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Dilemas
Educativos
ante
la
diversidad,
siglo
XX-‐XXI.
Volumen
14
de
la
Historia
del
Pensamiento
Educativo
Peruano.
Lima:
Derrama
Magisterial
(2013).
Dilemas
educativos
ante
la
diversidad,
siglo
XX-‐XXI
Lucy
Trapnell
y
Virginia
Zavala
A
Inés
Pozzi-‐Escot,
ejemplo
de
compromiso
y
consecuencia.
Introducción
Este
es
un
volumen
sobre
el
pensamiento
educativo
en
torno
a
la
diversidad
lingüística
y
cultural
en
el
Perú.
A
diferencia
de
otros
volúmenes
de
la
colección,
este
no
abarca
un
periodo
histórico
en
particular,
sino,
más
bien,
un
amplio
lapso
de
tiempo
que
va
desde
inicios
del
siglo
XX
hasta
nuestros
días.
Nos
ha
interesado
mostrar
la
diversidad
de
concepciones
que
se
han
debatido
en
distintos
contextos
históricos.
De
hecho,
las
controversias
sobre
la
educación
de
los
pueblos
indígenas,
sobre
el
tratamiento
de
la
diversidad
cultural
en
la
escuela
y
sobre
la
educación
bilingüe
han
atravesado
todo
el
siglo
XX
y
perduran
hasta
el
día
de
hoy.
Es
importante
tener
en
cuenta
que
las
propuestas
sobre
esta
temática
siempre
llevan
consigo
un
modelo
de
sociedad
y
que
los
debates
que
presentamos
revelan
las
discrepancias
que
siguen
existiendo
en
la
sociedad
peruana
acerca
del
tipo
de
nación
que
queremos.
Como
se
ha
repetido
muchas
veces,
el
Perú
independiente
no
modificó
completamente
las
estructuras
del
Estado
sino
que,
más
bien,
reprodujo
muchas
de
las
prácticas
coloniales
(Cotler
1978,
Méndez
1997).
El
proyecto
liberal
del
siglo
XIX
se
basaba
en
un
concepto
sociopolítico
de
nación
criolla
que
moldeaba
la
identidad
nacional
sobre
la
base
de
los
intereses
específicos
de
la
minoría
dominante
y
no
incorporaba
las
múltiples
facetas
socioculturales
del
país.
El
menosprecio
hacia
la
cultura
andina
(y
hacia
las
culturas
nativas
en
general)
estaba
fuertemente
anclado
en
la
desvalorización
de
su
lengua,
que
fue
subestimada
al
considerarla
incapaz
de
ser
utilizada
legítimamente
dentro
de
la
esfera
pública
y
la
cultura
letrada.
Como
lo
ha
señalado
Cerrón
Palomino
(1987),
en
los
nuevos
Estados
hispanoamericanos,
jamás
fue
debatido
el
problema
de
la
lengua
nacional,
a
pesar
de
que
95%
de
la
población
hablaba
una
lengua
indígena.
Los
criollos
asumieron
que
el
español
debía
ser
la
única
lengua
de
las
naciones
y
que,
por
tanto,
debía
activarse
un
proceso
de
homogenización
lingüistica.
Más
aún,
en
una
primera
etapa,
durante
el
siglo
XIX,
el
indígena
fue
representado
como
un
ser
con
una
vida
abyecta
y
miserable
al
que
no
valía
la
pena
educar
y,
por
tanto,
éste
permaneció
marginado
de
la
escuela
(Portocarrero
1992).
No
obstante,
en
el
periodo
de
la
“reconstrucción
nacional”
(1884-‐1895),
que
sucedió
a
la
guerra
del
Pacífico
(1879-‐1883),
surgieron
una
serie
de
reflexiones
sobre
el
Estado
nación
en
el
Perú
(Rénique
2003).
Con
González
Prada
a
la
cabeza,
los
intelectuales
de
la
época
comenzaron
a
darse
cuenta
de
la
ausencia
de
un
sentimiento
de
comunidad
y
de
un
proyecto
para
construir
un
Estado
que
“integrara”
a
una
población
indígena
que
había
sido
excluida
hasta
ese
momento.
Es
así
como
desde
principios
del
siglo
XX
surge
lo
que
se
ha
llamado
“el
impulso
educativo”,
que
tenía
como
objetivo
cristalizar
la
“unidad
nacional”
(Portocarrero
1992).
Esto
implicaba
convertir
al
indígena
en
un
ciudadano
que
hablara
español
y
que
asumiera
los
valores
del
catolicismo
y
de
la
historia
nacional.
La
escuela
debía
reformarlo
cultural
y
moralmente
y
éste
debía
dejar
su
ser
indígena
para
identificarse
como
peruano,
como
si
se
tratara
de
“un
olvido
a
cambio
de
una
promesa”
(Portocarrero
1992).
Por
lo
tanto,
la
opción
por
“integrar”
a
la
población
indígena
apostó
por
el
“blanqueamiento”
cultural
de
las
poblaciones
originarias
y
se
enmarcó
en
una
visión
de
un
Perú
homogéneo
a
través
de
la
cultura
occidental
en
su
variante
criolla
(Degregori
1993).
Ahora
bien,
aunque
estos
deseos
de
“blanqueamiento”
y
aculturación
impulsados
por
el
Estado
se
han
mantenido
a
lo
largo
de
todo
el
período
republicano
(López
1988a),
se
puede
señalar
que
no
necesariamente
se
han
cumplido.
Así
entonces,
la
tendencia
general
del
Estado
ha
sido
desarrollar
una
educación
para
lograr
el
cambio
cultural
y
la
modernización
(Portocarrero
1992).
