Table Of ContentANTES DE
LA ToRMENTA
Trilogía de la flota negra/1
Michael P. Kube-Mcdowell
Michael P. Kube-McDowell
Título Original: Before the Storm
Traducción: Albert Solé
© 1996 By Michael P. Kube-McDowell
© 1997 Ediciones Martinez Roca
Gran vía 774 - Barcelona
Edición Digital: Pincho
R6 08/02
A la memoria de mi abuelo,
Dayton Percival Dreich, 1896-1975,
quien creyó en un universo de maravillas
más allá de esta Tierra.
Y para mis hijos,
Matthew Tyndall, nacido en 1983,
y Amanda Kathryn, nacida en 1995.
Que sus vidas sean viajes llenos de felicidad
a través de sus propios universos de maravillas.
Prólogo
Ocho meses después de la batalla de Endor
El astillero orbital de reparaciones que el Imperio había construido en N'zoth, conocido
en código con el nombre de Negro 15, era del diseño imperial estándar, con nueve
grandes diques dispuestos formando un cuadrado. La mañana de la retirada de N'zoth,
los nueve estaban ocupados por navíos de guerra imperiales.
Normalmente, la visión de nueve Destructores Estelares juntos habría dejado aterrado
a cualquier espectador que pudiera llegar a encontrarse delante de sus cañones.
Pero la mañana de la retirada de N'zoth, sólo uno de esos nueve Destructores
Estelares estaba preparado para hacerse al espacio.
Ésa era la triste realidad que ocupaba la mente de Jian Paret, comandante de la
guarnición imperial de N'zoth, mientras contemplaba el astillero desde su centro de
mando. Las órdenes que había recibido hacía unas horas todavía parecían flotar delante
de sus ojos.
Se le ordena evacuar la guarnición planetaria hasta el último hombre, a la máxima
velocidad posible, utilizando cualesquiera y todas las naves que estén en condiciones de
navegar. Destruya el astillero y cualesquiera y todas las instalaciones restantes antes de
retirarse del sistema.
Esa triste realidad también era conocida por Nil Spaar, el líder de la resistencia
yevethana, y ocupaba un lugar muy importante en sus pensamientos mientras viajaba a
bordo de la lanzadera de inspección que había despegado de la superficie con el primer
grupo de comandos a bordo. Las órdenes que había dado hacía unas horas todavía
resonaban en sus oídos.
«Notifiquen a todos los grupos que se ha ordenado una evacuación imperial. Ejecuten
inmediatamente el plan primario. Hoy es el gran día de la venganza. Hemos comprado
esos navíos con nuestra sangre, y ahora por fin serán nuestros. Que cada uno de
nosotros pueda honrar el nombre de Yevetha en este día.»
Nueve naves.
Nueve grandes trofeos de los que apoderarse.
El Destructor Estelar más gravemente dañado, el Temible, había padecido un castigo
terrible durante la retirada de Endor. En cuanto a las otras naves, había desde viejos
cruceros de tamaño mediano que estaban siendo modernizados para volver a entrar en
servicio hasta el EX-F, un soporte de armamento y propulsión experimental que había
sido instalado en el casco de un Destructor.
La clave de todo era el gigantesco Destructor Estelar Intimidador, que estaba atracado
en uno de los diques abiertos al espacio. Capaz de navegar, pero todavía no utilizado en
ninguna batalla, el Intimidador había sido enviado a Negro 15 desde el Núcleo para la
finalización de su puesta a punto, lo cual había permitido que se pudiera desocupar un
dique de la clase Súper en el astillero del complejo central.
A bordo había espacio más que suficiente para toda la guarnición, y el Intimidador tenía
potencia de fuego sobrada para destruir el astillero y todas las naves que había dentro de
él. Paret se había trasladado al puente del Intimidador una hora después de haber
recibido sus órdenes.
