Table Of ContentPipo, huérfano desde muy niño, es un muchacho de carácter soñador que
vive con su abuela y una vieja criada en una casa elegante, aunque lindante
con los suburbios de Barcelona. Pipo traba amistad con el Gorila, un
marinero de carácter ambivalente, que ha tenido problemas con la justicia, y
es capaz tanto de mantener una amistad sincera con él como de cometer las
mayores brutalidades.
En Fiestas, Goytisolo trata de romper la aparente contradicción existente en
integrar aspectos como fantasía y evasión por un lado, y realismo y
compromiso social por otro. En principio lo primero les estaría encomendado
a los protagonistas infantiles de la novela, mientras que el realismo y la
racionalidad serían patrimonio de los adultos. Sin embargo, las relaciones
entre los diversos personajes rayan, a veces, en el sadomasoquismo,
abundan las alusiones a la guerra civil, paradigma de irracionalidad y el telón
de fondo, las «Fiestas» a las que alude el título, no es otro que el Congreso
Eucarístico que se celebró en Barcelona en 1952, epítome del régimen
Nacional-católico de Franco, y que Goytisolo nos presenta como una fatua y
ridícula carnavalada.
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Juan Goytisolo
Fiestas
El mañana efímero - 2
ePub r1.0
Titivillus 21.08.17
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Juan Goytisolo, 1958
Diseño de cubierta: Erwin Bechtold
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
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CAPÍTULO PRIMERO
El camión se detuvo en el arranque mismo de la carretera, allí donde la calle
Mediodía iniciaba su serie escalonada de terrazas sobre la panorámica de solares
cubiertos de chozas diminutas que se extendía hasta el flanco de la montaña. Al
divisarlo, los niños que jugaban entre los montones de basura abandonaron sus
tesoros de vidrio y hojalata y corrieron hacia él; el hombre de la pata de palo que
ocupaba el tenderete de la esquina dejó de vocear los veinte iguales y hasta el gitano
viejo que tocaba el organillo detuvo la tonada a la mitad y se acercó a ver qué ocurría.
El camión estaba cubierto por un toldo anaranjado y llevaba un altavoz encima de
la cabina; las ruedas, el motor, los guardabarros resaltaban bonitamente pintados de
amarillo, y unos rótulos de forma romboidal, punteados por docenas de bombillas,
anunciaban el Chocolate en polvo El Gato. Cuando se abrió la portezuela bajaron dos
hombres: uno vestido de paisano, con una máquina de fotografiar colgada al hombro,
y otro, enfundado en un extraño uniforme de plástico, provisto de una montaña de
prospectos. Un tercero, vestido de igual modo que el primero, permanecía sentado al
volante y, a una señal del hombre del uniforme de plástico, accionó sobre el cuadro
de mandos. Inmediatamente un coro de agudas vocecitas sobresaltó a la chiquillería
reunida al grito de: «¡Quiero chocolate! ¡Quiero chocolate!». Hubo un momento de
confusión durante el que los gritos infantiles ahogaron cualquier conato de charla.
Luego, el fotógrafo desenfundó con gran cautela la máquina y su colega empezó a
repartir la propaganda entre los niños.
—Cada una de esas tarjetas —explicó— concede el derecho a participar en el
Gran Sorteo-Rifa. En el dorso…
Los aullidos de la chiquillería no le dejaron continuar. El que seguía en el camión
había arrojado al aire un puñado de chocolatines y los niños los atraparon al vuelo,
empujándose unos a otros, con gran ferocidad. Entretanto, el fotógrafo había
desenrollado un cartel con el reclamo de la casa y lo exhibió triunfalmente ante la
multitud.
—¡Eh, tú! —gritó el uniformado—. Diles si quieren sacarse una fotografía.
Los niños habían arrinconado al hombre junto al guardabarros, tendiéndole sus
sucias, suplicantes manos:
—Deme un chocolate, señor.
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—Uno para mí, señor.
El hombre del uniforme de plástico se quitó la gorra de visera y se enjugó el
sudor de la frente.
—Calma —dijo—. Un poco de calma.
