Table Of Content«Cuerpos y almas», publicada en 1943, alcanzó un éxito inmediato y
polémico, y obtuvo el Gran Premio de la Academia Francesa. La acción se
centra en la Facultad de Medicina de la ciudad de Angers, donde los
personajes, médicos, ayudantes, estudiantes, enfermeros y pacientes, van
hilvanando historias paralelas que exponen con toda crudeza las
contradicciones humanas y profesionales de sus protagonistas, que se
mueven entre la miseria moral y física, la abnegación y el desprendimiento.
La novela plantea, además, diferentes debates éticos que tratan temas como
la experimentación de ciertos tratamientos con seres humanos, pasando por
las dificultades en el tratamiento y diagnóstico de los enfermos mentales,
todavía vigentes en pleno siglo XXI, y abordando temas como el aborto, tan
rechazado entonces como en buena medida lo es hoy, pero no por eso
menos practicado.
Dramática, perturbadora y contundente, se convirtió en un clásico que, a más
de medio siglo de su publicación, sigue conmoviendo a miles de lectores.
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Maxence Van der Meersch
Cuerpos y almas
ePub r1.1
Titivillus 16.06.15
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Título original: Corps et âmes
Maxence Van der Meersch, 1943
Traducción: Salvador Marsal
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
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A mi padre.
En recuerdo de gratitud y afecto,
por la ternura con que rodeó mi juventud
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PROLOGO
Un escritor olvidado: Maxence van der Meersch
Por Alfredo Méndiz
Desde las campañas de Julio César hasta el desembarco de Normandía, la franja
de tierra que se extiende en torno a la frontera entre Francia y Bélgica ha sido el gran
estadio militar en el que de generación en generación se han medido los ejércitos
europeos: para el historiador, topónimos como Azincourt, San Quintín, Waterloo,
Sedan, Ypres, Dunkerque y otros muchos evocan hechos de armas muy
desparramados a lo largo del tiempo pero muy cercanos en el espacio.
Ese perenne campo de batalla continental es la patria de Maxence Van der
Meersch, un escritor en el que el explosivo confín entre las contradictorias
aspiraciones de una Europa en crisis permanente parece hecho no de tierra, mar y aire
sino de carne y espíritu; o, por decirlo con sus propias palabras, de cuerpos y almas.
El escritor obrero Maxence Van der Meersch es hijo de franceses pero nieto de
belgas. Nace en 1907 en Roubaix, muy cerca de la frontera. Los Van der Meersch
habían llegado a Francia en 1860, cuando el abuelo Louis, persona sencilla pero
sensible, se había establecido en la pequeña localidad de Bondues como organista de
la parroquia.
Tampoco el padre de Maxence, Benjamin, carecía de sensibilidad, pero de hecho
se había orientado hacia la actividad comercial. Más de fondo eran, entre el padre y el
abuelo, las diferencias en materia religiosa: Benjamin Van der Meersch, incrédulo y
anticlerical, era muy distinto de su progenitor, un hombre piadoso que había
transcrito a mano un extenso libro de oraciones para que su mujer, que tenía muchas
dificultades con el francés y se atascaba ante la letra impresa, pudiera rezar todos los
días en neerlandés.
Durante la Primera Guerra Mundial, Roubaix fue ocupada por los alemanes y
sufrió las dramáticas penalidades que Van der Meersch reflejará en Invasión 14
(1935), para muchos su mejor novela. Él lo pasó en aquellos años realmente mal:
mientras su padre, para resarcirse de una quiebra infeliz que poco antes le había
obligado a huir a Bélgica, se dedicaba al contrabando, la madre, separada de
Benjamin y absorbida por su propio negocio (una taberna), había delegado de hecho
el cuidado de su hijo en la hermana y la abuela paterna de éste. Ambas murieron
durante la guerra. La pérdida de Sarah, su única hermana, siete años mayor que él,
fue para el pequeño Max el golpe más duro de todos los de aquella época siniestra de
guerra, penuria económica y desavenencias familiares.
Terminada la guerra, los negocios del padre, con quien Maxence vivía, levantaron
el vuelo. También los suyos iban viento en popa: Vander, como le llamaban los
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amigos, se demostró en la escuela un estudiante excepcional, y a nadie extrañó que en
el momento de ingresar en la Universidad optara por estudiar dos carreras a la vez,
Derecho y Letras.
