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A CONQUISTA E LEJANDRO AGNO
S P
TEVEN RESSFIELD
A Mike y Chrissy
Dramatis Personae
ALEJANDRO, HIJO DE FILIPO Rey de Macedonia, conquistador del imperio persa.
FILIPO DE MACEDONIA Padre de Alejandro, extraordinario general en su campo.
OLIMPIA Esposa de Filipo y madre de Alejandro.
CIRO EL GRANDE Fundador del imperio persa h. 547 a.C.
DARÍO III Gran Rey de Persia, derrotado por Alejandro.
EPAMINONDAS General de Tebas, inventor del orden oblicuo.
PARMENIO Comandante en jefe de Filipo y Alejandro.
ANTÍPATRO Comandante en jefe macedonio, acantonado en Grecia.
ANTÍGONO Monoftalmos, general en jefe.
ARISTÓTELES Filósofo, tutor de Alejandro.
HEFESTIÓN General de Alejandro y su más querido amigo.
TELAMÓN Mercenario arcadio, amigo y mentor de Alejandro.
CRÁTERO General de Alejandro.
PÉRDICAS General de Alejandro.
PTOLOMEO General de Alejandro, posterior dinasta de Egipto.
SELEUCO General de Alejandro.
COENIO General de Alejandro.
EUMENES General de Alejandro.
LEONATO General de Alejandro.
FILOTAS Hijo de Parmenio, comandante de la caballería de los compañeros.
NICANOR Hijo de Parmenio, comandante de las brigadas de la Guardia Real.
CLITO EL NEGRO Comandante del Escuadrón Real de la caballería de los compañeros. Asesinado por
Alejandro en Maracanda.
ROXANA La «Pequeña Estrella», esposa bactriana de Alejandro.
ITANES Hermano de Roxana, que fue paje de Alejandro y posteriormente uno de los compañeros.
OXIARTES Caudillo bactriano, padre de Roxana.
MEMNÓN DE RODAS General mercenario griego, comandante en jefe de Darío III.
BARSINAS Amante de Alejandro, hija de Artabaces y viuda de Memnón.
ARTABACES Aristócrata persa, padre de Barsinas y sátrapa de Bactria con Alejandro.
BESSO Sátrapa de Bactria, comandante del ala izquierda en Gaugamela, asesino de Darío y pretendiente a
su trono.
MAZAIOS Sátrapa de Mesopotamia, comandante del ala derecha persa en Gaugamela; con Alejandro fue
gobernador de Babilonia.
ESPITAMENES Jefe rebelde de Bactria y Sogdiana.
BUCÉFALO Caballo de Alejandro.
POROS Rey del Punjab, derrotado por Alejandro en la batalla del río Hidaspes.
TIGRANES Comandante de la caballería persa, posteriormente amigo de Alejandro.
NOTA AL LECTOR
Lo que sigue es ficción, no historia. Las escenas y los personajes han sido
inventados; se han tomado licencias. Se han puesto palabras en los labios de
figuras históricas, que son enteramente producto de la imaginación del autor.
Aunque nada en este relato es infiel al espíritu de la vida de Alejandro tal
como la entiendo, he transpuesto ciertos acontecimientos históricos en favor del
interés del tema y la narración.
El discurso que Arriano nos dice que Alejandro pronunció en Opis, lo he
convertido en su panegírico a Filipo. He situado a Parmenio en Ecbatana cuando
Cortio nos dice que aún estaba en Persépolis. La arenga que hago pronunciar a
Alejandro en Hidaspes, en realidad la hizo en Hífasis, mientras que la súplica de
sus hombres, que Arriano nos dice que Coenio dirigió al último, yo hago que la
ofrezca al primero. Lo señalo para que el lector interesado no crea que los
hechos se han movido perversamente por propia voluntad.
En ocasiones, me he tomado la libertad de utilizar los nombres
contemporáneos de lugares tales como Afganistán o de términos como
kilómetros, metros y hectáreas, que obviamente no existían en la época de
Alejandro, y también de conceptos posteriores como hidalguía, motín, caballero,
guerrilla y otros, que técnicamente no tienen equivalente en el pensamiento
greco macedonio pero que, a mi juicio, comunican al lector actual de una manera
mas vivaz y cercana en espíritu su antigua importancia. Confío en que su empleo
pueda ser perdonado por el lector purista.
Gobernó sobre estas naciones, aunque ellas no hablaban el mismo
idioma que él, ni tampoco ninguna nación el mismo de las otras; por ello, fue
capaz de inspirar tal miedo en aquella vasta región, que llenaba a todos los
hombres de terror y nadie intentaba resistirse; y fue capaz de despertar en
todos un deseo tan ardiente de complacerlo, que todos siempre querían ser
guiados por su voluntad.