Pero el Intimidador no podía abandonar el astillero tan deprisa como le hubiese
gustado a Paret. Sólo disponía de un tercio de una tripulación estándar, lo que equivalía a
un solo turno de guardia, y eso significaba que una dotación tan reducida tardaría
bastante tiempo en preparar la nave para su salida del astillero.
Además, nueve de cada diez trabajadores de Negro 15 eran yevethanos. Paret
despreciaba a aquellos esqueletos de rostros multicolores. Le habría gustado poder sellar
todas las compuertas de la nave en beneficio de la seguridad, o reclutar trabajadores
adicionales para poder acelerar el proceso. Pero cualquiera de esos dos actos habría
alertado prematuramente a los yevethanos de que la fuerza de ocupación estaba a punto
de abandonar N'zoth, y eso habría supuesto un grave peligro para la retirada desde la
superficie.
Lo único que podía hacer era ordenar una partida por sorpresa y esperar mientras se
iban desarrollando las largas comprobaciones y procesos de cuenta atrás, y permitir que
los trabajos normales siguieran adelante hasta que los transportes de tropas y la
lanzadera del gobernador hubieran despegado y estuvieran en camino. Entonces, y sólo
entonces, podría ordenar a su tripulación que cerrara las compuertas, cortara las amarras
y diera la espalda a N'zoth.
Nil Spaar estaba al corriente del dilema al que se enfrentaba el comandante Paret.
Sabía todo lo que sabía Paret, y muchas cosas más. Llevaba más de cinco años haciendo
cuanto podía para introducir aliados de la resistencia en el contingente laboral reclutado a
la fuerza. Nada importante ocurría sin que Nil Spaar se enterase rápidamente de ello, y
Spaar había utilizado toda la información que había ido reuniendo para tramar un plan
muy elegante con ella.
Había puesto fin a la racha de pequeños «errores» y «accidentes», y había exigido que
quienes trabajaban para el Imperio mostraran diligencia y trataran de hacerlo todo lo
mejor posible..., al mismo tiempo que se iban enterando de cuanto podían acerca de las
naves y de su funcionamiento. Se había asegurado de que los yevethanos se ganaran la
confianza de sus superiores y acabaran siendo indispensables para los jefes de cuadrilla
del astillero de la Flota Negra.
Era esa confianza la que había permitido que el ritmo de los trabajos se fuera frenando
poco a poco durante los meses transcurridos desde la batalla de Endor sin que nadie se
diera cuenta de lo que ocurría. Era esa confianza la que había puesto en manos de sus
yevethanos tanto el control del astillero como las naves atracadas en los diques.
Y era la paciente y calculada utilización de esa confianza la que había llevado a Nil
Spaar y a quienes le seguían hasta aquel instante.
Spaar sabía que ya no debía temer al Acoso, el Destructor Estelar de la clase Victoria
que había estado protegiendo el astillero y patrullando el sistema. El Acoso había recibido
la orden de partir con rumbo al frente hacía tres semanas, y se había unido a la fuerza
imperial que estaba siendo lentamente derrotada en una acción de retaguardia en Notak.
También sabía que Paret no podría impedir que sus hombres subieran al Intimidador ni
siquiera ordenando un bloqueo general de los puestos de combate. Técnicos yevethanos
habían manipulado los circuitos de más de una docena de escotillas externas de las
Secciones 17 a la 21 para que transmitieran la información de que tenían activados sus
sistemas de bloqueo cuando en realidad éstos se hallaban desconectados, y para que
asegurasen que estaban cerradas cuando no lo estaban.
Sabía que incluso en el caso de que el Intimidador lograse salir del dique en el que
estaba atracado, no tendría ninguna posibilidad de escapar o volver sus cañones hacia
los navíos abandonados. Los paquetes de explosivos ocultos dentro del casco del
Intimidador lo harían pedazos con tanta facilidad como si fuese una cáscara de huevo en
cuanto los escudos de la nave entraran en acción y bloquearan la señal continua que
mantenía inactivas las bombas.