En 1927 conoce a una joven obrera, Thérèze Denis, y de inmediato se enamora.
Sabe que esa relación no agrada a su padre, pero no está dispuesto a ceder. Llegado el
día en que Benjamin le expone lo que piensa, la discusión se encrespa y Max acaba
haciendo las maletas y abandonando su hogar para instalarse con Thérèze y sus dos
hermanos pequeños en la modesta casa que él mismo les ha conseguido. Seguirá
tomando a diario el tren de Lille para asistir a sus clases en la Universidad, pero
además se ha de poner a buscar trabajo.
«Trabajador de la pluma»: así se describirá a sí mismo con frecuencia algunos
años después, en particular ante ese ser al que ha convertido en objeto y destinatario
de su obra, el trabajador de la fábrica. Al tener que escribir para vivir, Maxence Van
der Meersch descubre un nuevo mundo: se siente metido en la vida real. Sus
anteriores pinitos literarios en publicaciones universitarias se le caen de las manos
como una frivolidad infantil. Ahora tiene algo que contar: se ha asomado al pozo de
la vida y ha observado su negrura. La vida de Thérèze, breve aún pero terrible, está
ahí para que él la dé a conocer, y la da a conocer en El pecado del mundo (1934),
primer volumen de la trilogía La hija pobre. La guerra, con todo su horror, también
pide ser contada, y Van der Meersch la cuenta sin eufemismos en Invasión 14. Desde
que estudiaba en el liceo le había fascinado Zola, con su naturalismo hecho de una
observación exhaustiva, «científica», de la realidad, y en especial de sus aspectos más
sórdidos: como él, Maxence Van der Meersch observa todo minuciosamente, en la
mejor tradición flamenca, se documenta, prepara miles de fichas sobre lugares y
personajes; y, también como él, no es inmune, sobre todo en sus primeras novelas, a
un cierto fatalismo determinista. «En la casa del obrero, ya se sabe», escribe en
Cuando enmudecen las sirenas (1933): «sueños de honradez que se repiten de madre
a hija pero que jamás se cumplen».
Más aún, muchas veces Van der Meersch encontrará sus temas en los mismos
motivos que habían interesado al jefe de filas del naturalismo: una huelga (Cuando
enmudecen las sirenas), la guerra (Invasión 14), la prostitución (Femmes à l’encan —
en castellano, Una esclavitud de nuestro tiempo—, 1945)… El editor Albin Michel,
con cuya confianza contaba desde su primera novela (La casa de las dunas, 1932), no
hacía ascos a ese tipo de literatura, y fue publicando uno tras otro todos los títulos que
salían de la pluma de Van der Meersch, que en esto fue realmente afortunado. En
1936, Maxence Van der Meersch y Albin Michel verán recompensados sus esfuerzos
con la concesión del premio Goncourt a La huella del dios, la conmovedora historia
de Karelina, una campesina frágil e inocente en un mundo hipócrita, tremendo,
brutal.
En 1929 Thérèze ha tenido una hija que, en memoria de la hermana difunta de
Max, ha recibido el nombre de Sarah. Por su parte, los hermanos de Thérèze se han
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independizado. Como, entre tanto, Benjamin Van der Meersch no sólo se ha
reconciliado con su hijo sino que se ha convertido en su agente literario, nada parece
impedir que la joven pareja formalice su unión. En 1934 contraen finalmente
matrimonio ante el abbé[1] Pinte, un sacerdote culto y abnegado que durante la guerra
había intervenido en actividades de resistencia y al que Van der Meersch había
acudido en busca de datos para Invasión 14.
Desde luego, el trato con el abbé Pinte tuvo mucho que ver con el acercamiento
de Van der Meersch a la Iglesia. En realidad, él siempre había sido creyente —hay
rastros evidentes de fe también en sus primeras novelas—, pero sólo a mediados de
los años treinta se convirtió en el hombre graníticamente católico que sus biógrafos y
críticos actuales reconocen en él. La novela de su conversión es El elegido (1937): el
protagonista, Siméon, es el propio autor apenas disfrazado. A continuación Van der
Meersch escribirá Pescadores de hombres (1940), sobre un militante de la J. O. C.,
una iniciativa de origen belga con la que se entusiasma y que en cierto modo sintetiza
en tres palabras (Juventud Obrera Cristiana) el perfil del hombre nuevo que él tiene
en la mente como antítesis de ese hombre viejo, burgués y agnóstico que ha
envenenado a Europa, de ese personaje nefasto cuya respetabilidad en tantas de sus
novelas queda por los suelos.
