Table Of ContentINDICE
Primer Interrogatorio 4
Segundo Interrogatorio 93
Tercer Interrogatorio 157
Laficción gramatical 228
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ArthurKoestler - Elceroyelinfinito - pág. 2
ARTHUR KOESTLER
EL CERO Y EL INFINITO
Novela
Los personajes de este libro son ficticios, pero las circunstancias
históricas que determinaros sus actos son reales. La vida de N.
S. Rubashov es una síntesis de la vida de algunos de los hom-
bres que fueron víctimas de los llamados Procesos de Moscú.
Varios de ellos fueron conocidos personalmente por el au-
tor.Estelibroestádedicadoasu memoria
PARÍS, Octubrede1938 –Abril de1940.
Aquel que instaura una dictadura y
no mata a Bruto, o aquel que funda una re-
pública y no mata a los hijos de Bruto, sólo
gobernaráuncortotiempo.
MAQUIAVELO: Discursos.
Hombre, hombre, no se puede vivir
enteramentesinpiedad.
DOSTOIEWSKI:CrimenyCastigo.
* **
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ArthurKoestler - Elceroyelinfinito - pág. 3
PRIMER INTERROGATORIO
Nadiepuedegobernar sinculpas.
SAINT-JUST
I
Rubashov permaneció unos segundos apoyado en la puerta
que se acababa de cerrar violentamente a sus espaldas, y encen-
dió un cigarrillo. A su derecha, sobre la cama, había dos fraza-
das bastante limpias y un colchón de paja que parecía recién
rellenado. A su izquierda, el lavabo carecía de tapón, aunque el
grifo funcionaba, y el balde que se encontraba a su lado había
sido desinfectado recientemente y no despedía mal olor. Las
paredes eran de ladrillos macizos y capaces de ahogar el ruido
producido por cualquier golpe, aunque el lugar por donde entra-
ban los tubos de la calefacción y del agua había sido revocado
con yeso y resonaba bien. Por otra parte, el caño mismo de la
calefacción parecía ser buen conductor del sonido. La ventana
comenzaba a la altura de los ojos, y se podía ver el patio sin ne-
cesidadde encaramarse. Aparentemente,todoestabaenorden.
Rubashov bostezó, quitóse el abrigo, lo enrolló ylo colocó
como almohada sobre el colchón. Luego se asomó al patio, don-
de la nieve rielaba amarillenta bajo la doble iluminación de la
luna y de las lámparas eléctricas. En todo el contorno del patio,
a lo largo de las paredes, habían limpiado una estrecha vereda
destinada a los ejercicios diarios. No había amanecido aún, y las
estrellas brillabantodavía,claras yfrías, apesardelos focos.
Sobre la plataforma del muro exterior, frente a la celda de
Rubashov, se paseaba un soldado con el fusil al hombro, mar-
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ArthurKoestler - Elceroyelinfinito - pág. 4
cando cada paso como en un desfile. De cuando en cuando, la
luz amarillentadelas lámparas destellabaensu bayoneta.
Sin apartarse de la ventana, Rubashov se quitó los zapatos,
apagó el cigarrillo, y después de dejar la colilla en el suelo junto
a la cabecera de la cama, permaneció sentado en el colchón unos
minutos. Luego se levantó y volvió a asomarse a la ventana: el
patio continuaba en calma, y el centinela acababa de dar media
vuelta; sobre la torrecilla de la ametralladora se veía un trozo de
laVía Láctea.
Se tendió sobre el camastro y se envolvió en la manta de
arriba. Eran las cinco de la mañana yparecía improbable que, en
invierno,alguienselevantaseallí antes delas siete.
Tenía mucho sueño. Pensando en ello, consideró que era
difícil que le sometiesen a un interrogatorio antes de tres o cua-
tro días. Se quitó los lentes y los puso en el suelo embaldosado,
junto a la colilla, sonrió y cerró los ojos; la manta lo envolvía
con su calor y se sentía protegido. Por primera vez en muchos
meses, notemíaasus sueños.