El ademán de sacarse la visera, más que su propia voz, obró el milagro de acallar
todos los gritos. Como movidos por un resorte graduable, los ojos de los chiquillos
convergieron hacia la mano que sostenía el gorro de plástico y que, por la forzada
posición del brazo, parecía esbozar un resignado ademán de entrega. Anticipándose a
su movimiento, algunas manos, impacientes, intentaron pillar el gorro que el hombre
no soltaba. Éste pareció comprender al fin y, durante unos segundos, se entretuvo en
agitarlo. Conforme esperaba, en la órbita de los ojos, las pupilas brillantes de los
niños describieron un movimiento rotatorio. El hombre rompió a reír descosidamente
y se volvió a poner la visera. Tenía junto a sí un chiquillo rubio y lo tomó entre los
brazos con ademán benévolo.
—Está bien, está bien —concedió—. También obtendréis un gorro como el mío.
Acarició unos momentos la ensortijada cabeza del chiquillo.
Antes de depositarlo en el suelo hizo una teatral reverencia a un grupo de
muchachas.
—Vamos, acérquense.
Las muchachas continuaron donde estaban, observándole con porte tímido.
Aunque visiblemente halagadas por su interés, se consultaban entre sí en voz baja,
como decidiendo acerca de su actitud.
En vista de ello el hombre empezó a hacerles reverencias con la gorra en la mano,
en medio de la general hilaridad de los chiquillos. Al fin, las muchachas se abrieron
paso, algo confusas, alisándose las blusas y las faldas.
Todas llevaban claveles en el pelo y sonrieron con expectación al acercarse.
—Por fin, por fin —voceó el hombre—. He aquí un hermoso grupo de señoritas
de…
—De Murcia —dijo la más delgada—. Todas menos la pequeña. Ésta es de
Granada.
—Un hermoso grupo de señoritas de Murcia y de Granada —repitió el hombre—,
que quieren participar en el Concurso-Rifa del mes de mayo.
Sacó un cigarro habano de un bolsillo de la pernera y se lo llevó a los labios con
estudiado ademán.
—¿Tienes dispuesta la libretita, jefe? —preguntó al que continuaba dentro.
El otro respondió con un bocinazo.
—Perfecto —dijo el hombre del traje de plástico—. Si han leído ustedes las
instrucciones del dorso sabrán ya las condiciones para participar en el concurso.
Hubo un momento de silencio, roto por la pregunta de una de las muchachas:
—¿A quién ha de darse el nombre?
El hombre del traje de plástico se sacó el habano de la boca con un movimiento
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fingidamente indignado.
—¿A quién quiere dárselo usted? ¿Al excelentísimo señor obispo?
Recorrió el auditorio con la vista, colectando de uno a otro extremo las sonrisas
aprobadoramente serviles de los niños y las muchachas, y prosiguió:
—Pues, a nosotros, guapa, a nosotros.
Del coro de chiquillos se elevó una risotada. Consciente de la atención que
despertaba, el hombre encendió el puro con lentitud y alargó la cerilla al niño de los
rizos para que la soplase.
—Pues no tienen remilgos las chicas esas —dijo.
Luego, volviéndose hacia la más joven, preguntó:
—¿Cómo se llama usted?
—Julita Parra.
El hombre del traje de plástico ladeó cómicamente su gorra de visera.
—Apunta, nene —ordenó a su camarada.
Hubo una explosión de risas, punteada por un regocijado bocinazo.
Mientras las chicas comunicaban al chófer su nombre y domicilio, el más bajo del
trío les tendió los soportes del cartel y preparó el dispositivo de la máquina.
—Vamos, sonrían. Parecen ustedes recién salidas de unos funerales.
Las muchachas se agruparon bajo el cartel, felices y excitadas.
—¿Pa dónde son las fotografías? —preguntó la andaluza.
—Pa los diarios —repuso, con su misma voz, el del traje de plástico. Luego
añadió, con su voz normal, al centenar de curiosos que le observaban—: Todo el que
lo desee saldrá en los periódicos.
Como corroborando la veracidad de sus palabras el fotógrafo disparó el flash.
—Perfecto —dijo—. De campeonato.
Estaban retratadas ya, pero las muchachas no parecían dispuestas a alejarse. Con
una sonrisa de adoración servil contemplaron a los dos hombres, como a la espera de
una nueva iniciativa afortunada.
—¿Podemos avisá a las familias? —soltó la granadina al fin.
—Sí, guapa —repuso el hombre del traje de plástico.
El grupo se disolvió en unos segundos, pero ya otras mujeres se habían apoderado
del cartel.