Es
más,
salvo
excepciones,
y
sobre
todo
hasta
la
década
de
1960,
casi
todos
los
educadores
estuvieron
de
acuerdo
con
la
idea
de
que
el
indio
debía
“integrarse”
a
la
nación
a
través
de
la
instrucción
escolar,
aunque
en
algunos
casos
parecieron
preocuparse
por
impulsar
programas
alternativos
que
intentaban
tomar
en
cuenta
la
lengua
y
la
cultura
local.
Sin
embargo,
en
el
marco
de
esta
tendencia
general,
la
sociedad
civil
(en
la
figura
de
intelectuales
o
maestros,
por
ejemplo)
ha
producido
discursos
alternativos
en
diferentes
momentos
de
la
historia,
algunos
de
los
cuales
se
quedaron
al
margen
de
la
oficialidad,
mientras
que
otros
–aunque
por
periodos
breves-‐
sí
lograron
insertarse
en
los
espacios
de
poder.
Es
importante
puntualizar
que
estas
discusiones
en
torno
a
la
redención
del
indígena
a
través
del
sistema
educativo
estuvieron
siempre
circunscritas
a
la
reflexión
sobre
las
poblaciones
quechua
y
aimara
y
nunca
incluyeron
a
los
indígenas
amazónicos,
que
por
entonces
eran
ignorados
o,
en
el
mejor
de
los
casos,
representados
como
simples
“salvajes”.
Como
lo
anota
Espinosa
(2003),
ya
en
la
época
precolombina
los
españoles
establecieron
una
distinción
muy
marcada
entre
aquellos
pueblos
incorporados
al
imperio
del
Tahuantinsuyo
y
los
pueblos
ubicados
en
la
región
amazónica,
el
Antisuyo,
los
cuales
se
resistían
a
ser
conquistados.
Solo
hacia
fines
de
la
década
de
1960
se
comenzó
a
cuestionar
–desde
el
Estado-‐
el
proyecto
cultural
hegemónico
basado
en
la
homogenización
lingüística
del
país
y
se
planteó
la
necesidad
de
contar
con
una
nación
plural
y
heterogénea
que
respetara
las
diferencias.
Sin
embargo,
esta
alianza
entre
los
militares
y
los
intelectuales
progresistas
de
la
época
durante
el
gobierno
nacionalista
de
Velasco
duró
muy
poco
y
no
pudo
generar
sostenibilidad
en
las
políticas.
A
pesar
del
retroceso
que
se
produjo
con
el
siguiente
gobierno,
a
fines
de
la
década
de
1970
surgieron
dirigentes
de
las
jóvenes
organizaciones
indígenas
amazónicas
y
profesionales
vinculados
al
movimiento
indígena
y/o
al
desarrollo
de
programas
de
educación
bilingüe,
que
tuvieron
una
activa
participación
en
este
proceso
de
cuestionamiento
crítico.
Sobre
todo
en
el
contexto
amazónico,
la
escuela
empezó
a
ser
vista
por
los
dirigentes
indígenas
como
un
espacio
desde
el
cual
se
podrían
promover
procesos
de
reafirmación
étnica
y
cultural,
como
parte
de
demandas
más
generales
por
tierra
y
territorio
(Nugkuak
1985
y
Ñaco
2001).
Desde
lo
andino,
también
surgieron
múltiples
y
variados
signos
de
“reavivamiento
cultural”
(Portocarrero
1992),
que
han
influido
en
propuestas
educativas
cuestionadoras
de
la
perspectiva
modernizante.
Queremos
señalar
que
la
diversidad
cultural
y
lingüística
jamás
se
contempló
como
un
recurso
que
podía
enriquecer
a
todos
los
peruanos,
sino
solamente
como
un
problema
que
había
que
solucionar
en
función
de
la
educación
del
indígena.
Aunque
este
tema
empieza
hoy
a
contemplarse
de
otro
modo,
sobre
todo
con
relación
al
marco
legal
en
el
país,
todavía
está
en
sus
inicios
a
nivel
de
la
práctica.
Asimismo,
nos
parece
importante
precisar
que
la
educación
del
indígena
con
un
tratamiento
cultural
y
lingüístico
se
presenta
a
lo
largo
del
siglo
XX
como
un
conjunto
de
iniciativas
aisladas
que
pocas
veces
han
sido
acogidas
por
el
Estado.
En
algunos
casos,
las
iniciativas
gubernamentales
se
limitaron
a
dar
cumplimiento
a
acuerdos
internacionales
o
a
ejecutar
planes
diseñados
por
organismos
de
cooperación,
y
por
esto
quedaron
abandonadas
luego
de
que
estos
organismos
dejaran
el
país.
En
otros
casos,
el
Estado,
no
solo
ignoró
las
iniciativas,
sino
que
también
les
colocó
trabas
que
no
les
permitieron
desarrollarse.
Lo
que
ciertamente
ha
atravesado
todo
el
siglo
es
la
escasa
dotación
de
recursos
por
parte
del
Estado
para
abordar
esta
problemática,
así
como
una
inercia
constante
que
ha
impedido
generar
cambios
para
lograr
un
vuelco
importante
con
relación
a
su
tratamiento.
El
presente
documento
está
organizado
en
cuatro
partes
sobre
la
base
de
un
criterio
cronológico.
El
objetivo
ha
sido
presentar
una
serie
de
“hitos”
que
ilustran
el
pensamiento
educativo
en
torno
al
tema
que
nos
atañe
y
una
serie
de
tensiones
entre
la
propuesta
modernizante
del
Estado
y
algunas
iniciativas
alternativas
provenientes
de
la
sociedad
civil.