Cuando unos minutos después el carcelero apagó la luz
desde afuera, mirando antes por la mirilla de la puerta, Rubas-
hov, ex comisario del Pueblo, dormía con la espalda vuelta a la
pared, la cabeza apoyada en el brazo izquierdo, que, extendido,
salía rígidamente fuera del lecho, dejando caer la mano, que
colgabasuelta ysecontraíaaveces duranteel sueño.
Una hora antes, cuando los dos oficiales del Comisariato
del Interior habían llamado a su puerta con el propósito de arres-
tarlo, Rubashov estaba soñando justamente que venían a dete-
nerlo. Los golpes redoblaban, y Rubashov se esforzaba en des-
pertarse, con la práctica que ya tenía de desprenderse de las pe-
sadillas producidas por su primer encarcelamiento, pesadillas
que se repetían periódicamente a través de los años, con la regu-
laridaddeunmecanismo derelojería.
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ArthurKoestler - Elceroyelinfinito - pág. 5
A veces, mediante un poderoso esfuerzo de voluntad, con-
seguía detener el mecanismo, arrancándose del sueño por su
propia decisión; pero esta vez no pudo lograrlo. Las últimas se-
manas lo habían dejado exhausto, y por más que se agitaba y
transpiraba dormido, el reloj continuaba marchando y la pesadi-
llaseguía.
Soñaba, como de costumbre, que estaban martillando la
puerta, y que afuera había tres hombres que venían a detenerlo.
Podía verlos a través de la puerta cerrada, de pie ydando golpes,
con sus flamantes uniformes del tipo elegante que usaban los
guardias pretorianos de la dictadura alemana; en las gorras y en
las mangas llevaban la insignia del partido, la agresiva cruz ga-
mada; con sus manos libres empuñaban pistolas, grotescamente
grandes, y sus correajes olían a cuero fresco. Después entraban
en la habitación, y se ponían junto a su cabecera; dos de ellos
eran muchachos campesinos, prematuramente desarrollados, con
gruesos labios y ojos de pescado; el tercero era bajo y rechon-
cho. Se quedaban de pie al lado de la cama, con la pistola en la
mano, y respirándole encima con fuerza. Era tal la quietud, que
se oía claramente el jadeo asmático del oficial grueso. Luego
alguien, en el piso de arriba, quitaba el tapón de un desagüe, yel
agua corría suavemente hacia abajo por las tuberías de las pare-
des.
El mecanismo de relojería se iba deteniendo; el martilleo
en la puerta de Rubashov se hizo más fuerte; los dos hombres
que habían venido a prenderlo daban golpes alternativamente y
se soplaban en las manos heladas. Pero Rubashov no llegaba a
despertarse, aunque sabía que la escena que iba a seguir en el
sueño era particularmente dolorosa; los tres hombres alrededor
de su cama, y él, tratando de ponerse la bata sin poder conse-
guirlo, porque una de las mangas estaba al revés y no podía me-
ter el brazo; luchaba inútilmente hasta que una especie de paráli-
sis se apoderaba de él. No podía moverse, aunque todo dependía
de que pudiera introducir a tiempo el brazo en la manga; y esta
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atormentadora impotencia persistía unos segundos, durante los
cuales Rubashov gemía dolorosamente mientras sentía que un
sudor frío le bañaba las sienes, y oía el golpeteo de la puerta,
que penetraba en su sueño como un lejano redoble de tambores;
el brazo que tenía debajo de la almohada se retorcía en febril
esfuerzo para encontrar la manga de la bata, hasta que, por últi-
mo, se sentía aliviado por el primer golpe que le asestaban, en-
cimadeunaoreja,conla culatadeunapistola...