Mientras la lanzadera se iba aproximando al muelle de atraque, Nil Spaar no sentía ni
la más mínima sombra de miedo o aprensión. Todo lo que podía hacerse había sido
hecho, y había una especie de alegre inevitabilidad en el combate que no tardarían en
librar. No albergaba ninguna duda de cómo terminaría.
Nil Spaar y el primer grupo de comandos yevethanos entraron en el Intimidador a
través de las escotillas de la Sección 17, mientras que Dar Bille, su primer oficial, y el
grupo de apoyo, entraban por la Sección 21.
No se dijo ni una sola palabra. No era necesario. Cada miembro de los dos grupos
conocía la estructura de la nave tan bien como cualquier tripulante imperial. Los
yevethanos avanzaron por ella como si fueran fantasmas, corriendo por pasillos cerrados
o que habían sido despejados por amigos de las cuadrillas de trabajadores, deslizándose
por conductos de acceso y subiendo por escalerillas que no aparecían en ningún plano de
construcción. Unos pocos minutos bastaron para que llegaran al puente..., sin que nadie
hubiera tratado de detenerles, y sin que se hubiera desenfundado una sola arma o se
hubiese hecho un solo disparo.
Pero los yevethanos entraron en el puente con las armas desenfundadas, sabiendo con
toda exactitud qué puestos estarían ocupados, dónde estaba el centro de guardia y quién
podía hacer sonar la alarma general. Nil Spaar no gritó ninguna advertencia, no hizo
ningún anuncio melodramático y no exigió ninguna rendición. Se limitó a cruzar el puente
con paso rápido y decidido hacia donde estaba el oficial ejecutivo, y después alzó su
desintegrador y le calcinó la cara.
Mientras lo hacía, el resto del grupo de comandos se desplegó detrás de él, con cada
yevethano apuntando al objetivo que se le había asignado. Seis miembros de la dotación
del puente del Intimidador fueron eliminados durante los primeros segundos, sentados en
sus puestos, debido al poder que podía ser convocado por las yemas de sus dedos. Los
demás, el comandante Paret incluido, se encontraron rápidamente tumbados de bruces
en el suelo, con las manos atadas a la espalda.
Adueñarse de la nave no era difícil. El gran desafío siempre había estado en saber
elegir el momento de la incursión para evitar una represalia.
—Estamos recibiendo una señal de la lanzadera del gobernador —anunció un
comando yevethano mientras se sentaba en el sillón del centro de comunicaciones—. Los
transportes están despegando de la superficie. No se ha informado de ningún problema.
Nil Spaar asintió, satisfecho de que todo estuviera yendo tan bien.
—Acuse recibo de la señal —dijo—. Avise a la tripulación de que nos disponemos a
recoger a la guarnición. Notifiquen al astillero que el Intimidador va a salir al espacio.
La flota de transportes imperiales despegó de N'zoth y, como un enjambre de insectos
que volviera a la colmena, puso rumbo hacia el gigantesca Destructor Estelar en forma de
daga. Más de veinte mil ciudadanos del Imperio, entre soldados, burócratas, técnicos y
sus familias, habían ocupado hasta el último centímetro de espacio disponible a bordo de
la flota de insectos.
—Abran todos los hangares —dijo Nil Spaar.
Con su destino a la vista, los transportes fueron reduciendo la velocidad y empezaron a
seguir los distintos vectores de aproximación.
—Activen todas las baterías dotadas de miras automáticas —dijo Nil Spaar.
Un jadeo colectivo brotó de los prisioneros inmóviles en el puente, que estaban
contemplando las imágenes de las mismas pantallas observadas por los comandos
yevethanos que habían pasado a ocupar sus puestos.
—¡Sois unos cobardes! —les gritó el comandante Paret a los invasores, con la voz
enronquecida por el desprecio y la ira—. Un verdadero soldado nunca haría esto. No hay
ningún honor en matar a quienes están indefensos.
