Table Of ContentCOLECCIÓN POPULAR
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BIOGRAFÍA DEL ESTADO MODERNO
Traducción de
J. A. FERNÁNDEZ DE CASTRO
Revisión de
ROBERTO RAMÓN REYES MAZZONI
R. H. S. CROSSMAN
BIOGRAFÍA
DEL
ESTADO MODERNO
Primera edición en inglés, 1939
Cuarta edición en inglés, 1958
Quinta edición en inglés, 1969
Primera edición en español (Secc. Política y Derecho), 1941
Segunda edición en español (Colección Popular), 1965
Tercera edición en español, de la quinta en inglés, 1974
Cuarta edición en español, revisada, 1986
Cuarta reimpresión, 2011
Primera edición electrónica, 2014
Título original: Government and the Governed: A History of Political Ideas and Political Practice
© 1958 R. H. S. Crossman, publicado por Chatto & Windus, Londres
D. R. © 1941, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-2140-5 (ePub)
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PRÓLOGO A LA QUINTA EDICIÓN
EN INGLÉS
Fue una sorpresa agradable —especialmente para un autor que desde hace mucho tiempo
renunció a la vida académica para adoptar la vida política— saber que se había hecho
necesaria una nueva edición de este libro. Han transcurrido años desde que viera la luz
pública y no me habría sorprendido el que ahora se considerara anticuada una historia de las
ideas y la práctica políticas, elaborada hace treinta años.
La historia nunca se repite, sin embargo, los procesos históricos ascienden en forma de
espiral, de modo que en ciertos momentos se encuentra uno viendo una fase anterior de su vida
directamente hacia abajo. La Biografía del Estado moderno fue escrita durante el verano y el
otoño de 1938, antes y después del Tratado de Múnich. Todavía siento la vergüenza de esos
acontecimientos. Empero, al revisar el libro después de 1945 advertí cada vez con más
claridad cómo lo que me había afectado personalmente se había convertido, para la
generación de la posguerra, sólo en un episodio de la historia prenuclear.
Decidí, sin embargo, dedicar dos semanas de las vacaciones veraniegas a la tarea de
poner al día la Biografía del Estado moderno. Después de casi cinco años en el gobierno, fue
un cambio agradable quedarse en casa, sentado ante el escritorio y comenzar nuevamente a
escribir —incluso falto de práctica y con gran lentitud—. Sin embargo llegué hasta el capítulo
IX antes de tropezar con mi primer gran obstáculo: de qué manera formular con precisión el
principio que se halla en juego entre democracia, fascismo y comunismo, el cual es el tema
central del libro. En cada nueva edición se ha modificado la Sección VI de ese capítulo, jamás
a mi entera satisfacción. ¿Será posible esta vez, me pregunté, elaborar una formulación
definitiva? Una noche de agosto, ya muy tarde, creí haberla logrado; dicté una versión
completamente nueva de toda la sección y me fui a acostar. A la mañana siguiente cuando bajé,
mi esposa me dijo que los rusos habían ocupado Praga. La segunda tragedia de la democracia
checoslovaca había dado nueva vigencia a Múnich.
Por supuesto, a pesar de la misteriosa sensación de repetición, las diferencias entre la
tragedia checoslovaca de 1938 y la de 1968 son, como se pretende demostrar en este libro,
mucho mayores que las semejanzas. Por una parte el equilibrio de poder en la lucha entre
democracia y dictadura ha cambiado en forma dramática. La primera vez que escribí
Biografía del Estado moderno, el futuro de la Europa occidental estaba gravemente en duda.
Parecía como si hubiera que describir a nuestro siglo como “el siglo del hombre totalitario”.
Uno de los aspectos más notables de las dos décadas de posguerra ha sido la recuperación
exitosa de las economías occidentales y como resultado, el creciente prestigio, a pesar de las
deficiencias, de las instituciones democráticas occidentales. La democracia ha demostrado ser
mucho más adaptable de lo que yo me habría atrevido a esperar en 1938 o incluso en 1945;
mucho más capaz de dominar los problemas internos de desocupación y desigualdad. Del
demoniaco movimiento nazista, así como de la vasta estructura de poder con la que Hitler trató
de esclavizar a Europa, ahora apenas queda poco más que una leyenda. Y hacia el Oriente, en
los vastos territorios del mundo comunista, las variedades doctrinarias, las divisiones en
cuanto a dirección y las agitaciones originadas en el descontento popular apoyan ese credo
democrático básico, si bien no comprobado, de que ningún absolutismo puede sostenerse por
siempre y que, por las buenas o por las malas, las fuerzas del espíritu humano se abren camino
hacia la libertad.