La
primera
parte
analiza
las
primeras
décadas
del
siglo
XX
y
la
tensión
entre
el
civilismo
oficial
y
las
corrientes
indigenistas
de
la
sierra
sur.
En
esta
etapa,
y
bajo
la
influencia
del
protestantismo,
surgieron
diversas
iniciativas
a
favor
de
una
educación
alternativa
para
la
población
indígena
pero
casi
no
fueron
acogidas
por
el
Estado.
La
segunda
parte
abarca
el
periodo
de
1930
a
1970.
Ahí
se
discute
una
etapa
de
reafirmación
hispánica
en
la
que
el
Estado
implementa
con
fuerza
una
perspectiva
educativa
desarrollista
más
explícita
y
las
escuelas
utilizan
las
lenguas
vernáculas
como
medios
para
castellanizar
y
modernizar
a
la
población.
Sin
embargo,
también
aparece
un
impulso
indigenista
que
llega
al
poder
con
la
figura
de
Valcárcel.
La
tercera
parte
aborda
la
reforma
educativa
de
Velasco
Alvarado
como
punto
de
quiebre
hacia
una
mirada
más
abierta
a
la
diversidad
lingüística
y
cultural,
en
la
que
los
intelectuales
progresistas
de
la
época
tuvieron
un
rol
protagónico.
Se
discute
el
surgimiento
de
las
organizaciones
indígenas
en
la
Amazonía
y
el
desarrollo
de
algunos
programas
pioneros
de
educación
bilingüe
que
se
ampararon
en
el
marco
legal
del
momento.
Finalmente,
la
cuarta
parte
presenta
la
década
de
1990
hasta
nuestros
días.
El
sector
educativo
oficial
ingresa
a
un
discurso
más
tecnocrático
y
“neutral”
de
la
educación
y
comienza
a
utilizar
una
noción
de
interculturalidad
funcional
que
no
permite
generar
cambios
sustanciales.
Sin
embargo,
con
el
proceso
de
descentralización
surgen
iniciativas
innovadoras
en
diferentes
regiones,
que
luchan
por
asumir
una
educación
“propia”.
La
antología
contiene
32
textos
producidos
a
lo
largo
del
siglo
XX
hasta
nuestros
días,
cuya
selección
ha
obedecido
a
un
criterio
de
heterogeneidad.
Hemos
procurado
que
los
textos
incluyan
tanto
la
problemática
andina
como
la
amazónica,
hayan
sido
producidos
por
diferentes
tipos
de
actores
(maestros,
académicos,
funcionarios,
etc.),
reproduzcan
las
voces
del
Estado
y
de
la
sociedad
civil,
pertenezcan
a
distintas
etapas
históricas
y
se
enmarquen
en
diversos
géneros
discursivos.
Este
último
criterio
ha
favorecido
la
inclusión
de
diferentes
tipos
de
textos:
leyes,
extractos
de
libros
de
texto,
artículos
académicos,
cartillas
de
alfabetización,
ordenanzas,
entrevistas,
canciones,
etc.).
Somos
conscientes
de
que
la
antología
ha
privilegiado
ciertos
momentos
históricos,
ciertos
contextos
geográficos
y
ciertos
programas
educativos
en
desmedro
de
otros,
pues
ha
sido
imposible
abarcar
un
periodo
tan
largo
de
manera
más
detallada.
De
todos
modos,
creemos
que
la
selección
ilustra
las
continuidades,
las
rupturas
y
las
tensiones
importantes
en
torno
al
tema
de
la
diversidad
lingüística
y
cultural
en
la
educación.
1.
El
indigenismo
de
las
primeras
décadas
del
siglo
XX
La
élite
civilista
dominó
la
política
y
la
economía
del
país
durante
los
primeros
veinte
años
del
siglo
XX,
periodo
conocido
como
“la
república
aristocrática”.
Se
trató
de
una
época
definida
por
la
privatización
de
la
política
en
una
serie
de
“poderes
locales”.
En
las
áreas
rurales
de
la
sierra
andina,
el
latifundio
crecía
y
los
gamonales
terminaban
de
expropiar
las
tierras
cultivadas
de
los
campesinos
para
anexarlas
a
las
grandes
haciendas.
Pero
el
proyecto
nacional
de
la
élite
civilista
no
solo
era
económico
sino
también
cultural.
De
hecho,
este
periodo
estuvo
caracterizado
por
la
“primera
ofensiva
educativa”
que
se
dio
en
el
país
(Contreras
2004).
El
obstáculo
para
el
proyecto
nacional
era
la
existencia
de
una
enorme
masa
de
población
indígena
carente
de
“vida
civil”
y
de
una
cultura
mínima
para
integrarse
a
la
vida
nacional
(Contreras
2004).
Frente
a
esta
constatación,
se
consideró
que
la
escuela
era
el
medio
más
eficaz
para
la
redención
del
indígena
pues
la
corriente
de
opinión
de
la
época
planteaba
que
los
indígenas
sí
eran
capaces
de
“entrar
en
la
civilización”
.
La
civilización
del
indio
significaba
la
castellanización
a
toda
costa
y
el
desarrollo
de
hábitos
occidentales
en
los
campos
de
la
nutrición,
la
salud,
la
economía
y
las
relaciones
sociales
(Contreras
2004).
La
ofensiva
educativa
se
concentró
en
la
región
de
la
sierra
y
tuvo
rasgos
claramente
autoritarios.
La
letra
entraba
con
sangre
y
los
alumnos
vivían
atemorizados
por
los
maestros,
quienes
a
su
vez
privilegiaban
las
prácticas
de
memorización
y
la
enseñanza
únicamente
en
castellano.