Nil Spaar le ignoró.
—Fijen los blancos.
—¡Maldito loco asesino! Ya has vencido. ¿Cómo puedes justificar esto?
—Fuego —dijo Nil Spaar.
Las planchas de la cubierta temblaron con un estremecimiento casi imperceptible
cuando las baterías entraron en acción, y los transportes que se estaban aproximando al
Destructor Estelar desaparecieron entre un estallido de bolas de fuego y fragmentos
metálicos. No se necesitó mucho tiempo. Ninguno escapó. Unos instantes después el
centro de comunicaciones empezó a vibrar con las preguntas llenas de terror y perplejidad
procedentes de todos los niveles de la nave. La carnicería había sido presenciada por
muchos testigos.
Nil Spaar dio la espalda a la pantalla de los sistemas de puntería y cruzó el puente
hasta el lugar en que el comandante Paret yacía sobre la cubierta. Agarrando al oficial
imperial por los cabellos, sacó a Paret de la fila de cuerpos y le dio la vuelta con un brusco
empujón de su bota. Después Nil Spaar agarró la pechera de la chaqueta de Paret con
una mano y tiró de ella, alzándolo en vilo. El yevethano se alzó sobre el oficial durante un
momento interminable, una silueta alta y delgada a la que los fríos ojos negros —bastante
más separados de lo que hubiese sido normal en un humano—, la franja blanca que
corría a lo largo de su promontorio nasal y los surcos carmesíes que cubrían sus mejillas
y su mentón daban el aspecto de un demonio enloquecido por el deseo de venganza.
Después, con un siseo, el yevethano tensó su mano libre hasta convertirla en un puño
y la echó hacia atrás. Una afilada garra curva emergió de la protuberancia carnosa de su
muñeca.
—Sois alimañas —dijo Nil Spaar con voz gélida, y deslizó la garra sobre la garganta del
oficial imperial.
Nil Spaar mantuvo el brazo inmóvil hasta que los espasmos de la agonía del
comandante hubieron terminado, y luego permitió que el cuerpo cayera al suelo. Después
giró sobre sus talones y bajó la mirada hacia el pozo del centro de comunicaciones y el
comando que estaba manejando sus sistemas.
—Dígale a la tripulación que son prisioneros del Protectorado Yevethano y de Su Gloria
el virrey —dijo Nil Spaar, limpiándose la garra en una de las perneras del pantalón de su
víctima—. Dígales que a partir de hoy sus vidas dependen de que nos sean útiles. Y
después deseo hablar con el virrey, y contarle nuestro triunfo.
1
Doce años después
El Quinto Grupo de Combate de la Flota de Defensa de la Nueva República apareció
de repente sobre el planeta Bessimir, desplegándose en el silencio absoluto del espacio
como una hermosa y mortífera flor.
La formación de gigantescos navíos de combate erizados de armas surgió de la nada
con una sorprendente brusquedad, dejando tras de sí las estelas de fuego blanquecino
del espacio deformado. Las siluetas angulosas de los Destructores Estelares protegían
los transportes de tropas de enormes cascos redondos, mientras que los cruceros de
asalto, con sus gruesos blindajes reluciendo igual que espejos, ocupaban la punta de la
formación.
Un halo de naves más pequeñas apareció al mismo tiempo. Los cazas esparcidos
entre ellas se desplegaron para formar una pantalla defensiva esférica. Mientras los
Destructores Estelares terminaban de consolidar su formación, sus cubiertas de vuelo
iniciaron una veloz actividad y lanzaron decenas de cazas adicionales al espacio.