Con la sensación familiar, repetida yvivida una yotra vez,
más de cien veces, de ese primer golpe -desde el cual databa su
sordera- solía, ordinariamente, despertarse. Durante unos mo-
mentos continuaba estremeciéndose, y la mano, trabada debajo
de la almohada, seguía buscando la manga de la bata; pero, por
regla general, todavía le quedaba por sufrir la última y peor eta-
pa antes de despertarse del todo: una vertiginosa e informe sen-
sación de que este despertar era el verdadero sueño, y que real-
mente se encontraba tendido en el húmedo suelo de piedra del
oscuro calabozo, con el balde a sus pies, y, junto a su cabeza, un
jarrocon agua yunas cortezas depan...
Esa vez también, durante unos segundos, siguió con la
menteentorpecida, yenlaincertidumbre desi su manotropezar-
íaconel conmutadordelaluz oconel balde.
Luego se encendió la luz y las nieblas se disiparon. Ru-
bashov respiró profundamente varias veces, como un conva-
leciente, con las manos replegadas sobre el pecho, gozando la
deliciosa sensación de la libertad y la seguridad. Se secó con la
sábana la frente y la calva que tenía en la parte posterior de la
cabeza, y pestañeó, mirando con renovada ironía el grabado en
color del Número Uno, el jefe del Partido, que colgaba sobre su
lecho en la pared del cuarto; yen las paredes de todas las habita-
ciones próximas, por encima o por debajo de la suya, y en todas
las paredes de la casa, de la ciudad, de todo el enorme país por
el cual había combatido y sufrido, y que ahora había vuelto a
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ampararlo en su regazo protector. Ya estaba completamente
despierto,perolos golpes enlapuerta continuaban.
3
Los dos hombres que habían venido a detener a Rubashov
estaban afuera, en el oscuro rellano de la escalera, consultándose
mutuamente. El portero Vassilij, que los había acompañado has-
ta allí, permanecía junto a la abierta puerta del ascensor, jadean-
te de temor; era un hombre viejo y delgado, y por encima del
roto cuello del antiguo capote militar que se había puesto sobre
el camisón, aparecía una ancha cicatriz rojiza que le daba un
aspecto escrofuloso. Era la consecuencia de una herida en el
cuello que había recibido cuando pertenecía al regimiento de
voluntarios que mandaba Rubashov. Con el tiempo, Rubashov
había sido enviado al extranjero, y Vassilij había oído de él sólo
en forma ocasional y siempre por el periódico que su hija le leía
por las noches, y que traía los discursos que Rubashov pronun-
ciaba en los congresos. Esos discursos eran largos y difíciles de
entender, y Vassilij nunca podía encontrar en ellos el tono de
voz del pequeño y barbado jefe de voluntarios que pronunciaba
juramentos tan hermosos que hasta la propia Santa Virgen de
Kazán hubiera tenido que sonreír al oírlos. De ordinario, el por-
tero se dormía en medio de la lectura de estos discursos, pero
siempre se despertaba cuando su hija, elevando solemnemente la
voz, llegaba a los párrafos finales y a los aplausos. A cada una
de las exclamaciones de ritual: “¡Viva la Internacional!”, “¡Viva
la Revolución!”, “¡Viva el Número Uno!”, Vassilij agregaba un
sentido “Amén” para sus adentros, sin que su hija pudiera oírlo;
luego se quitaba la chaqueta, se persignaba secretamente, y con
conciencia culpable se iba a la cama. Sobre su cabecera también
colgaba un retrato del Número Uno, y al lado una fotografía de
Rubashov vestido de jefe de voluntarios, la que habría determi-
nadosu prisióntambién,si hubiesesidohallada.
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En la escalera hacía frío y estaba muy oscuro y silencioso.
El más joven de los dos funcionarios del Comisariato del Inter-
iorpropuso romper atiros lacerraduradelapuerta.