Fue
precisamente
Arguedas
(1986)
quien
criticó
esta
visión
de
la
educación
cuando
hizo
referencia
al
“método
de
la
imposición”.
Pero
el
consenso
en
torno
al
impulso
educativo
civilista
no
fue
total.
En
varios
sectores
de
la
población
hubo
oposición
y
hasta
resistencia.
Por
un
lado,
muchos
propietarios
de
haciendas
consideraron
la
educación
como
subversiva
de
su
poder
y
prerrogativas
y
promovían
el
lema
de
“indio
leído,
indio
perdido”.
Por
el
otro,
muchos
intelectuales
pensaban
que
el
esfuerzo
educativo
estaba
condenado
al
fracaso
y
que
solo
había
que
educar
a
las
élites.
Alejandro
Deustua
(1904),
reconocido
e
influyente
intelectual
de
principios
de
siglo,
fue
uno
de
ellos.
El
discurso
opositor
de
la
época
fue
quizás
el
indigenismo
de
la
década
de
1920
que
se
desarrolló
en
focos
como
Cusco
y
Puno.
Este
tuvo
precursores
importantes
desde
mediados
del
siglo
XIX.
No
solo
nos
referimos
a
figuras
como
Clorinda
Matto
de
Turner
o
Manuel
González
Prada
sino
a
la
Sociedad
“Amigos
de
los
Indios”
que
lideró
la
rebelión
campesina
en
Huancané
y
Azángaro
entre
1866
y
1868
y
que
representó
la
primera
organización
indigenista
en
el
Perú
que
denunciaba
la
explotación
de
los
indios
y
reclamaba
por
una
legislación
en
su
favor
(Jacobsen
y
Domínguez
2011).
Otro
de
los
movimientos
más
importantes
que
antecedió
al
indigenismo
de
la
década
de
1920
fue
la
Asociación
Pro-‐Indígena.
Esta
se
desarrolló
entre
1909
y
1917
y
fue
un
movimiento
de
raigambre
nacional
que
reaccionó
a
la
agresión
de
la
oligarquía
y
del
gamonalismo
y
propuso
al
indio
como
la
base
de
nuestra
nacionalidad
(Kapsoli
1980).
Sus
miembros
–como
Pedro
Zulen,
Dora
Mayer,
Francisco
Chukihuanca
Ayulo,
Luis
Valcárcel
o
Arturo
Peralta,
entre
otros-‐
eran
de
extracción
pequeño
burguesa
limeña
o
provinciana.
Aunque
entre
sus
miembros
existían
discrepancias
filosóficas
y
doctrinarias,
todos
coincidían
en
que
la
solución
del
llamado
“problema
del
indio”
radicaba
en
la
destrucción
del
latifundio
y
no
en
la
educación
del
indígena.
Como
lo
sostenía
Joaquín
Capelo,
presidente
de
la
asociación,
antes
de
educar
al
indio
se
le
debe
liberar:
“Esa
es
la
primera
educación
que
necesita:
el
hecho
de
que
se
vea
amparado
de
justicia
y
libertad”
(1914).
En
la
década
de
1920
se
vivió
una
atmósfera
revolucionaria
que
alteraba
la
estabilidad
del
sistema
de
haciendas
andinas
y
de
la
oligarquía
peruana
en
general,
y
que
fue
alimentada
por
la
labor
política
y
cultural
de
intelectuales
como
J.
C.
Mariátegui
y
Luis
E.
Valcárcel
que
empezaban
a
surgir
de
capas
sociales
medias,
y
por
el
rol
clave
que
tuvieron
revistas
como
Amauta
o
El
Boletín
Titikaka.
Más
aún,
en
1919
la
“Patria
Nueva”
de
Leguía
subió
al
poder
y
la
oligarquía
perdió
el
control
directo
del
gobierno
peruano.
El
Perú
del
periodo
que
va
entre
1919
y
1923
vivió
una
crisis
estructural:
era
el
fin
del
gobierno
de
la
vieja
oligarquía
civilista
y
el
inicio
de
la
presencia
de
nuevas
clases
sociales
en
el
control
del
poder
(Burga
1986).
En
1920,
se
promulgó
una
nueva
constitución
donde
se
expresaba
una
declarada
protección
a
las
poblaciones
indígenas
y
un
reconocimiento
legal
de
las
comunidades,
y
en
1921
se
creó
la
Sección
de
Asuntos
Indígenas
en
el
Ministerio
de
Gobierno
(Burga
1986).
Proclamándose
el
“Protector
de
la
raza
indígena”,
Leguía
instauró
un
discurso
populista
con
cierto
indigenismo
oficial,
aunque
el
reclamo
campesino
fue
enfrentado
con
demagogia
y
con
un
paternalismo
que
no
buscaba
promover
un
cambio
sustancial
en
la
situación
de
la
población
indígena
(Burga
y
Flores
Galindo
1980,
Contreras
y
Cueto
2004).
En
el
campo
educativo,
el
proyecto
educativo
civilista
perdió
vigor
y
el
gasto
en
educación
se
estancó,
aunque
algunos
de
sus
planteamientos
siguieron
vigentes
(Contreras
2004).
Un
ejemplo
de
este
discurso
populista
se
puede
observar
en
la
forma
como
el
gobierno
se
alió
con
el
Comité
Pro-‐Derecho
Indígena
Tahuantinsuyo
pero
luego
terminó
reprimiéndolo.
La
Asociación
Pro-‐Indígena
a
favor
de
la
defensa
de
los
derechos
del
indígena
influyó
sobre
el
surgimiento
de
esta
nueva
organización,
que
fue
fundada
por
jóvenes
campesinos
y
tenía
elementos
milenaristas
y
mesiánicos
(Burga
y
Flores
Galindo
1980).
