Table Of ContentPolítica y perspectiva
Continuidad e innovación en el pensamiento
político occidental
Edición ampliada
Sheldon S. Wolin
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Primera edición en inglés, 1960
Primera edición en español, 1974
Segunda edición en inglés, 2004
Primera edición en el FCE (de la 2a en inglés), 2012
Primera edición electrónica, 2013
Traducción de
LETICIA GARCÍA CORTÉS Y NORA A. DE ALLENDE
Revisión de la traducción de
LETICIA GARCÍA CORTÉS
Título original: Politics and Vision. Continuity and Innovation in Western Political Thought. Expanded
Edition.
D. R. © 1960, 2004, Princeton University Press
D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001:2008
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mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-1283-0
Hecho en México - Made in Mexico
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Dedicado a
EMILY PURVIS WOLIN
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SUMARIO
Prefacio a la edición ampliada
Prefacio
PRIMERA PARTE
I. Filosofía política y filosofía
II. Platón: la filosofía política y la política
III. La era del Imperio: el espacio y la comunidad
IV. La era cristiana primitiva: el tiempo y la comunidad
V. Lutero: lo teológico y lo político
VI. Calvino: la educación política del protestantismo
VII. Maquiavelo: la política y la economía de la violencia
VIII. Hobbes: la sociedad política como un sistema de normas
IX. El liberalismo y la decadencia de la filosofía política
X. La era de la organización y la sublimación de la política
SEGUNDA PARTE
XI. Del poder moderno al posmoderno
XII. Marx: ¿teórico de la economía política del proletariado o de la supervivencia del
capitalismo?
XIII. Nietzsche: pretotalitario, posmoderno
XIV. El liberalismo y la política del racionalismo
XV. La justicia liberal y la democracia política
XVI. El poder y las formas
XVII. Democracia posmoderna: ¿virtual o fugitiva?
Índice analítico
Índice general
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PREFACIO A LA EDICIÓN AMPLIADA
Y tiempo aún para cien indecisiones,
Y para cien visiones y revisiones.
T. S. ELIOT1
Ha pasado casi medio siglo desde que apareció por primera vez Política y perspectiva,
lo cual hace difícil, tal vez imposible, que el volumen actual reanude sin problemas de
continuidad desde el punto donde quedó el original. No debe sorprendernos que los
acontecimientos públicos y mi propia experiencia en los decenios transcurridos hayan
afectado considerablemente mi forma de pensar acerca de la política y la teoría política.
En consecuencia, el material nuevo se limita a la segunda parte y no se han modificado
los capítulos originales. De ningún modo se debe interpretar que esto implica desestimar
los numerosos y excelentes estudios históricos que han agregado mucho a nuestro
conocimiento de los temas abordados.
Los cambios a la edición original se han limitado a correcciones de los errores de
imprenta. He conservado ciertos usos que ahora parecen anacrónicos, por ejemplo,
“hombre” como término amplio que abarca a los seres humanos en general. Estos
escrúpulos pueden servir como un recordatorio general de cuánto han cambiado las
interpretaciones comunes y también para alertar al lector acerca de la evolución en las
propias opiniones y compromisos políticos del autor, que podría sintetizarse como el
viaje del liberalismo a la democracia. El subtítulo de la primera edición condensa bastante
bien un punto de vista de hace cuatro decenios, cuando los parámetros de la política y la
teoría estaban marcados por la “continuidad” y la “innovación”. Con la excepción del
capítulo X, que se centró en la organización corporativa moderna, los capítulos anteriores
se dedicaron básicamente a interpretar el pasado en lugar de analizar el presente. Los
capítulos nuevos no desestiman esas interpretaciones sino que, más bien, tratan de
aplicarlas incorporando el mundo político contemporáneo. La convicción básica que une
a las ediciones ampliada y la original es que el conocimiento crítico de teorías pasadas
puede contribuir de manera inconmensurable a aguzar nuestro pensamiento y cultivar
nuestra sensibilidad si decidimos participar en la política de nuestra propia época.
Ésta, entonces, no es una revisión sino una panorámica de formas de política y de
teorizar notablemente diferentes de las examinadas en la edición original. No obstante,
también es un intento de relacionar lo que he aprendido al estudiar y enseñar la historia
de la teoría política junto con la política contemporánea. Lejos de ser una desventaja, la
familiaridad con las formas que ha adoptado históricamente la teoría política puede
ayudar a reconocer cuándo surgen ideas recientes y contemporáneas acerca de lo político
y la política radicalmente diferentes.