El Zola cristiano.
Cuando se convirtió, Van der Meersch ya estaba formado literariamente, era ya un
escritor naturalista. Y no pensó que a partir de entonces tuviera que dejar de serlo: su
intención era claramente ser un escritor naturalista y cristiano. Por eso se le ha
llamado a veces el Zola cristiano.
Sin embargo, al menos a primera vista no se puede decir que naturalismo y
cristianismo sean dos sustancias perfectamente armonizables. Es más, algunos
pasajes menos afortunados de las novelas de Van der Meersch parecen más bien
confirmar que son como el agua y el aceite, incapaces de mezclarse: los abruptos
sentimientos de caridad cristiana de Van Bergen, en La huella del dios, al recibir un
disparo mortal, o las anónimas consideraciones morales de las últimas páginas de
Cuerpos y almas, a modo de oráculo, resultan incongruentes y artificiales en el
cuadro de conjunto de cada una de esas novelas, en las que el naturalismo —un
naturalismo muy material, muy pegado a la tierra— forma parte, y parte importante,
del pacto de lectura entre el autor y su público (el cristianismo no: el cristianismo es
punto de llegada, más que de partida).
Entre los escritores católicos activos en Francia en la primera mitad del siglo XX,
la oposición al naturalismo era un rasgo común: el naturalismo, había escrito Claudel
en 1913, «lejos de utilizar al hombre por entero, deja lo mejor en desamparo y no
conduce más que al pesimismo y a la tristeza de la impotencia». Para Van der
Meersch, en cambio, el espectáculo de una humanidad salpicada de prostitutas,
invertidos, tuberculosos, epilépticos, cretinos, sádicos…, no es una bofetada para
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quien cree en la providencia de Dios, sino para quien sólo cree en sí mismo («sólo
existe el Yo»: tal es el credo de uno de sus personajes, Jean Doutreval). En Cuerpos y
almas, el hijo deforme —un verdadero monstruo— de Valérie Géraudin, apartado de
la familia y atendido por personas de confianza en otra ciudad, es para la madre como
un sacramental intuido y rechazado: «Su hijo le daba miedo y prefería no verlo… Le
tenía miedo, como tenemos miedo con frecuencia de lo que nos puede salvar».
Apuntes como éste son los que mejor denotan la inspiración moral y religiosa de
Van der Meersch: decepcionante a veces en la enunciación explícita del misterio
cristiano, no le falta el don de hacerlo presente de modo implícito, subrepticio, con
una eficacia basada en el estímulo que representa siempre para la mente del lector el
desafío de lo apenas esbozado, de lo que pide una sucesiva elaboración personal, unas
conclusiones. Y a ello contribuye decisivamente el hecho de que por lo general
Maxence Van der Meersch escoja la materia que va a ofrecer a la consideración de su
público precisamente entre lo que más puede conmocionar, incluso por vía de
repugnancia, su sensibilidad.
Naturalmente, no es sólo la deformidad física lo que Van der Meersch utiliza
como resorte, sino también, en medida mucho mayor, la deformidad moral, la
desviación del comportamiento que hace del hombre una fiera salvaje. La animalidad
del hombre tiene así en Van der Meersch a uno de sus observadores más crudos,
también en las ocasiones en que recurre a «epifanías animales» de violenta
expresividad para iluminar los aspectos más brutales de la naturaleza humana. En
Cuando enmudecen las sirenas dos niños crueles torturan a conciencia a un gato hasta
que deja de respirar, y a continuación lo despellejan de arriba abajo y lo cuelgan de
un tendedero, momento en que el gato, antes de morir definitivamente, emite un
maullido aterrador que pone en fuga a sus dos verdugos. El gato es aquí la imagen de
los obreros de Roubaix en huelga, protagonistas de la novela: despojado de todo,
hasta de su dignidad, al hombre le queda, al menos, la capacidad de hacer oír su grito
de muerte. En La huella del dios es una pelea de gallos el trasunto animal de la trama
humana, del conflicto de pasiones enconadas entre Van Bergen y Gomar: el gallo de
Gomar mata a su contrincante, pero, maltrecho y agotado, apenas sobrevive unos
minutos a su propia victoria.