El
Comité
fue
reconocido
por
un
decreto
expedido
en
1920
por
la
sección
de
Trabajo
del
Ministerio
de
Gobierno.
Sin
embargo,
las
tensiones
generadas
a
partir
de
las
revueltas
campesinas
sobre
todo
en
el
departamento
de
Puno
provocaron
que
el
gobierno
emitiera
una
resolución
para
poner
al
Comité
al
margen
de
la
ley
y
avalara
las
represalias
y
el
escarmiento
producidos
por
los
hacendados.
Comenzaron
a
circular
rumores
sobre
una
guerra
de
castas,
la
restauración
del
imperio
del
Tahuantinsuyo
y
un
atentado
contra
la
nación
peruana.
Más
aún,
en
1922,
un
poco
antes
de
que
se
emitiera
esta
resolución,
el
gobierno
creó
el
Patronato
de
la
Raza
Indígena
con
el
fin
de
disfrazar
sus
verdaderas
intenciones:
darles
protección
a
las
comunidades
existentes
pero
finalmente
respetar
los
derechos
adquiridos
por
los
hacendados
(Burga
1986,
Rénique
1991).
Toda
esta
coyuntura
enmarcó
el
surgimiento
del
indigenismo
como
movimiento
social
en
la
segunda
década
del
siglo
XX,
que
-‐focalizado
en
una
intelectualidad
regional
de
origen
urbano
con
nexos
claves
en
Lima-‐
cuestionaba
los
abusos
del
latifundismo
y
demandaba
una
serie
de
reivindicaciones
de
tipo
cultural
y
político
para
el
indígena.
Como
movimiento
cultural
e
ideológico,
el
indigenismo
fue
un
fenómeno
esencialmente
heterogéneo
con
respecto
a
sus
contenidos
y
tuvo
una
compleja
y
contradictoria
retórica
(Vich
2000),
que
se
reflejó
también
en
el
pensamiento
educativo
de
la
época.
Sin
embargo,
a
pesar
de
sus
diferentes
vertientes
(y
de
la
preocupación
general
por
la
situación
injusta
de
la
población
indígena),
primaba
una
mirada
civilizadora,
que
se
desarrolló
en
el
marco
de
un
proyecto
modernizador
del
país
con
miras
a
la
industrialización
y
a
la
apertura
a
los
capitales
extranjeros.
Más
aún,
como
fenómeno
artístico
e
intelectual,
el
indigenismo
estuvo
al
margen
de
las
voces
oficiales
del
Estado
y
no
logró
involucrar
a
las
masas
indígenas
y
campesinas
en
un
nuevo
proyecto
de
sociedad.
Se
trató,
más
bien,
de
intelectuales
ajenos
al
centralismo
limeño
que
intentaron
re-‐posicionarse
en
el
campo
cultural
presentándose
como
los
"auténticos"
portadores
de
contenidos
indígenas.
Así,
el
indigenismo
de
esa
época
se
insertó
en
el
sistema
hegemónico
ya
existente
(Cornejo
Polar
1978)
y
no
logró
transmitir
la
voz
del
indígena
marginado,
ni
siquiera
de
manera
indirecta
(Vich
2000).
El
indigenismo
se
vio
a
su
vez
influido
por
el
protestantismo,
misión
civilizadora
anglosajona
que
se
asentaba
progresivamente
en
el
país
a
principios
del
siglo
XX.
El
protestantismo
compartía
con
la
intelectualidad
de
la
época
-‐y
con
muchos
indigenistas-‐
rasgos
positivistas,
al
explicar
muchos
de
los
problemas
del
desarrollo
del
país
con
argumentos
raciales
en
el
marco
de
un
discurso
evolucionista
que
cuestionaba
los
hábitos
ancestrales
indígenas,
como
el
consumo
de
la
coca,
el
desaseo,
el
concubinato,
las
creencias
religiosas
y
las
festividades.
Se
trataba
de
promover
entre
los
indígenas
una
suerte
de
"desarrollismo"
que
se
basaba
en
una
progresiva
separación
de
las
costumbres
que
los
“degeneraban”
y
alejaban
de
la
vida
“moderna”.
Según
Escobar
(1967),
la
educación
adventista
se
orientaba
a
la
mayor
movilidad
social
del
indígena
“en
su
conversión
a
cholo
o
mestizo
y
hacia
la
vida
urbana
con
una
marcada
tendencia
nacionalista”
(66).
Desde
la
perspectiva
de
los
indigenistas,
la
alternativa
religiosa
de
los
protestantes
se
convertía
en
un
mal
menor
en
tanto
resultaba
útil
para
lograr
esta
influencia
cultural
y
civilizadora
que
ellos
también
anhelaban.
Incluso
personalidades
como
Valcárcel
(1928)
y
Encinas
(1915,
1932)
elogiaron
la
propuesta
educativa
del
protestantismo
con
relación
al
énfasis
que
se
les
daba
a
los
hábitos
de
higiene
y
al
desarrollo
de
la
sobriedad,
laboriosidad
y
disciplina
del
alumnado.
Por
otro
lado,
los
indigenistas
también
influyeron
en
los
misioneros,
sobre
todo
en
su
interés
por
conocer
de
cerca
la
realidad
indígena
y
en
las
acciones
que
tomaron
a
su
favor
respecto
del
abuso
y
la
explotación
por
parte
de
los
gamonales.
Esta
es
la
razón
por
la
cual
Fonseca
(2005)
argumenta
que
ambas
perspectivas
(protestantismo
e
indigenismo)
se
conjugaron
en
una
especie
de
“indigenismo
protestante”.