Al mismo tiempo, los transportes y cruceros empezaron a expulsar por sus compuertas
los bombarderos, cañoneras y vehículos de carga que habían transportado hasta el lugar
de la batalla. No había ninguna razón para correr el riesgo de perder un navío con los
hangares llenos, y la Nueva República había aprendido muy bien esa dolorosa lección. En
Orinda, el comandante del transporte Resistencia había mantenido a sus pilotos
esperando en el hangar de lanzamiento, para así proteger a las naves más pequeñas del
fuego imperial durante el mayor tiempo posible. Aún seguían allí cuando el Resistencia
tuvo que enfrentarse al terrible ataque de un Súper Destructor Estelar y desapareció entre
una bola de fuego y trozos de metal.
Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, más de doscientas naves de guerra,
grandes y pequeñas, estaban descendiendo sobre Bessimir y sus lunas gemelas. Pero el
terrible e implacable poder de la flota sólo podía ser oído y percibido por las tripulaciones
de las naves. El silencio de su aproximación sólo era roto en los canales de
comunicaciones de la flota, que habían cobrado una vida chisporroteante desde los
primeros instantes para intercambiar repentinos estallidos codificados de ruido y el críptico
parloteo que iba y venía entre las naves.
El centro de la formación de gigantescas naves de combate estaba ocupado por el
navío insignia del Quinto Grupo de Combate, el transporte de tropas Intrépido. La nave
había salido de los astilleros de Hakassi hacía tan poco tiempo que los corredores todavía
apestaban a pasta selladora y disolvente limpiador. Los colosales motores que le
permitían moverse por el espacio real todavía emitían el estridente gemido que los
ingenieros llamaban «el grito del bebé».
Haría falta más de un año para que la mezcla de olores corporales de la tripulación
eliminara los olores químicos de las primeras impresiones recibidas por los visitantes.
Pero después de cien horas de viaje más, las vibraciones de sus motores bajarían dos
octavas para convertirse en el tranquilizador zumbido suave y regular de un grupo de
propulsión que había dejado atrás la fase de rodaje y se hallaba en perfectas condiciones.
Un dorneano alto y delgado que llevaba uniforme de general iba y venía por el puente
del Intrépido, paseándose lentamente a lo largo de un arco de centros de mando
equipados con grandes pantallas. Sus pliegues oculares habían sido hinchados y
desplegados por un viejo reflejo defensivo dorneano, y su rostro de gruesa piel coriácea
estaba teñido por el púrpura de la preocupación. Todavía no había transcurrido un minuto
desde el comienzo del despliegue, y Etahn Ábaht ya había perdido a su primer
comandante.
El navío de apoyo Ahazi había calculado mal su salto, y había salido del hiperespacio
demasiado cerca de Bessimir. La tripulación no había tenido tiempo de enmendar su
error. Etahn Ábaht contempló el potente destello de luz en las capas superiores de la
atmósfera desde el centro visor delantero del Intrépido, sabiendo que el fogonazo
significaba que seis jóvenes acababan de morir.
Pero no había tiempo para entristecerse por la pérdida. Los monitores estaban
ofreciendo una frenética sucesión de imágenes procedentes de docenas de sensores
instalados en los navíos y de satélites espías. Los informes del control estratégico
cambiaban de un momento a otro, casi tan rápidamente como el cronómetro del plan
general de combate iba contando las décimas y centésimas de segundo.
El plan de ataque era demasiado complicado y estaba demasiado rígidamente
calculado para que pudiera ser detenido por unas cuantas muertes. El centro de control
asignó rápidamente una flotilla de reserva a la sección inicialmente confiada al Ahazi.
«Que vuestros espíritus puedan volar hacia el cenit y que vuestros cuerpos descansen en
la paz de las profundidades», pensó el general Ábaht, recordando una vieja bendición
para los muertos de los marineros dorneanos. Después giró sobre sus talones y estudió el
orden de batalla y el plan táctico. Ya habría tiempo para llorar después.
—Fase de penetración completada —canturreó un teniente sentado delante de una de
las consolas—. Despliegue completado. El líder del ataque se está aproximando al punto
de entrada y solicita la autorización final.
