garabateado en ella. Por supuesto,
Siracusa estaba en guerra y habían cerrado el Puerto Pequeño. Todo el tráfico estaba
obligado a pasar por el Gran Puerto, donde la armada podía controlarlo. Arquímedes
sabía lo de la guerra: era uno de los motivos por los que había vuelto a casa. La
pequeña granja de su familia estaba situada al norte de la ciudad, más allá de las
zonas de defensa, y era poco probable que aquel año produjera algún ingreso. Su
padre se hallaba enfermo y no podía ejercer su actividad habitual como maestro.
Arquímedes era el único hijo varón, y su responsabilidad era ahora mantener a la
familia y protegerla a lo largo de lo que seguramente sería una guerra terrible. Había
llegado el momento de abandonar los juegos matemáticos y encontrar un trabajo de
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verdad. «Murallas», pensó apesadumbrado; murallas inexpugnables que se cerraban
sobre él.
Lentamente, apartó las manos de los bordes mellados del ábaco. Marco cogió la
tapa y cerró la caja. Luego la introdujo en un saco de lona, dio media vuelta y
desapareció. Arquímedes suspiró y se puso de nuevo en cuclillas, con las manos
colgando por encima de las rodillas. El compás se le deslizó entre los dedos y se
clavó en cubierta. Durante un momento se quedó contemplándolo con la mirada
perdida, y luego lo hizo girar, trazando un círculo sobre la basta madera.
«Supongamos que el área del círculo es K...» No. Cerró el compás y presionó el frío
metal contra su frente. Se acabaron los juegos.
En el camarote, Marco depositó suavemente la caja en el espacio del baúl que tenía
reservado para ella y lo cerró con fuerza. «¡Ciento veinte miríadas de miríadas!»,
pensó mientras anudaba la cuerda para asegurar el baúl. ¿Sería un número posible?
En todo caso, no era imaginable. No obstante, se detuvo a planteárselo un
momento, como si se tratara de una dudosa ganga ofrecida por un tendero poco
fiable. ¡Ciento veinte miríadas de miríadas! ¿Sería ésa la respuesta a otra nueva
pregunta imposible? «¿Cuántos granos de arena se necesitarían para llenar todo el
universo?»Nadie, excepto Arquímedes, se atrevería a formular una pregunta tan
descabellada como aquélla. Y a nadie más se le ocurriría una respuesta tan
incomprensible. Marco llevaba como esclavo en su casa desde que su joven amo tenía
nueve años de edad, y todavía no estaba seguro de si sus extravagantes cálculos
merecían admiración o desdén. Probablemente, ambas cosas. ¿No debería aquel
joven lunático olvidarse de tales interrogantes y emplear la cabeza en cuestiones más
prácticas?
Marco detuvo sus cavilaciones y volvió su atención al baúl, esforzándose en tensar
el nudo para liberar la repentina aprensión que le sofocaba la garganta. Había
cuestiones prácticas que atender, como la guerra. Arquímedes y él habían
permanecido tres años lejos de Siracusa, y durante dos le había estado insistiendo a
su amo para que regresaran a casa. Sin embargo, ahora que estaban en el puerto, lo
que deseaba era poder encontrarse en cualquier otro lugar. Siracusa se hallaba en
guerra con la república de Roma, y Marco no lograba imaginar que el futuro pudiera
depararle otra cosa que dolor.
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En los muelles no se veían indicios de guerra, excepto por el hecho de que todo
estaba más tranquilo de lo normal. La destrucción era algo todavía remoto, un asunto
de ejércitos que maniobraban muy lejos de allí, una tormenta devastadora cuyas
consecuencias podían vislumbrarse aún desde la distancia. Sin embargo, como una
confirmación de sus temores, el funcionario de aduanas habitual en tiempo de paz
esperaba en el muelle, Manqueado por dos soldados. El estampado de letras sigma
de color carmesí sobre los escudos redondos que llevaban colgados al hombro los
declaraba ciudadanos de Siracusa, pero Arquímedes no reconoció a ninguno de ellos.
Aunque Siracusa era una población lo bastante grande como para que sólo pudiera
conocer a parte de sus habitantes, observó a los hombres con recelo. Podían ser
mercenarios extranjeros, y, como todo el mundo sabía, esos individuos tenían que ser
tratados con más cautela que los escorpiones. Durante el gobierno anterior, podían
darle una paliza a cualquier ciudadano cuya expresión los ofendiera sin temor a las
represalias. Las cosas habían mejorado mucho con el gobernador actual, pero sólo un
necio daría por sentado que el carácter de ese tipo de hombres había cambiado.
Aunque, al menos, aquellos dos soldados parecían griegos, no pertenecientes a
cualquier estirpe impredecible de bárbaros: el peto que vestían era el habitual de los
griegos (una coraza fabricada con capas de tejido superpuestas y un borde de placas
imbricadas a la altura de las caderas), y el casco que les cubría la cabeza tenía el
popular diseño del Ática, con piezas con bisagra sobre las mejillas y sin protección
nasal. Pero resultaba imposible deducir nada más sobre su origen a partir de su voz,
ya que no decían nada. Se limitaban a mantenerse firmes, apoyados en sus lanzas y
observando con expresión de aburrimiento, mientras el anciano funcionario de
aduanas se ocupaba de sus asuntos.
El funcionario habló con el capitán del barco, mientras la docena de pasajeros
esperaba agrupada junto a la plancha de desembarque.
—¿Venís de Alejandría? —preguntó, despejando cualquier duda sobre su origen:
hablaba en el claro dialecto dórico de la ciudad.
Arquímedes se descubrió sonriendo al oírlo. Lo único que no le gustaba de
Alejandría era que todo el mundo se reía de su manera de hablar. Después de todo,
regresar a casa tenía algunas cosas buenas... y la mejor de ellas sería ver de nuevo a
su familia. Cruzó los brazos, esforzándose por reprimir la impaciencia. No había
podido anunciar a los suyos en qué nave partiría ni el día de su llegada, y estaba
ansioso por darles una sorpresa.
El capitán confirmó que, en efecto, el barco procedía de Alejandría, vía Cirene, y
que el cargamento consistía en tejidos, cristal y algunas especias. Mostró el
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Description:diez granos de arena, y que en el ancho de n dedo caben veinticinco Pero Arquímedes había vuelto ya su atención a la caja de arena y no lo