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Sobrecubierta
None
Tags: General Interest
El alumno
Sobrecubierta
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Tags: General Interest
Patrick Redmond
El alumno
Para mi padre
Peter William Dawon Redmon (1931-1991)
con eterno efecto
AGRADECIMIENTOS
Quiero darle las gracias primera y principalmente a mi madre, Mary
Redmond, por haber actuado como crítico y por haberme dado constantemente
ánimos durante el tiempo en que escribí esta novela. Su consejo, en especial
sobre la descripción de caracteres y del ritmo narrativo, fue precioso, y no es una
exageración decir que sin su apoyo, este libro nunca se habría llegado a terminar.
En segundo lugar, mi agradecimiento a mi primo Anthony webb y a mis
amigos Paul Bolger, Gerard Hopkins, Iandra MacCallum, Susan McGowan,
Rehecca Owen, Lesley Sims y Gillian Sproul, que leyeron este libro mientras
estaba siendo escrito y me ofrecieron sus comentarios, dando muestras del gran
sentido del humor que tanto valoro en ellos.
En tercer lugar, le doy las gracias a mi agente Patrick Walsh por el trabajo
que realizó en mi favor y a mi editora, Kate Lyall Grant, de Hodder &
Stoughton, por su valentía al decidir publicar este libro.
Por último, quisiera rendir tributo a Jonathan GathorneHardy, cuyo
maravilloso libro, The Public School Phenomenon, resultó una inmensa ayuda
durante mis investigaciones para esta novela.
Aquellos a los que desde la más temprana edad les han enseñado a temer el
desagrado de su grupo como el mayor de los infortunios, preferirán morir en el
campo de batalla, en una guerra de la que nada comprenden, antes que incurrir
en el menosprecio de unos necios.
Los internados privados ingleses han llevado este sistema hasta la perfección
y han esterilizado en gran medida la inteligencia, haciendo que esta se
empequeñezca ante el rebaño. A eso se le llama conseguir que un hombre actúe
con hombría.
BERTRAND RUSSELL, La educación y el orden social
(Reproducido con el permiso
de The. Bertrand Russell Peace Foundation)
Carta publicada en The Times el 17 de octubre de 1957:
The Old Rectory
Havering
Kent.
Estimado Señor:
Llevo treinta años leyendo fielmente su periódico. Siempre he admirado su
ordenada visión del mundo. Ciertamente, he llegado a considerarlo como un
viejo amigo. sin cuya sensata compañía mis días resultan incompletos.
Por tal motivo, sentí incredulidad al leer el artículo de Colin Hammond
«Prisioneros del privilegio», aparecido el pasado lunes en su periódico.
Incluso ahora, diez días más tarde, sigo sin alcanzar a comprender cómo
pudieron ustedes publicar un artículo así. Sin duda, el señor Hammond es uno de
esos «jóvenes airados» de los que tanto se habla en la actualidad; un joven
arrogante y necio que únicamente aspira a destacar cuando denigra a todas las
instituciones que nuestro país valora. ¿Cómo es posible que le hayan cedido
ustedes la tribuna de su periódico para airear sus despreciables opiniones?
Su artículo es una de las cosas más ofensivas que jamás he visto publicadas.
Tras leerlo, solo pude llegar a la conclusión de que el señor Hammond no se
encuentra en su sano juicio. Aunque también podría ser que sus ansias de fama
sean tan intensas que, con tal de satisfacerlas, no dude en incurrir en la impune
difamación.
¿Cómo es posible que afirme que el sistema de internados privados fue
responsable del terrible asunto de Kirkston Abbey? En mi calidad de antiguo
alumno de un colegio privado (Ferrers College, 1919-1924) debo protestar sobre
las calumnias contra una institución que yo siempre he respetado. Mi colegio,
como otros de su clase, era un lugar respetable y feliz. No era la brutal prisión
llena de temores que el señor Hammond describe.
Los muchachos que protagonizaron el sórdido asunto de Kirkston Abbey no
estaban «corrompidos por el sistema». Tampoco fueron «víctimas del ambiente
en que se encontraban». Retratarlos bajo esa luz constituye un gravísimo error.