Vassilij se apoyaba contra la puerta del ascensor; no había
tenido tiempo de calzarse bien las botas y el temblor de las ma-
nos le impedía atarse los cordones. El mayor de los dos hombres
no dió su conformidad a los tiros, pues la detención debía llevar-
se a cabo discretamente. Los dos se soplaban las heladas manos
y empezaron otra vez a golpear la puerta; el más joven daba con
la culata del revólver. Unos pocos pisos debajo, una mujer em-
pezó a gritar con voz penetrante, y el oficial joven dijo a Vassi-
lij: “Dígale que se calle”. “¡Silencio!” -gritó Vassilij-. “Es la
autoridad”, y la mujer se calló en seguida. El guardia empezó
entonces a golpear la puerta con los pies, haciendo un ruido que
llenótodalaescalera.Porfin,lapuerta cedió.
Los tres entraron y se colocaron alrededor de la cama de
Rubashov; el joven, con la pistola en la mano, mientras el más
viejo se mantenía rígidamente cuadrado. Vassilij se quedó unos
pasos detrás de ellos, apoyado en la pared. Rubashov estaba to-
davía secándose el sudor de la nuca, y los miró con ojos miopes
y soñolientos. Entonces el oficial joven dijo: “Ciudadano Ni-
colás Salmanovich Rubashov, queda arrestado en nombre de la
ley”. Rubashov buscó los lentes debajo de la almohada y se en-
derezó un poco; con los lentes puestos, sus ojos tenían la expre-
sión que Vassilij y el oficial más antiguo conocían de las viejas
fotografías y grabados, y esto hizo que el guardia se cuadrase
aun más rígidamente, mientras el joven, que había crecido bajo
nuevos héroes, dió un paso en dirección al lecho, y los tres ad-
virtieron que iba a hacer o decir algo brutal para disimular su
torpeza.
-Sáqueme de encima esa pistola, camarada -dijo Rubas-
hov-, ydíganmequédeseandemí.
-¿No ha oído que está arrestado? -dijo el muchacho-.
Vístase ynohagabulla.
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-¿Tienenalgunaorden? -preguntóRubashov.
El oficial más antiguo sacó un papel del bolsillo, se lo en-
tregó, ysequedóotravez enposicióndefirme.
Rubashov loleyócon atención.
-Muy bien -dijo-; nunca acaba uno de saber cosas. Pueden
irseal diablo.
-Póngase sus ropas ydése prisa -repitió el muchacho, cuya
brutalidadseveíaqueno erafingida,sinonatural.
“Hermosa generación hemos producido”, pensó Rubas-
hov, recordando los carteles de propaganda en los cuales siem-
pre se pintaba a la juventud con caras sonrientes. Se sentía muy
cansado.
-Déme la bata, en lugar de hacer tonterías con el revólver -
ledijoal muchacho,que sesonrojósincontestar.
El oficial más viejo le dió la bata a Rubashov, que empezó
aintroducirel brazoenlamanga.
-Esta vez entra, por fin -dijo con una sonrisa forzada; los
otros tres no entendieron, limitándose a mirarlo mientras se iba
levantandolentamentede lacama yrecogíasu arrugadaropa.
La casa había quedado en silencio después de los chillidos
de la mujer, pero tenían la sensación de que todos los vecinos
estabandespiertos ensus camas, conteniendoel aliento.
Entonces oyeron el ruido del agua que corría suavemente
por las cacerías al quitar alguien, en uno de los pisos superiores,
el tapóndeundesagüe.
4
Delante de la puerta principal estaba el automóvil en que
habían venido los guardias: un modelo americano reciente. To-
davía era de noche y el chofer encendió los faros; la calle estaba
dormida o pretendía estarlo. Subieron al auto, primero el joven,
luego Rubashov y, por último, el oficial más antiguo. El chofer,
que también vestía uniforme, puso el coche en movimiento. Al
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Description:chaba su biografía. Pensó en Ricardo y en la media luz de la avenida enfrente del museo, donde había parado el taxi. - Tres meses después te detienen. Dos años de cárcel. Conducta ejemplar: no te -¿Admite usted ahora que la confesión de Kieffer con- cuerda con los hechos en sus puntos