Ambas
compartían
una
versión
del
“mito
del
progreso”
que
concebía
la
educación
como
redentora
del
individuo
y
como
arma
concientizadora
para
luchar
en
contra
de
la
explotación
de
la
población
indígena
(Salomon
2004).
De
hecho,
Salomon
(2004)
señala
que
el
hilo
conductor
durante
medio
siglo
fue
el
diálogo
“a
veces
tenso”
entre
estas
misiones
extranjeras
(sobre
todo
norteamericanas)
y
los
educadores
regionales
liderados
por
José
Antonio
Encinas.
La
movida
intelectual
en
torno
al
Boletín
Titikaka
y
a
José
Antonio
Encinas
en
Puno
favoreció
el
desarrollo
de
iniciativas
educativas
para
la
población
indígena,
incluso
en
un
momento
en
el
que
la
misma
escuela
occidental
todavía
no
había
penetrado
en
las
áreas
rurales
del
altiplano.
Un
antecedente
importante
de
estas
iniciativas
puneñas
fue
la
“Escuela
particular
de
Indígenas
de
la
parcialidad
de
Platería”
que
fundó
el
maestro
adventista
Manuel
Z.
Camacho
en
1902
a
raíz
de
la
solicitud
de
los
comuneros
de
Utawilaya
y
que
articuló
los
intereses
del
protestantismo
y
del
indigenismo
de
la
época.
Se
trataba
de
una
escuela
adventista
donde
se
enseñaba
la
Biblia
y
la
religión
cristiana
pero
donde
también
se
abordaba
el
mundo
campesino
e
indígena
a
través
de
la
enseñanza
escolar.
Se
enseñaba
la
lectoescritura
en
castellano
y
la
aritmética,
y
se
capacitaba
en
técnicas
de
cultivos
y
de
higiene
(López
1988a).
La
escuela
fue
clausurada
por
los
gamonales
locales
que
acusaron
de
“herejes”
a
los
maestros
por
incitar
a
la
rebelión
indígena,
pero
con
el
apoyo
de
la
Asociación
Pro
indígena,
de
la
Misión
Adventista
y
de
intelectuales
indigenistas
como
Julián
Palacios
-‐
que
actuó
de
traductor
durante
el
conflicto-‐
Camacho
logró
reabrir
su
escuela
y
posteriormente
establecer
una
escuela
más
grande
en
Platería1
(López
1988a).
La
mayoría
de
intelectuales
del
indigenismo
y
seguidores
del
protestantismo
de
la
época
estaba
de
acuerdo
con
que
las
escuelas
conducidas
en
español
y
vinculadas
con
programas
urbanizados
no
daban
resultado
en
las
zonas
rurales
con
población
indígena.
Así,
muchos
empezaron
a
creer
que
la
instrucción
efectiva
sería
la
que
se
relacionara
con
la
vida
del
indio
y
tuviera
una
orientación
agrícola.
Es
sintomático,
por
ejemplo,
que
la
reunión
de
normalistas
en
Arequipa
en
1911
haya
recomendado,
entre
otras
cosas,
alterar
el
año
escolar
para
que
se
adaptara
al
calendario
agrícola
de
las
1 Las escuelas llegaron a 19 unidades en 1916.
comunidades
campesinas.
Sin
embargo,
aunque
la
mayoría
reconocía
que
la
escuela
debía
impartir
una
mejor
higiene,
un
buen
manejo
de
la
lengua
española
y
mejoras
en
las
técnicas
agrícolas,
hubo
muchos
debates
sobre
tipos
de
escuelas
y
reformas
específicas.
En
apariencia,
no
todos
los
pensadores
de
la
época
concebían
un
mismo
objetivo
educativo,
pues
mientras
que
los
seguidores
de
la
peruanidad
y
el
mestizaje
planteaban
de
manera
más
explícita
que
ésta
debía
servir
para
incorporar
al
indio
a
una
nación
peruana
homogénea
y
modernizante,
algunos
de
corte
más
indigenista
buscaban
que
la
educación
indígena
fortaleciera
la
cultura
ancestral
(sobre
todo
en
relación
al
vínculo
con
la
tierra).
Algunos
miembros
de
la
Asociación
Pro-‐Indígena
como
Joaquín
Capelo
pensaban
que
el
indio
debía
ser
educado
como
cualquier
individuo
y
no
con
una
educación
sui
géneris,
pues
asumía
que
“la
diferencia
de
raza
no
existe”
(1914).
Por
su
parte,
Modesto
Málaga,
también
miembro
de
la
Asociación
Pro-‐Indígena,
fue
quien
trató
el
tema
educativo
con
mayor
detenimiento.
En
1911
hacía
referencia
a
una
“raza
indígena”
con
“vicios
arraigados”,
“costumbres
salvajes”,
“odios
a
toda
innovación
progresista”
y
“amor
a
las
supersticiones
y
a
los
convencionalismos
ridículos
en
sus
relaciones
sociales”.
Para
él,
la
educación
tenía
como
fin
“desalojar
de
la
conciencia
del
indígena
todas
esas
costumbres,
atavismos
y
supersticiones
que
sirven
de
motores
de
su
voluntad”
(ver
artículo
reproducido
en
este
volumen).
Dos
décadas
más
tarde,
Palacios,
destacado
indigenista
puneño
y
profesor
normalista
y
lenguaraz
que
tuvo
mucha
influencia
sobre
el
pensamiento
educativo
de
esos
tiempos,
criticó
duramente
el
sistema
educativo
oficial
por
su
centralismo
y
por
su
deseo
de
imponer
un
mismo
tipo
de
educación
en
un
país
tan
culturalmente
heterogéneo
como
el
Perú,
y
propuso
una
educación
rural
en
armonía
con
el
medio
y
diseñada
sobre
la
base
de
las
necesidades
prácticas
de
los
educandos.