JENOFONTE, LA EDUCACIÓN DE CIRO
LIBRO PRIMERO
LA VOLUNTAD DE LUCHAR
1
UN SOLDADO
Siempre he sido un soldado. No he conocido otra vida. He seguido la
llamada de las armas desde la infancia. Nunca he buscado otra.
He tenido amantes, he engendrado retoños, he competido en los juegos y he
cometido salvajadas cuando estaba borracho. He avasallado imperios, he
subyugado continentes, he sido coronado inmortal ante los dioses y los hombres.
Pero siempre he sido un soldado.
Cuando era un niño, escapé de mi tutor para buscar la compañía de los
hombres de los barracones. El campo de maniobras y el establo, el olor del cuero
y el sudor me resultan agradables. El roce de la piedra de amolar contra el hierro
es para mí lo que la música es para los poetas. Siempre ha sido de esta manera.
No recuerdo que nunca fuera de otra.
Cualquiera creería que alguien como yo ha tenido que aprender mucho de
las campañas y de la experiencia. Sin embargo, debo declarar con toda
sinceridad que todo lo que sé lo sabía a los trece años y, en honor a la verdad,
incluso antes de los diez. Nada he aprendido siendo un comandante adulto que
no supiera ya de niño.
Siendo un crío descubrí instintivamente qué eran el terreno, la marcha, la
oportunidad y los elementos. Descubrí el cruce de los ríos y la explotación del
terreno; cuántas unidades podían recorrer esta o aquella distancia, con cuánta
rapidez, cargadas con cuánto equipo y el estado en que llegarían para el combate.
Organizar las tropas es como una segunda naturaleza para mí; no tenía más que
mirar y todo aparecía claramente. Mi padre era el mejor soldado de su tiempo,
quizá el mejor de todos los tiempos. No obstante, cuando yo tenía diez años le
dije que lo superaría. A los veintitrés ya lo había hecho.
En la adolescencia estaba celoso de mi padre, temía que él se llevara toda la
gloria y no dejara nada para mí. Nunca le he tenido miedo a nada, salvo a una
mala jugada del destino que me hubiese impedido cumplir con el mío.
El ejército que he tenido el privilegio de liderar se ha mostrado invencible a
través de Europa y Asia. Ha unido los estados de Grecia y las islas del Egeo; ha
liberado del yugo persa a las ciudades griegas de lona y Eolia. Ha sometido a
Armenia, Capadocia, la Frigia mayor y menor, Paflagonia, Caria, Plidia, Pisidia,
Licia, Panfilia, la Siria desértica y mesopotámica, y Cilicia. Las grandes
fortalezas de Fenicia —Biblos, Sidón, Tiro (y la ciudad filistea de Gaza)- han
caído ante él. Ha destruido el imperio central de Persia —Egipto y la Arabia
cercana, Mesopotamia, Babilonia, Media, Susiana, la escabrosa tierra de la
propia Persia y las provincias orientales de Hircania, Areia, Paria, Bactriana,
Tapuria, Drangiana, Aracosia y Sogdiana. Ha cruzado el Hindu Kush para entrar
en la India. Nunca ha sido vencido.
Esta fuerza ha sido insuperable no por su número, porque en todas las
campañas ha entrado en el campo de batalla en inferioridad de hombres y
caballería; no por la brillantez de sus generales o sus tácticas, aunque estas han
sido meritorias; ni por la capacidad de su caravana de abastecimientos y las
unidades logísticas, sin las cuales ninguna fuerza puede sobrevivir en la
campaña, y mucho menos vencer. Este ejército ha triunfado sobre todo por las
cualidades guerreras de cada uno de sus soldados, específicamente por aquella
propiedad expresada por la palabra griega dynamis, la voluntad de luchar.
Ningún general de esta o de cualquier otra época ha sido tan favorecido por la
fortuna como yo, al poder dirigir a esos hombres, poseídos por un espíritu
guerrero, dotados de incontables recursos e iniciativa, comprometidos con sus
comandantes y su llamada.
Sin embargo, ha ocurrido aquello que más temía. Los hombres se han
cansado de las conquistas. Se agrupan en la ribera de este río de la India, y
carecen de la motivación para cruzarlo. Creen que han llegado demasiado lejos.