—¿Podemos salir nosotras también?
La autora de la pregunta era una mujer gruesa, con el cabello recogido en rodetes
encima de las orejas y un traje de flores embaldosado de remiendos qué le caía ancho
de cintura. Mientras ofrecía el brazo a sus compañeras llamó a voces a uno de los
chiquillos.
—Anda, arrímate.
El niño vestía un mono azul manchado y llevaba el cabello rapado al cero. La
mujer le limpió los mocos con el extremo de la falda y lo atrajo hacia ella con un
ademán lleno de orgullo.
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Bajo el flamante estandarte azul cielo las mujeres y el niño ofrecían un aspecto
aún más astrado.
—Sonríe a ese señor, rey —dijo la mujer.
El fotógrafo disparó el flash. Luego señaló al chófer del vehículo.
—¿Cómo se llama usted?
—Jesusa.
—¿Jesusa, qué?
—González —se corrigió—. Jesusa González.
—¿Y usted?
—Trinidad Sánchez.
Las otras deletrearon sus nombres y apellidos. Todas vivían en las barracas de la
ladera y ponían gran empeño en señalársela:
—Aquella pequeñica, no, la del lado.
La Jesusa se encaró con el hombre del traje de plástico.
—¿Es cierto que saldremos en los papeles?
Casi al mismo tiempo sus compañeras asediaban al fotógrafo:
—¿Pa cuándo es la rifa esa?
El agudo coro de voces infantiles impidió oír las respuestas. El altavoz hacía
llegar a los más apartados rincones el grito de «¡Quiero chocolate! ¡Quiero
chocolate!», con lo que todo el mundo, incluidos los grupos de curiosos que, por
haber llegado tarde, no habían asistido a la escena del comienzo, pudo enterarse de
qué se trataba.
Durante media hora la gente continuó atropellándose alrededor del camión,
posando orgullosamente ante el objetivo del fotógrafo, leyendo los prospectos
distribuidos por los chiquillos e informándose junto al hombre del uniforme de
plástico. Luego, la animación disminuyó de modo perceptible. El altavoz continuaba
voceando, pero ya nadie hacía caso de los cantos infantiles. El hombre del traje de
plástico acababa de dar la última chupada a su cigarro y se sentó en el estribo del
camión con evidentes señales de fatiga.
La chiquillería había desertado del lugar momentos antes, al agotarse la provisión
de chocolatines, y corría de nuevo entre los escombros de los solares, lanzando gritos.
El gitano del organillo volvía a darle al manubrio, y un niño hacía sonar las monedas
en un platillo metálico.
El hombre del traje de plástico subió a la cabina del camión. El sol se había
ocultado hacía unos instantes y en el lejano horizonte de las chabolas se barruntaba
ya el crepúsculo. Cansado de perorar sin ser oído, el fotógrafo enfundó
cuidadosamente su máquina. Al poco, el reloj de la parroquia dio las seis.
Con un suspiro, el chófer arrojó el cigarrillo y puso el motor en marcha.
Entonces el hombre reparó en la chiquilla apoyada en el poste de teléfonos y le
hizo una seña con la mano. La niña tenía alrededor de unos diez años e iba vestida de
modo extravagante: su falda, muy corta, estaba adornada de un juego de volantes que,
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a la más mínima oscilación del cuerpo, cobraban la configuración de un miriñaque;
su blusa, sin mangas, era de seda rameada; la cinta del pelo, de terciopelo verde; sus
zapatos, de cuero blanco, esbozaban un asomo de tacón. En cuanto al rostro, el
hombre del traje de plástico no hubiera sabido cómo describirlo: era pálido, muy
pálido, como de porcelana blanca, con una naricilla ligeramente respingona y ojos
oscuros y vivísimos. El cabello, muy rubio, estaba peinado en una sola trenza. En
torno a la frente, unos mechones rebeldes formaban una aureola dorada que,
incendiada por el sol de la tarde, simulaba una especie de nimbo.
Al descubrir la señal, la niña marchó al encuentro del hombre con paso decidido:
—¿Me llamaba usted?
Enmarcada en los prismáticos de Arturo, Pira se dirigió, contoneándose, hacia el
hombre del traje de plástico.