Sin
embargo,
no
deja
de
caer
en
contradicciones
que
eran
bastante
comunes
en
el
pensamiento
indigenista
de
esos
años
y
que
lo
acercan
a
la
postura
de
Málaga.
En
su
“Pedagogía
de
Mayku
Qqapa
y
Mama
Ojllu”
su
pensamiento
no
deja
de
mostrar
la
actitud
indigenista
de
la
época,
que
posiciona
al
indígena
como
una
“criatura
del
campo”
con
una
serie
de
características
que
lo
relacionan
con
las
esferas
productivas
primarias
y
que
lo
ubican
como
inferior
a
la
persona
de
la
ciudad:
“el
educando
indígena
y
mestizo
tiene
más
voluntad
que
inteligencia
i
más
aptitudes
manuales
que
verbales”
(Palacios
1929).
Su
“cancionero
para
niños
indios”
producido
en
1932
también
revela
un
sesgo
civilizatorio
que
coloca
la
redención
del
indio
en
el
libro
y
la
cultura
letrada
oficial
como
la
única
vía
para
acceder
a
la
legitimidad
como
ser
humano:
“Si
a
leer
aprendiera
y
si
escribir
pudiera
toda
dificultad
venciera,
entonces
hombre
me
sintiera;
libros
devorara,
papel
borroneara,
sabio
y
poderoso
fuera
y
a
mi
pueblo
educara”.
Algunas
partes
de
este
documento
han
sido
reproducidas
en
la
antología.
Palacios,
quien
publicitaba
sus
clases
de
quechua
y
aimara
por
correspondencia,
fue
muy
importante
en
la
discusión
sobre
la
problemática
de
la
lengua
instrumental
en
la
educación
que
surgió
en
Puno
en
esos
años
y
que
se
desarrolló
en
el
marco
de
la
reflexión
entre
Encinas
y
sus
discípulos.
De
hecho,
promover
la
enseñanza
de
las
lenguas
andinas
en
la
educación
constituía
para
la
época
toda
una
renovación
de
los
cánones
educativos
(Vich
2000).
En
este
contexto,
Chukiwanka
Ayulo
y
Julián
Palacios
elaboraron
en
1914
un
alfabeto
para
el
Quechua
y
el
Aymara
que
sería
funcional
a
la
instrumentalización
de
las
dos
lenguas
en
el
proceso
educativo.
Estos
fueron
apoyados
por
MacKnight,
un
protestante
norteamericano
que
actuaba
como
inspector
educativo
de
la
zona
y
que
planteó
la
posibilidad
de
usar
las
lenguas
indígenas
en
la
implementación
de
un
sistema
bilingüe
de
enseñanza
en
el
área
puneña
(MacKnight
1914).
Más
adelante,
a
final
de
la
década
de
1920
María
Asunción
Galindo,
profesora
de
aula
de
la
región
de
Puno,
aplicó
un
programa
bilingüe
en
la
Escuela
de
Experimentación
Educacional
de
Ojherani
y
elaboró
cartillas
de
lectura
y
escritura
inicial
para
los
niños
de
la
región
aimara
(1947).
Su
labor
fue
reconocida
por
el
Ministerio
de
Educación
y
ella
terminó
colaborando
con
las
Brigadas
de
Culturización
Indígena
que
se
desarrollaron
en
esa
década
y
que
comentaremos
en
el
siguiente
acápite.
A
pesar
de
que
había
conciencia
de
vincular
“el
hogar
con
la
escuela
sin
divorciarla
como
ocurre
con
el
castellano”,
se
trataba
de
un
programa
transicional
bastante
explícito:
“Que
el
idioma
castellano
debe
enseñarse
al
niño
utilizando
como
medio
su
lengua
nativa”;
“Que
se
debe
usar
el
alfabeto
castellano
en
la
didáctica
inicial,
para
después
introducir
las
combinaciones
y
duplicaciones
de
letras
para
dar
los
sonidos
peculiares,
ya
que
el
interés
nacional
actual
es
el
de
castellanizar
al
campesino”.
Su
método
para
enseñar
a
leer
y
escribir
en
aimara
(reproducido
en
la
antología)
tenía
como
fin
castellanizar
a
los
indios
pero
de
un
modo
amable
y
en
su
propio
ambiente.
Por
lo
tanto,
lo
que
se
buscaba
mediante
el
uso
de
las
lenguas
indígenas
en
la
educación
era
facilitar
y
acelerar
el
aprendizaje
del
español,
que
era
la
única
lengua
reconocida
como
oficial
y
“nacional”
en
el
Perú.
Según
Vich
(2000),
la
postura
indigenista
con
relación
a
este
tema
nunca
llegó
a
cuestionar
las
relaciones
coloniales
entre
el
español
y
las
lenguas
indígenas
ya
que
el
estatus
privilegiado
del
español
se
asumió
sin
ningún
tipo
de
cuestionamientos:
“No
se
alteró
la
percepción
generalizada
que
veía
al
español
como
la
única
lengua
posible
en
el
campo
de
la
cultura
letrada”
(Vich
2000).
Una
muestra
de
ello
es
que
en
una
revista
indigenista
como
el
Boletín
Titikaka
solo
se
incluyeron
seis
poemas
en
quechua.
A
pesar
de
que
algunas
de
estas
ideas
constituyen
planteamientos
bastante
novedosos
para
la
época
-‐pues
buscaban
acercar
la
escuela
a
la
vida
comunal
e
incluso
promover
la
lectoescritura
en
lenguas
indígenas-‐
no
se
llegaron
a
convertir
en
políticas
de
Estado.