Ya tienen bastante. Quieren regresar a casa"
Por primera vez desde que asumí el mando, he considerado necesario
formar una compañía de atactoi —descontentos— y separarla de las divisiones
centrales del cuerpo. Estos hombres no son renegados o delincuentes habituales,
sino tropas de primera, veteranos distinguidos, muchos de ellos entrenados a las
órdenes de mi padre y de su gran general Parmenio, pero se han vuelto tan
desafectos, de las acciones y las palabras tomadas u omitidas por mí, que solo
puedo colocarlos en la línea de batalla entre unidades de una lealtad indiscutible,
so pena de que deserten en la hora decisiva. Hoy me he visto obligado a ejecutar
a cinco de sus oficiales, macedonios de pura cepa todos ellos y cuyas familias
me son muy queridas, por su tardanza en cumplir una orden. Detesto hacerlo, no
solo por la barbaridad de la medida, sino por la escasez de imaginación que
demuestro. ¿Debo mandar ahora por el terror y la coacción? ¿Es a esto a lo que
se ha visto reducido mi genio?
Cuando tenía dieciséis años y cabalgué por primera vez en la vanguardia de
mi propio escuadrón de caballería, estaba tan emocionado que no pude contener
las lágrimas. Mi ayudante se asustó y me rogó que le dijera qué me inquietaba.
Pero los jinetes de los escuadrones lo entendieron. Me conmovía verlos en
perfecta formación, con sus cicatrices y su silencio, con las arrugas que los
elementos les habían marcado en el rostro. Cuando los hombres vieron mi
estado, correspondieron a mi admiración, porque sabían que me dejaría la piel
por ellos. En estrategia y en táctica, otros comandantes quizá sean mis iguales.
Pero en esto nadie me supera: en mi amor por mis camaradas. Quiero incluso a
quienes se llaman a sí mismos mis enemigos. Solo desprecio la ruindad y la
maldad. Pero al enemigo que lucha con gallardía, lo abrazo contra mi pecho,
como a un hermano.
Aquellos que no comprenden la guerra creen que es una lucha entre
ejércitos, amigo contra enemigo. No. Diría que es un duelo que amigo y enemigo
libran juntos contra un antagonista invisible, cuyo nombre es Miedo, que buscan,
incluso entrelazados en la muerte, subir a la cima del promontorio cuya enseña
es el honor.
Al soldado lo impulsan el aedor, el alma, y la dynamis, la voluntad de
luchar. En la guerra no importa nada más. Ni las armas, las tácticas, la filosofía o
el patriotismo, ni siquiera el temor de Dios. Solo ese amor por la gloria, que es el
imperativo fundamental de la sangre, imposible de erradicar en el hombre, al
igual que en el lobo o en el león, y sin el cual no somos nada.
Mira allá, Itanes. En algún lugar más allá de aquel río está la costa del
océano: el fin del mundo. ¿A qué distancia? ¿Pasado el Ganges? ¿Al otro lado de
la cordillera de las nieves eternas? Lo noto. Me llama. Debo llegar hasta allí,
donde no ha estado príncipe alguno antes que yo. Allí debo plantar el estandarte
del león de Macedonia. Hasta entonces no daré descanso a mi corazón ni
licenciaré a este ejército.
Por eso te he pedido que vengas aquí, mi joven amigo. Durante el día,
puedo mantener la entereza; soy consciente de que las miradas de los hombres
están centradas en mí. Pero por las noches, la crisis del ejército me abruma.
Necesito desahogarme. Necesito poner en orden mis pensamientos.
Necesito encontrar una respuesta a la desmoralización de mi ejército.
Necesito a alguien con quien hablar, alguien que esté fuera de la cadena de
mando, alguien que pueda escuchar sin juzgarme y mantener la boca cerrada. Tú
eres el hermano menor de mi esposa Roxana y como tal estás bajo mi exclusiva
protección. Nadie más puede ser tu tutor, a nadie más puedes confiarle este
relato. Estos son mis motivos de confidencialidad. Además, percibo en ti (porque
te he observado atentamente desde que entraste a mi servicio en Afganistán) el
instinto de mando y el don para la guerra que ninguna escuela puede impartir.
Tienes dieciocho años y muy pronto recibirás el grado de oficial. Cuando
crucemos este río, llevarás a los hombres a la batalla por primera vez. Me toca a
mí instruirte, porque, aunque seas príncipe en tu país, aquí solo eres un paje, un
cadete en la academia de guerra que es mi tienda.
¿Te quedarás y escucharás mi relato? No te obligaré, porque las
confidencias que te revelaré mientras intento ordenar mis prioridades pueden
ponerte en peligro, no ahora mientras viva, pero sí más tarde, porque aquellos
que me sucedan te buscarán para utilizar tu testimonio para sus propios fines.
¿Servirás a tu rey y pariente? Di sí y vendrás a mí cada noche a esta hora, o
a la hora que se acomode a mi conveniencia. No tendrás que hablar, solo
escuchar, aunque quizá deba enviarte, si la ocasión lo demanda, a que hagas
algún recado de confianza o discreción. Di no y te dejaré marchar ahora, sin
ningún resentimiento.
¿Dices que te sientes honrado de servirme?
Bien, mi joven amigo.
Entonces siéntate y comencemos.