Considerado en retrospectiva, Política y perspectiva apareció por primera vez a mitad
de camino entre la victoria de los Aliados sobre un régimen totalitario y el colapso de otro
régimen de este tipo. La derrota del comunismo soviético fue uno de varios lances
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definitorios en una era en la que abundaron acontecimientos similares. Menos evidentes
fueron las consecuencias para los vencedores generadas por la amplia movilización de
recursos y los estrictos y sistemáticos controles internos, defendidos como necesarios
para el “esfuerzo bélico”. Una pregunta que constituye el tema subyacente de los nuevos
capítulos es la siguiente: ¿era posible para la democracia liberal librar una “guerra total” y
permanecer semimovilizada por casi medio siglo, confrontando sistemas de poder
ampliamente considerados los más acentuados en la historia de la humanidad, sin sufrir
ella misma cambios profundos, incluso un cambio de régimen?
Pienso que la experiencia de combatir los regímenes totalitarios se había arraigado en
las prácticas y valores de las élites políticas estadunidenses más profundamente de lo que
han reconocido los observadores y que, en lo fundamental, esta influencia se ha
intensificado en nuestros días. Asimismo, los integrantes del demos han dejado de ser
ciudadanos para convertirse en votantes ocasionales. Sin afirmar que el sistema político
estadunidense sea un “régimen totalitario”, empleo el totalitarismo como un tipo ideal
extremo para identificar ciertas tendencias hacia el poder totalizador —que agrupo bajo el
concepto de “totalitarismo inverso”— que han culminado en un régimen nuevo, todavía
tentativo: la superpotencia.2
No sostengo que la superpotencia se haya materializado cabalmente en el surgimiento
de un imperio estadunidense descarado, ni tampoco que la Alemania nazi fue un
totalitarismo perfectamente concretado. En ambos casos, los términos “totalitarismo” y
“superpotencia” se refieren a aspiraciones que niegan los ideales de los regímenes a los
cuales sustituyeron: el sistema parlamentario de Weimar en Alemania y la democracia
liberal estadunidense. Sin embargo, como señaló Max Weber, un tipo ideal “puede
aparecer en la realidad y en formas históricamente importantes, y así lo han hecho”.3
He acuñado la frase “totalitarismo inverso” para subrayar la peculiar combinación de
dos tendencias contrastantes, pero no necesariamente opuestas. En los Estados Unidos
de la posguerra, al igual que en muchos países de Europa occidental, han aumentado las
facultades de los gobiernos para controlar, castigar, supervisar y dirigir a los ciudadanos e
influir en ellos, pero, al mismo tiempo, ha habido cambios liberales y democráticos que
parecen actuar contra la regimentación; por ejemplo, medidas para combatir las prácticas
discriminatorias basadas en la raza, el sexo, la etnicidad o la orientación sexual. No
obstante, si bien estas y otras reformas otorgan facultades a algunos grupos, también
contribuyen a la desintegración y fragmentación de la oposición y hacen que sea más
difícil constituir mayorías efectivas y más fácil dividir y gobernar.
En su condición de tipo ideal, se podría definir la superpotencia como un sistema
expansivo de facultades que no acepta más límites que los que decide imponerse a sí
misma. Su sistema combina la autoridad política del Estado “democrático”, el poder de
jure, con los poderes representados por el complejo de la ciencia y la tecnología
modernas y el capital empresarial. El elemento característico que estos poderes de facto
aportan a la superpotencia es una dinámica (del griego dynameis, “poderes”), una fuerza
impulsora. Son acumulativos y evolucionan continuamente a formas nuevas, que se
revitalizan a sí mismas. Su efecto es cambiar considerablemente las vidas, no sólo en la
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“patria” sino también en sociedades vecinas y distantes.
Reconociendo esa característica, los historiadores comúnmente describen la historia
de estos poderes como una secuencia de “revoluciones”: científicas, tecnológicas o
económicas. Estos poderes también han otorgado a los gobiernos instrumentos sin
precedentes para librar guerras, controlar sus poblaciones y acrecentar el bienestar de sus
ciudadanos. Si bien son tan antiguos como la civilización misma, es en nuestra época
cuando se están perfeccionando los métodos para organizar y sistemáticamente relacionar
entre sí estos poderes. El resultado es una capacidad definida de generar poderes
prácticamente a voluntad y proyectarlos con rapidez a cualquier parte del mundo. Como
tales, presentan un contraste sugerente con las revoluciones políticas. En lugar de ser un
poder acumulativo, las revoluciones políticas modernas han tendido a representar una
acumulación de agravios o actitudes negativas.