Entre
1910
y
1920
algunos
senadores
puneños
presentaron
varios
proyectos
de
ley
que
apuntaban
a
la
introducción
de
las
lenguas
vernáculas
en
la
educación
pero
estos
no
tuvieron
éxito.
Además,
en
Puno,
los
gamonales
en
alianza
con
el
clero
católico
de
aquella
época
(y
en
oposición
a
la
alianza
indigenista
protestante)
se
opusieron
tenazmente
a
los
intentos
de
democratización
de
la
escuela
y
llegaron
incluso
a
incendiar
centros
educativos
y
a
asesinar
a
muchos
campesinos
promotores
de
que
la
educación
llegara
al
campo
(López
1988a).
Será
recién
en
la
década
de
1930
que
se
empezarán
a
utilizar
las
lenguas
indígenas
en
la
educación
como
parte
de
políticas
estatales.
A
diferencia
de
lo
que
ocurría
en
la
zona
andina,
la
enseñanza
en
las
primeras
escuelas
de
los
poblados
indígenas
amazónicos,
que
más
tarde
se
llamarían
comunidades
nativas,
fue
asumida
por
misioneros
católicos
y
adventistas,
y
solo
se
desarrolló
en
castellano.
Si
bien
las
primeras
escuelas
amazónicas,
al
igual
que
las
andinas,
fueron
parte
del
proyecto
civilizador
de
la
época
y
de
su
opción
por
“peruanizar”
a
los
indígenas,
es
posible
que
el
hecho
de
ser
conducidas
por
organizaciones
religiosas
hiciera
que
el
vínculo
entre
educación
y
evangelización
fuera
más
persistente
en
ellas.
Probablemente
las
primeras
escuelas
en
poblados
indígenas
amazónicos
fueron
las
de
Chirumbia
(1906)
y
Koribeni
(1918),
ambas
en
el
alto
Urubamba
y
a
cargo
de
los
dominicos.
En
esa
época
los
jesuitas
también
formaron
escuelas
asociadas
a
sus
misiones
en
el
alto
Marañón.
A
partir
de
la
década
de
1920,
la
misión
adventista
creó
algunas
escuelas
en
la
cuenca
del
río
Perené
con
el
fin
de
ofrecer
conocimientos
básicos
de
aritmética,
lengua,
higiene
y
religión
a
través
de
una
“evangelización
contextualizada”.
Al
inicio,
este
proceso
fue
dirigido
por
maestros
misioneros
puneños.
Posteriormente
también
participaron
docentes
del
pueblo
Ashaninka,
formados
en
las
estaciones
adventistas,
quienes
reproducían
lo
aprendido
en
lugares
de
difícil
acceso
(La
Serna
2009).
2.
El
Perú
entre
la
década
de
1930
y
1960:
La
expansión
civilizadora
y
castellanizante
Mientras
que
durante
el
oncenio
de
Leguía
el
Estado
se
quedaba
atrás
entre
las
entidades
que
propugnaban
la
educación,
a
partir
del
segundo
lustro
de
la
década
de
1930
se
desarrolló
la
“segunda
ofensiva
educativa”
(Contreras
2004)
y
la
educación
se
convirtió
en
la
principal
respuesta
al
tan
debatido
“problema
del
indio”.
Se
trató
de
una
etapa
de
reafirmación
hispánica
(Degregori
2000,
citando
a
Basadre)
que
tuvo
como
trasfondo
un
clima
mundial
de
ofensiva
conservadora
y
hasta
fascista.
Entre
1930
y
la
segunda
mitad
de
la
década
de
1950,
la
oligarquía
gobernó
a
través
del
ejército
con
Benavides
y
Odría,
aunque
hubo
un
lapso
democrático
de
nueve
años
con
el
primer
gobierno
de
Prado
(1939
y
1945)
y
el
régimen
liderado
por
Bustamante
y
Rivero
(1945
y
1948).
Los
gobiernos
militares
impusieron
una
política
liberal
en
el
plano
económico
y
políticas
públicas
educativas
que
pretendían
alcanzar
la
modernidad
de
forma
vertical
(ver
Zapata
en
esta
colección),
mientras
que
el
periodo
democrático
tuvo
un
impulso
indigenista,
gracias
en
parte
a
la
presencia
de
Encinas
como
director
de
la
comisión
de
Educación
en
el
congreso
de
la
república
y
de
Valcárcel
como
ministro
de
educación.
Aun
así,
es
posible
plantear
que
el
lapso
que
abarca
la
década
de
1930
y
principios
de
1960
constituye
la
época
de
auge
de
la
propuesta
de
modernización
centrada
en
la
escuela
(Portocarrero
1992)
en
el
marco
de
una
política
estatal
de
“integración
nacional”
más
explícita
(Degregori
1993).
Esta
propuesta
tuvo
en
su
base
la
teoría
de
la
modernización
que
dominó
el
discurso
sobre
el
desarrollo
a
lo
largo
de
estas
décadas.
Se
trataba
de
un
modelo
que
tenía
sus
raíces
en
el
evolucionismo
del
siglo
XIX.
La
diversidad
cultural
y
las
tradiciones
eran
percibidas
como
obstáculos
y
las
causas
del
subdesarrollo
se
asumían
como
intrínsecas
a
una
sociedad
atrasada.
Por
tanto,
la
teoría
de
la
modernización
se
caracterizaba
por
entender
el
desarrollo
como
un
proceso
homogenizador
u
“occidentalizador”,
no
solo
en
términos
económicos
y
políticos
sino
también