—Penetración completada, recibido —respondió Ábaht—. Despliegue completado,
recibido. Solicite confirmación de todos los sistemas.
—Control general, preparado.
—Inteligencia de combate, preparada.
—Sistemas tácticos, preparados.
—Comunicaciones, preparados.
—Operaciones de la flota, preparados.
—Operaciones de vuelo, preparados.
—Operaciones de superficie, preparados.
—Todos los sistemas en estado de alerta y listos para entrar en acción —dijo el general
Ábaht con voz firme y tranquila—. Autorización de entrada concedida, reglas de combate
en verde... Repito, pasen al verde.
—Autorización para pasar al verde concedida y recibida —dijo el teniente, haciendo
girar una llave en su consola—. Líder del ataque, el mando ha concedido la autorización
solicitada: puede seguir adelante. Todos los sistemas de armamento están activados, y el
blanco puede ser atacado.
Casi de inmediato, un trío de cruceros de asalto y su dotación de bombarderos ala-K se
apartó de la formación primaria y aceleró rápidamente. Su nuevo curso los llevaría por
debajo del polo sur del planeta en un veloz arco que terminaría justo encima de sus
objetivos, la base principal de cazas espaciales y las baterías de defensa planetarias
instaladas en la luna alfa, que todavía se encontraba por encima del horizonte en relación
al punto de salto de la flota.
Parejas de veloces cazas ala-A salieron de la formación y se desplegaron para
interceptar y destruir los satélites sensores y de comunicaciones del planeta, que sólo
contaban con armamento ligero. Los alas-A hicieron los primeros disparos del ataque
contra Bessimir, actuando con una impecable precisión que transformó sus objetivos en
nubes resplandecientes de metal y plastiacero.
Los alas-A también atrajeron las primeras andanadas de respuesta del enemigo. Varias
baterías de cañones iónicos de la superficie abrieron fuego en un vano intento de proteger
a sus ojos instalados en órbitas planetarias de gran altura. Unos momentos después de
que las baterías de superficie hubieran revelado sus posiciones, los artilleros de los
cruceros de ataque de la Nueva República que encabezaban el ataque ya habían
centrado sus miras sobre ellas.
Los cañones láser de alta potencia de los cruceros deslizaron sus pinceles de luz
mortífera sobre las baterías, cegando los sensores de superficie y buscando atraer el
fuego de represalia de las instalaciones secundarias. Cuando éste no se produjo, los
colosales cañones de los Destructores Estelares fueron convirtiendo metódicamente las
baterías de superficie en negros cráteres humeantes. La única baja sufrida por la Nueva
República fue un ala-A del Escuadrón Fuego Negro, que perdió el ala derecha al chocar
con una mina robotizada mientras estaba haciendo una pasada sobre un satélite de
reconocimiento.
Al otro lado de Bessimir, el destacamento de cruceros se estaba aproximando a la luna
alfa desde un vector de colisión de alta velocidad. Los cazas robotizados surgieron de las
escotillas de lanzamiento ocultas en la superficie, y los enormes navíos de combate
adoptaron una formación de tres en fondo y empezaron a lanzar racimos de bombas de
penetración.
De la altura de un hombre y terminadas en un grueso pincho reforzado, las siluetas
negras de las bombas descendieron vertiginosamente hacia la base de cazas mientras los
cruceros alteraban su trayectoria para alejarse a toda velocidad. Los cazas robotizados
que habían estado despegando de la luna también alteraron sus trayectorias. Unos
instantes después, una docena de baterías antinaves instaladas en la superficie
desactivaron su camuflaje y abrieron fuego sobre las bombas que caían hacia ellas.
Pero las bombas de penetración —impulsadas únicamente por la inercia, y con sus
blindajes tan oscuros y casi tan fríos como el espacio— apenas si ofrecían un blanco
detectable. La mayoría atravesaron la barrera de fuego defensivo sin sufrir ningún daño.
