Table Of ContentTraducción de Ignacio Gómez Calvo
¿CÓMO CASTIGAR A UN INMORTAL?
HACIÉNDOLO HUMANO.
Descubre «Las pruebas de Apolo», la nueva serie de ritmo trepidante y personajes
extraordinarios de Rick Riordan.
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Para la musa Calíope.
Debería haber hecho esto hace tiempo. No me hagas daño, por favor
1
Unos matones me zurran.
Les pegaría si pudiera.
La mortalidad es un asco
Me llamo Apolo. Antes era un dios.
En mis cuatro mil seiscientos doce años de vida he hecho muchas cosas.
Infligí una peste a los griegos que sitiaron Troya. Bendije a Babe Ruth con tres
home runs en el cuarto partido del campeonato mundial de béisbol de 1926.
Descargué mi ira sobre Britney Spears en la gala de los Premios MTV de
2007.
Pero en toda mi vida inmortal, nunca había aterrizado en un contenedor de
basura.
Ni siquiera sé cómo pasó.
Simplemente me desperté cayendo. Unos rascacielos daban vueltas a mi
alrededor. Mi cuerpo desprendía llamas. Intenté volar. Intenté transformarme
en una nube o teletransportarme por el mundo o hacer otras cien cosas que
debería haber podido hacer sin problemas, pero no paraba de caer. Me
precipité en un estrecho paso entre dos edificios y ¡BAM!
¿Hay algo más patético que el sonido de un dios al caer encima de un
montón de bolsas de basura?
Me quedé tumbado, dolorido y gimiendo en el contenedor abierto. Me
picaban los orificios nasales del hedor a mortadela rancia y pañales usados.
Notaba las costillas rotas, aunque algo así no debería haber sido posible.
La cabeza me daba vueltas, pero un recuerdo emergió a la superficie: la voz
de mi padre, Zeus: TU RESPONSABILIDAD. TU CASTIGO.
Entonces me di cuenta de lo que me había pasado. Y lloré de desesperación.
Incluso para un dios de la poesía como yo, es difícil describir cómo me
sentía. ¿Cómo podrías entenderlo tú, un simple mortal? Imagínate que te
quitaran la ropa y te rociaran con una manguera contra incendios delante de un
grupo de gente que se riese de ti. Imagínate el agua helada al entrar en tu boca
y tus pulmones, la presión al magullarte la piel y dejarte las articulaciones
hechas papilla. Imagínate sentirte desvalido, avergonzado, totalmente
vulnerable: despojado cruel y públicamente de todo lo que te caracteriza. Pues
mi humillación fue peor.
TU RESPONSABILIDAD, resonaba la voz de Zeus en mi cabeza.
—¡No! —grité desconsolado—. ¡No, yo no fui el responsable! ¡No!
Nadie contestó. A cada lado, escaleras de incendios oxidadas subían en
zigzag por los muros de ladrillo. En lo alto, el cielo invernal era gris e
implacable.
Traté de recordar los detalles de mi condena. ¿Me había dicho mi padre
cuánto duraría ese castigo? ¿Qué se suponía que tenía que hacer para volver a
ganarme su aceptación?
Tenía problemas de memoria. Apenas me acordaba de cómo era Zeus, y
mucho menos de por qué había decidido expulsarme a la Tierra. Había habido
una guerra con los gigantes, pensé. Habían sorprendido a los dioses, los
habían puesto en evidencia y prácticamente los habían vencido.
Lo único que sabía con seguridad era que mi castigo era injusto. Zeus
necesitaba a alguien a quien echarle la culpa, de modo que, cómo no, había
elegido al dios más famoso, guapo y talentoso del panteón: yo.
Me quedé tumbado entre la basura, mirando la etiqueta del interior de la
tapa del contenedor: PARA LA RECOGIDA, LLAME AL 1-555-APESTOSO.