De todos los elementos que constituyen la superpotencia, sólo el Estado puede alegar
que tiene legitimidad política y, por consiguiente, autoridad o poder de jure. Y sólo el
Estado puede contar con una ciudadanía obediente. En los tiempos modernos, las
elecciones populares son el instrumento político mediante el cual los Estados adquieren
autoridad para promulgar leyes y normas, castigar, enrolar en el ejército y recaudar
impuestos, siempre seguros de que sus ciudadanos obedecerán sin vacilar. Mantener la
relación oficial entre el Estado y la comunidad política de ciudadanos y, con ello, hacer
en cierta medida creíble la presencia de la democracia, se ha vuelto esencial para
legitimar la simbiosis de poderes políticos de facto con la autoridad política de jure que
integra la superpotencia. La colaboración de poderes en la superpotencia produce una
tensión entre la aspiración a una totalidad que impulse esos poderes y los ideales de
autoridad restringida representados por las limitaciones constitucionales y por la
participación y la responsabilidad democráticas.
Teniendo en cuenta la importancia de la superpotencia, he dedicado los capítulos
nuevos a las distintas formaciones masivas de poder identificadas por Marx, Nietzsche y
Weber y luego concretadas en los sistemas totalizadores de los siglos XX y XXI. Sugeriré
que, hacia fines del viejo milenio y comienzos del nuevo, se produjo una “interrupción”
en la evolución del poder, que representó la transición del poder moderno al poder
posmoderno.
Podría definirse el siglo XX como el momento culminante del poder moderno, cuando
los sistemas estatales dominantes del mundo perfeccionaron, y luego agotaron, la visión
hobbesiana del poder masivo. Su encarnación fue el Estado administrativo o burocrático
y su instrumento, la normatividad gubernamental. Representados por el Estado
benefactor (el Nuevo Orden estadunidense, el gobierno laborista británico de la
posguerra), por el Estado autoritario (la España de Franco, la Francia de Vichy, la
Argentina de Perón) o por regímenes aspirantes al totalitarismo (como los de Mussolini,
Stalin y Hitler), los estados aplicaron el poder político básicamente aumentando el
tamaño y la esfera de acción de las burocracias gubernamentales y partidistas. A partir de
fines del siglo XIX, el poder económico fue ejercido principalmente por corporaciones
empresariales (trusts, monopolios, cárteles), que en sí mismas estaban muy
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burocratizadas. Gracias a sus relaciones amistosas —y corruptoras— con instituciones
estatales, las corporaciones superaron o eludieron fácilmente los intentos esporádicos de
imponer una normatividad gubernamental a sus actividades y estructuras. La era del
Nuevo Orden (1933-1941) presenció serios intentos de imponer una normatividad
gubernamental a las corporaciones y los mercados financieros: “los grandes negocios”, se
argumentó, justifican “un gran gobierno”. Durante este periodo, tanto el gobierno como
la economía buscaron centralizar el poder. Si los gobiernos y las burocracias tenían sus
“sedes” en un capitolio, las corporaciones tenían sus “centros de operaciones”. En ambos
casos, se concebía que el poder fluía del “centro” a las unidades subordinadas.
El poder posmoderno, representado inicialmente por la superpotencia, es la
representación inicial, es un intento concertado de reemplazar burocracias complicadas
con estructuras “más livianas”. La virtud de estas últimas es que están diseñadas para
adaptarse rápidamente a los cambios de las condiciones, ya sea del mercado, la política
partidaria o las operaciones militares. Hay un paralelo preciso y algo cómico entre la
llamada sala de guerra en la Casa Blanca de Clinton y la doctrina militar de un “equipo de
respuesta rápida”. Así como los militares estaban preparados para desplegar con rapidez
una fuerza de élite en “sitios problemáticos” de cualquier parte del planeta, los máximos
estrategas de Clinton se apresuraban a montar un contraataque contra cualquier
acusación en los medios o del partido de oposición. En el siglo pasado, era común aplicar
los epítetos de “descomunal” o “monstruoso” a los regímenes de Stalin y Hitler, pero
ahora esos nombres parecen inapropiados, no sólo porque han desaparecido esas
dictaduras, sino porque sus modalidades de poder se han vuelto anacrónicas. Se insta a
las burocracias gubernamentales a “adelgazar”, a delegar más autoridad en las
subunidades, a “privatizar” sus servicios y funciones y a gobernar en la mayor medida
posible mediante decretos del Poder Ejecutivo en lugar de con los tradicionales pero
lentos e impredecibles procesos legislativos.