Dos segundos antes del impacto, unas pequeñas toberas instaladas en la cola de cada
bomba entraron en acción, lanzándolas hacia la superficie a una velocidad todavía más
grande y hundiéndolas hasta dos veces su longitud en el suelo desnudo
Un momento después, con el polvo del impacto todavía levantándose en el aire, todas
las bombas estallaron al unísono. El fogonazo y las llamas fueron engullidas por la cara
de la luna. Pero la terrible onda expansiva se propagó hacia abajo y hacia el exterior a
través de la roca. Destruyó muros reforzados con tanta facilidad como si fuesen cerillas, y
aplastó las cámaras subterráneas como si fueran cáscaras de huevo. Enormes chorros de
humo grisáceo salieron despedidos de los pozos de lanzamiento, y el suelo de la luna se
fue aposentando lentamente sobre lo que había sido el hangar principal.
En el momento en que las bombas estallaron, Esege Tuketu encabezaba una
formación de dieciocho naves que estaba siguiendo a los cruceros que se dirigían hacia la
luna alfa.
—Santa madre del caos —murmuró, impresionado por el espectáculo.
Tuketu apartó las manos de los controles de su ala-K durante una fracción de segundo
y apoyó la frente en sus muñecas cruzadas, ejecutando el gesto narvathiano de
sometimiento al fuego que lo consume todo.
Un «¡Caramba!» igualmente sincero y lleno de respeto surgió del segundo asiento del
bombardero de Tuketu, que estaba ocupado por su técnico de armamento.
—Y no me importa lo que digan —añadió—. He notado esa onda expansiva.
—Me parece que yo también la he notado, Skids —dijo Tuketu.
—Nadie tenía una butaca mejor que nosotros para asistir al espectáculo, eso es
indudable.
Siguieron vigilando atentamente la luna, empleando tanto los ojos como los sensores
pasivos. Ningún nuevo enjambre de cazas emergió de la base escondida. Las baterías
antinaves guardaron silencio.
Pero los cazas robotizados que ya habían sido lanzados al espacio siguieron luchando,
a pesar de que habían quedado privados de sus controladores de vuelo. Siguiendo los
protocolos de combate internos, los cazas robotizados se lanzaron contra los objetivos
más grandes, los cruceros. Eran unas naves muy maniobrables, pero sólo contaban con
armamento ligero, y no duraron demasiado. Los cruceros acabaron con ellos como si
fueran otros tantos insectos.
—¡Lo estáis haciendo estupendamente! —exclamó Tuketu.
Ninguna de las otras tripulaciones de la formación oyó sus palabras. La fuerza de
ataque estaba observando todos los protocolos reglamentarios para evitar ser detectada,
y eso incluía el más estricto silencio de comunicaciones, a pesar de lo cerrado de la
formación y la necesidad de ir siguiendo el plan de ataque segundo por segundo.
—Esto va a salir bien, ¿verdad? —preguntó el técnico de armamento con voz
esperanzada.
—Tiene que salir bien —respondió Tuketu, pensando en el objetivo que les aguardaba.
De todas las amenazas que habían estado esperando a la flota en Bessimir, ya sólo
quedaba una que pudiera causarles daños realmente serios: el gran cañón de
hipervelocidad instalado en el otro lado de la luna impulsada por las fuerzas gravitatorias.
Como un centinela que hiciera su ronda con paso rápido y decidido, la luna alfa no
tardaría en girar alrededor de Bessimir hasta llegar a un punto en el que el cañón de
hipervelocidad podría elegir a placer sus blancos entre las naves de la flota.
Según los androides de vigilancia de la Nueva República, el emplazamiento del cañón
estaba protegido por un escudo de rayos y por otro de partículas. Además, y dado que las
plantas suministradoras de energía del arma y el generador del escudo estaban