Y es que nada puede disculpar la atrocidad que cometieron. No existe excusa
para un comportamiento como el suyo. Nada, ni su juventud, ni la soledad, ni la
separación de sus familias, ni ninguna otra de las múltiples justificaciones que el
señor Han-mond arguye en su defensa puede servir para exculparlos. Su
conducta no fue la de unos jóvenes confusos, sino la de unos auténticos
monstruos.
Por si no era bastante lamentable el intento de defenderlos, el señor
Hammond va más allá e intenta echarle la culpa a una respetada institución
nacional. Este es un hecho indigno, del que cualquier persona decente debería
sentirse profundamente avergonzada.
No pienso seguir siendo lector de su periódico. No apoyaré un diario que
publica tales deformaciones de la realidad.
Atentamente,
CHARLES MALVERTON
PRÓLOGO
Londres, enero de 1999
Aunque un fuerte viento ululaba en el exterior, el resplandor de la chimenea
hacía que la habitación pareciese confortable. El joven que ocupaba el sillón, y
cuyas mejillas estaban enrojecidas a causa del calor de las llamas, miró el reloj
situado sobre la repisa.
Eran las doce pasadas. El no iba a acudir.
«iNo! Vendrá. ¡Tiene que venir! ¡Se trata de mi vida!»
Se puso en pie y comenzó a pasear por el cuarto, verificando por enésima
vez que todo estaba en su lugar.
La estancia en la que se encontraba era ciertamente hermosa; mullida
alfombra roja, paredes azul pálido, techo alto y amplias ventanas por las que se
veía la calle y la gente que pasaba presurosa envuelta en abrigos, caminando
contra el viento. El mobiliario era costoso; reproducciones de estilo Luis XV y
las paredes, cubiertas de acuarelas de barcos en alta mar.
Había sillones a ambos lados de la chimenea. Junto a uno de los sillones
había una mesita y, sobre ella, dos libros encuadernados en cartoné y un montón
de artículos periodísticos fotocopiados.
La tetera estaba llena de agua caliente, las tazas y los platos se encontraban
sobre una bandeja y las galletas en una fuente. Todo estaba listo. Todo estaba
allí.
Menos su invitado.
Las doce y cuarto.
Echó otro leño al fuego. El calor de la chimenea fue como unas ardientes
manos en torno a su rostro. Contempló las llamas y las observó bailar ante él.
Sentía la garganta seca e irritada.
El reloj de la repisa continuaba marcando el paso del tiempo.
Los segundos se convirtieron en minutos que, inexorablemente, acabarían
convirtiéndose en horas. El tiempo pasaba, implacable, y con cada segundo, las
esperanzas y los sueños parecían alejarse un poco más.
Las doce y media. El reloj emitió un tañido, marcando la media hora. Sonó
una llamada en la puerta principal. La alegría inundó al joven y la descarga de
adrenalina que la acompañó le hizo sentirse aturdido. Salió, presuroso, al pasillo,
lo recorrió y llegó hasta la puerta situada en el extremo. Hizo girar el tirador y
abrió.
En el umbral se encontraba un hombre alto, enjuto y de mediana edad que se
cubría con un raído abrigo. El cabello comenzaba a escasearle y sus ojos
reflejaban recelo; era la mirada de un animal que detecta la proximidad del
peligro.
–¿señor Webber? – La voz era grave y débil, tan débil que el aludido tuvo
que hacer un esfuerzo para oírla.
–Sí. Soy Tim Webber. Pase, pase, por favor.
Tim condujo al hombre hasta la habitación y le indicó el sillón junto a la
pequeña mesa.
–Siéntese, se lo ruego.
El hombre lo hizo, pero no se quitó el abrigo y rechazó el ofrecimiento de té
o café. Cogió uno de los libros y examinó su cubierta.
Tim se sentó en el otro sillón y observó a su visitante. La felicidad que había
sentido estaba dando paso a una sensación de anticlímax. Había esperado que su
invitado fuera imponente, pero el hombre que tenía ante sí no podía ser más
anodino. Trató de convencerse de que era natural, de que su aspecto era la
consecuencia lógica de cuarenta años tratando de mantenerse en el anonimato.
–¿Qué libro está mirando? – preguntó.
–El de Martin Hopkins. Un colegio lleno de secretos.
–¿Lo ha leído?
–Claro que sí.
–Debe de resultar extraño.
–¿Extraño?, ¿el qué?
–Leer acerca de uno mismo.
El hombre no contestó. El silencio quedó suspendido en el aire como un jirón