Durante unos segundos se detuvo al borde del arroyo, cediendo el paso a una
veloz motocicleta (paréntesis de inactividad obligada empleado en deslizar una mano
flaca sobre los rebeldes mechones de su pelo). En seguida, continuó su marcha
decidida hacia el lugar en que la aguardaba el hombre. Hubo un apretón de manos
acompañado, por parte de Pira, de una reverencia silenciosa.
—¿Qué hace ahora? —preguntó, detrás de él, doña Cecilia.
Arturo volvió a aplicar los ojos a los prismáticos que, por un momento, había
dejado resbalar sobre la manta que cubría sus piernas. Su madre ocupaba el sillón de
orejas que María había arrastrado hasta el jambaje del balcón. Como de costumbre,
no se atrevía a asomarse.
—A causa del viento —suspiraba.
Al igual que otros días, Arturo desempeñaba el papel de vigía, encargado de
hacerle un minucioso resumen de los sucesos que jalonaban la vida del barrio.
Aunque su posición era notoriamente inferior a la de los inquilinos del piso alto,
gozaba, no obstante, como todas las de la calle Mediodía, de una panorámica
envidiable: en primer lugar, la calle escalonada de terrazas y la desvencijada taberna
de la esquina en donde el gitano tocaba el organillo; luego, los solares cubiertos de
escombros y chabolas; y el puerto, en fin, con las torres del transbordador gigante
cosidas por el hilo del vuelo de los pájaros.
Las miradas de Arturo se dirigían con preferencia a las barracas cuyo crecimiento
espiaba día tras día con la misma atención que don Paco ponía en la observación de
las hormigas que atacaban los capullos de sus flores: hacía unos años apenas llegaban
a diez, pero, ahora, casi daba pereza contarlas. Aprovechando la pendiente de la
montaña se apoyaban unas en otras, azules, blancas, rosas, amarillas. Sus techos, de
latón y de pizarra, tenían chimeneas herrumbrosas que, a todas horas, echaban humo,
ensuciaban; sus puertas, cubiertas de sacos y tela metálica, llevaban un número
escrito sobre el dintel. A veces, el redondo objetivo de los gemelos de Arturo
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seleccionaba un muro hecho de adoquines, robados de alguna calle; otras, un suelo de
baldosas de desigual tamaño, arrancadas de distintas aceras. Como era natural, el
Ayuntamiento se desquitaba de esas pérdidas inventando contribuciones extrañas con
lo que, a la postre, eran ellos quienes pagaban el pato.
—Están edificando otras seis —decía a menudo Arturo—. Si siguen así, acabarán
por ocupar toda la ciudad.
Conclusión de probada eficacia que hacía asomar siempre las lágrimas a los ojos
fáciles de su madre.
Ahora, Arturo apuntaba con los gemelos al camión detenido en la esquina y no
experimentaba ningún deseo de transmitir sus observaciones a doña Cecilia.
—¿Qué hace? —volvió a preguntarle ésta, llena de impaciencia.
Atrapada en la argolla de los prismáticos, suavemente bañada por la luz del
atardecer, Pira era como una figurilla antigua grabada en esmalte.
—Habla —repuso lacónicamente Arturo.
El hombre había sacado un cigarro del bolsillo, no, una estilográfica, que entregó
a Pira, junto con una hoja de papel.
—¿Y ahora? —suplicó doña Cecilia.
—Escribe.
—¿Qué escribe?
—No sé. No veo nada.
La niña devolvió la pluma al hombre del traje de plástico.
Hubo un breve diálogo silencioso.
—¿Y ahora?
—Están hablando.
Doña Cecilia inició un ademán nervioso, como si pretendiera incorporarse.
—Dios mío —exclamó—, me gustaría saber qué le dice.
Arturo dejó los gemelos sobre la manta; el hombre del traje de plástico había
entregado a Pira un folleto; después, se habían dado la mano.
Desde el balcón, se percibió el ruido del camión al ponerse en marcha.
—¿Qué ocurre? —murmuro con inquietud doña Cecilia.
Arturo suspiró.
—Se han ido.
—¿Los del camión?
Su hijo afirmó con un movimiento de cabeza.
—¿Y la niña?
Arturo no contestó.
—¿Y la niña?
Hubo un momento de silencio; Arturo se arropó las piernas entre los pliegues de
la manta y colgó los gemelos de la alcayata.
Doña Cecilia ahogó un gemido.
—Arturo contéstame.
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