De manera concurrente, las enormes corporaciones han explotado los rápidos medios
de comunicación actuales y responden virtualmente de manera instantánea a los
mercados financieros volátiles y las condiciones económicas inestables recortando o
reorganizando unidades, reduciendo la fuerza de trabajo, renegociando contratos con los
proveedores y despidiendo abruptamente a ejecutivos ineficientes que, supuestamente,
están ansiosos de pasar más tiempo con su familia. Como resultado de estos
acontecimientos recientes, los poderes de facto han permitido a la superpotencia retener
su poder centralizado y aumentar su alcance delegando y reduciendo, con lo cual
aumenta su eficiencia y adquiere mayor flexibilidad.
El poder posmoderno, la superpotencia, evita las vías tradicionales de “imperio” y
“conquista” en tanto que implican una estrategia de invadir otras sociedades con el
propósito de absorberlas, ejercer un control permanente y asumir la responsabilidad de
las rutinas cotidianas del territorio conquistado. A diferencia de un “régimen de control”,
de dominación (del latín dominatio, “dominio, poder irresponsable, despotismo”), la
superpotencia se entiende mejor como un predominio, como ascendencia,
preponderancia del poder, términos que indican un rasgo dinámico, cambiante y, sobre
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todo, una economía de poder, una estructura racional de asignación de los recursos. La
superpotencia depende de su capacidad de explotar sistemas anteriores, de introducir o
imponer otros nuevos sólo cuando es necesario y, cuando sea oportuno, desistir y “pasar
a otra cosa”.
Me parece que el surgimiento de la superpotencia y la declinación del poder de los
estados europeos justifican prestar mayor atención a las vicisitudes de la política
estadunidense. Se proclama a los Estados Unidos no simplemente como “la mayor
potencia en la historia mundial”, sino, paradójicamente, como el mejor ejemplo de una
democracia exitosa. En consecuencia, he examinado de manera crítica el supuesto de que
la superpotencia y el imperio son sustancialmente compatibles con la democracia.
No he intentado hacer una descripción detallada de los nuevos modos de teorizar que
han proliferado en los últimos años. En cambio, los capítulos nuevos se concentran en el
poder como el hecho político definitorio de los últimos 150 años, y en las formas en que
algunos teóricos destacados respondieron a su discusión, contribuyeron a ella o la
eludieron.
Por consiguiente, los capítulos dedicados a Marx y Nietzsche abordan,
respectivamente, los poderes económicos y culturales. He escogido a Marx para ilustrar
el compromiso teórico con “la economía” como un sistema totalizador, hipostasiado. Al
predecir la caída del capitalismo y el surgimiento del comunismo, Marx previó una forma
de capitalismo tan poderosa que, contrariamente a su expectativa, triunfó sobre el
comunismo. Sin embargo, Marx también debe ser recordado como el teórico moderno
que, al crear el concepto de proletariado, intentó revivir el ideal latente de un pueblo
políticamente activo. Nietzsche, de quien se puede decir que inventó la teoría de la
cultura como política, combinó vaticinios de dos polos opuestos: el totalitarismo y el
posmodernismo. El totalitarismo comunista, ya sea del tipo soviético o el chino,
originalmente siguió la interpretación moderna de revolución como un movimiento que se
identificaba con las clases débiles y explotadas contra las “clases gobernantes”
dominantes. El totalitarismo nazi representó una inversión exacta de la concepción
moderna de revolución. Como Nietzsche, se identificó con los fuertes y atacó a los
débiles: judíos, gitanos, eslavos, homosexuales, socialdemócratas, comunistas,
sindicalistas, enfermos, deformes y enfermos mentales.
Originalmente, la tarea histórica de combatir el totalitarismo correspondió al
liberalismo. Entre las décadas de 1930 y 1960, el liberalismo también sirvió como
conciencia política del capitalismo, esforzándose por controlar sus excesos y auxiliar a
sus víctimas. Durante la Guerra Fría y la cruzada contra el comunismo (1945-1988), el
impulso democrático social del liberalismo gradualmente decayó.4 El comienzo del siglo
XXI encontró a la política liberal a la deriva en un mar de centrismo; sus políticos se
declaran “fiscalmente conservadores, socialmente liberales”; sus teóricos hilan conceptos
cada vez más finos de los derechos y se explayan acerca de cómo “las deliberaciones
democráticas” podrían emular un seminario de filosofía para graduados. El estado actual
de la democracia ha sido preparado por una marcada declinación en la suerte política del
liberalismo y por la fragilidad de sus vínculos con los ideales democráticos.
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