Sin embargo, no todo se resuelve en la autodestrucción del hombre por el hombre.
Van der Meersch también deja espacio al desarrollo de lo mejor que el corazón del ser
humano puede tener en reserva: muertos Van Bergen y Gomar, queda en pie la
abnegación de Wilfrida, viuda de Van Bergen y tía de Karelina (Sublime perdón es el
empalagoso pero elocuente título con que será presentada en España la adaptación
cinematográfica de La huella del dios, rodada por Léonide Moguy en 1940). No es
algo, de todos modos, que esté al alcance de cualquier personaje. Por lo general, en
las novelas de Maxence Van der Meersch los corazones que se comportan con esa
generosidad son femeninos: para él, la mujer suele encarnar el lado mejor de la
humanidad.
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Las últimas batallas.
En 1942, después de siete años de trabajo, Van der Meersch publica Cuerpos y
almas. La idea de la novela había nacido en él el día en que había acudido con su
mujer, siempre frágil de salud, al doctor Paul Carton. Van der Meersch no quería que
Thérèze muriera de tuberculosis en plena juventud, como su hermana Sarah, y el
abbé Pinte le había hablado bien de aquel neumatólogo que propugnaba un
tratamiento revolucionario de las enfermedades de pulmón. El doctor Carton imponía
a sus pacientes, fundamentalmente, un original régimen alimenticio que requería, por
ejemplo, cocer tres veces ciertas legumbres y tomar otras crudas, pero que sobre todo
proscribía la sobrealimentación, el recurso más socorrido —junto con otro no menos
traumático, el neumotórax[2]— con que contaban los médicos de la vieja escuela para
combatir la tuberculosis. Carton, ideólogo aficionado, envolvía sus teorías científicas
en una filosofía propia, decididamente antimoderna, que postulaba una recuperación
de los valores morales y religiosos y que influyó poderosamente en Van der Meersch.
Éste cambió a partir de aquella primera visita a Carton algunas ideas, pero también
algunos hábitos alimenticios, ya que, como el singular médico le había demostrado,
en realidad su salud no era mejor que la de su mujer.
Cuerpos y almas afronta los dos filones del sistema de ideas de Carton: por un
lado, la crítica a la vieja medicina; por otro, la defensa de los valores espirituales. El
realismo con que Van der Meersch describe las exploraciones médicas y las
intervenciones quirúrgicas, de una crudeza intolerable a veces para sensibilidades
delicadas, contribuye a hacer resaltar con gran viveza, con la viveza del contraste, la
dimensión moral y espiritual (el alma) de los personajes, de toda esa galaxia de
médicos, enfermeras, pacientes… que se juegan todo no tanto en el quirófano como,
sobre todo, en su propia conciencia. El protagonista, Michel Doutreval, tiene mucho
en común con Van der Meersch: tiene, por ejemplo, una mujer tuberculosa que le
conforta en los momentos de angustia porque posee «la fuerza que da el
conocimiento de la miseria».
Cuerpos y almas, quizá la única novela de Van der Meersch que a pesar del paso
del tiempo ha seguido publicándose regularmente en los principales idiomas, tiene un
pulso narrativo firme, una historia sólida y un repertorio de sentencias y máximas que
podría haber hecho las delicias de Pascal: más de lo necesario para merecer el enorme
éxito que alcanzó. Inevitablemente, la clase médica francesa reaccionó contra lo que
consideraba un ataque injusto. En aquella hora no fueron pocos los médicos que
confirmaron que el corporativismo del estamento sanitario y los demás males que la
novela denunciaba eran reales, pero la ingrata polémica contribuyó a amargar los
últimos años de la vida de Van der Meersch.
Lo mismo se puede decir de la polémica que levantó otro libro suyo, Santa
Teresita (1947), una biografía que, en su afán de naturalismo, escarba en los aspectos
menos sobrenaturales del convento en que la santa de Lisieux había vivido. No
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