«Zeus recapacitará —me dije—. Solo intenta asustarme. En cualquier
momento me devolverá al Olimpo y me dejará escapar con una advertencia.»
—Sí... —Mi voz sonaba hueca y desesperada—. Sí, eso es.
Intenté moverme. Quería estar de pie cuando Zeus viniera a disculparse.
Notaba un dolor punzante en las costillas. Tenía un nudo en el estómago. Me
agarré al borde del contenedor y conseguí arrastrarme por encima del lateral.
Me desplomé y caí contra el asfalto.
—Ayyy —dije gimoteando de dolor—. Levántate. Levántate.
Ponerme de pie no fue fácil. La cabeza me daba vueltas. Por poco me
desmayé del esfuerzo. Estaba en un callejón sin salida. A unos quince metros,
la única salida daba a una calle con las sucias fachadas de una oficina de
fianzas y una casa de empeños. Me encontraba en algún lugar en el este de
Manhattan, deduje, o quizá en Crown Heights, en Brooklyn. Zeus debía de
estar muy cabreado conmigo.
Inspeccioné mi nuevo cuerpo. Parecía un adolescente caucásico, vestido
con unas zapatillas, unos vaqueros azules y un polo verde. Qué anodino. Me
sentía mareado, débil y muy pero que muy humano.
Nunca entenderé cómo los humanos lo soportáis. Vivís toda vuestra vida
atrapados en un saco de carne, sin poder disfrutar de sencillos placeres como
transformaros en un colibrí o deshaceros en luz pura.
Y ahora, que el cielo me ayude, era uno de vosotros: un saco de carne más.
Hurgué en los bolsillos del pantalón con la esperanza de conservar las
llaves de mi carro solar. No tuve esa suerte. Encontré una cartera de nailon
barata que contenía cien dólares en moneda estadounidense —dinero para
almorzar en mi primer día como mortal, quizá—, además de un carnet de
conducir del estado de Nueva York con una foto de un estúpido joven de pelo
rizado que de ninguna manera podía ser yo y que respondía al nombre de
«Lester Papadopoulos». ¡La crueldad de Zeus no tenía límites!
Miré dentro del contenedor de basura, confiando en que mi arco, mi carcaj y
mi lira hubieran caído a la Tierra conmigo. Me habría conformado con mi
armónica. No había nada.
Respiré hondo. «Anímate —me dije—. Seguro que conservo algunas de mis
habilidades divinas. Podría ser peor.»
—¡Eh, Cade, mira este pringado! —gritó una voz áspera.
Dos jóvenes bloqueaban la salida del callejón: uno bajito y rechoncho con
el pelo rubio platino, y el otro alto y pelirrojo. Los dos llevaban sudaderas
extragrandes y pantalones holgados. Tenían el cuello lleno de tatuajes con
dibujos serpenteantes. Solo les faltaba llevar escrito SOY UN MATÓN en letras
grandes en la frente.
El pelirrojo centró su atención en la cartera que yo sostenía en la mano.
—Venga, pórtate bien, Mikey. Parece un tío bastante majo. —Sonrió y sacó
un cuchillo de caza del cinturón—. De hecho, seguro que quiere darnos todo su
dinero.
La culpa de lo que pasó después fue de mi desorientación.
Sabía que me habían arrebatado la inmortalidad, pero ¡seguía
considerándome el poderoso Apolo! Uno no puede cambiar de forma de
pensar con la facilidad con que, por ejemplo, se transforma en un leopardo de
las nieves.
Además, las anteriores ocasiones que Zeus me había castigado volviéndome
mortal (sí, ya me había ocurrido dos veces), había conservado una fuerza
descomunal y como mínimo parte de mis poderes divinos. Me imaginaba que
esta vez pasaría lo mismo.
Description:haber adivinado el futuro con tal exactitud. Después de todo, yo había sido el dios de las profecías, el amo del Oráculo de Delfos, el distribuidor de los.