Algunos responderían que la amenaza de destrucción mundial implícita en la carrera de las
armas nucleares basta para anular estos presagios llenos de esperanzas. No estoy de acuerdo
con ellos. En realidad las comunidades actuales tienen mejores perspectivas de existir junto a
los imperios totalitarios, de lo que parecía posible cuando escribí las sombrías páginas con
las cuales terminaba la primera edición de Biografía del Estado moderno, hace exactamente
treinta años.
Para la comodidad de cualquier lector o crítico que desee comparar ediciones les hago
saber que los primeros ocho capítulos prácticamente quedan como fueron escritos para la
primera edición. Solamente volví a escribir una sección del capítulo IX, como ya lo mencioné.
Los cambios más importantes se hallan en el capítulo X, y el capítulo XI es completamente
nuevo. También aproveché la oportunidad para dotar a este libro con lo que antes nunca tuvo:
una bibliografía adecuada, la cual se debe al esfuerzo de Vernon Bogdanor, miembro del
Brasenose College, Oxford. Si bien me dio útiles consejos acerca del nuevo capítulo, de
ninguna manera es responsable de las deficiencias que encierra.
R. H. S. C.
Abril de 1969
I. INTRODUCCIÓN
Las teorías políticas constituyen un modo arriesgado de pensar, puesto que no se trata de una
ciencia que pretenda entender, prever y controlar los movimientos de la naturaleza, ni de una
filosofía pura que busque definir el carácter del pensamiento y de la realidad misma. Tampoco
es simplemente histórica. El teórico político no puede, por mucho que trate, limitarse a un
catálogo de las varias formas del Estado que han existido, o de las diferentes ideas que sobre
el Estado han profesado los hombres. No sólo debe determinar hechos, sino interpretarlos y el
sentido en que lo haga depende, en parte al menos, de sus sentimientos personales y de su
filosofía de la vida.
Para entender esto, hagamos una analogía simple. Supongamos que en el jardín de mi casa
corre un arroyuelo. Un día, yo decido hacer una represa y desviar sus aguas por un nuevo
canal. Si soy listo aplicaré determinados principios científicos para realizar tal tarea. Puedo
utilizar el arroyo para realizar mis planes, si entiendo su naturaleza. El que esos planes sean
buenos o malos moralmente, no afecta mi poder sobre el arroyo ni mi conocimiento de su
naturaleza. Pero imaginemos ahora un pez nadando en ese arroyuelo. Vamos a suponer que él
también se encuentra milagrosamente dotado de poderes humanos. Que puede razonar y amar,
esperar y temer. El arroyuelo es el elemento en que vive nuestro pececito, y todas sus
aspiraciones están limitadas por la naturaleza de su existencia acuática. No puede salirse del
arroyo y controlarlo desde el exterior, ni puede pensar tampoco sobre su vida como yo pienso
desde tierra. Podría tratar de hacerlo, mediante tremendos esfuerzos de abstracción, y éstos
indudablemente resultarán útiles. Pero nada podrá separar su pensamiento completamente de
su naturaleza acuática. Su concepto del bien y del mal, su esperanza del paraíso y su temor del
infierno serán siempre propios de un pez. Brotarán de su experiencia de vivir en el arroyo del
fondo de mi jardín. Aunque dicho conocimiento puede ser objetivo y hasta científico, al
planear la vida en su medio acuático, el pez nunca logrará obtener un punto de vista realmente
objetivo del agua y del fango, como puedo lograrlo yo, porque nunca podrá contemplarlos
desde fuera.
Nosotros, meros seres humanos, a veces miramos con desprecio a los pobres peces mudos
y nos concebimos a nosotros mismos como criaturas ilimitadas en nuestras facultades
intelectuales. Pero en realidad los hombres ni siquiera pueden pensarse a sí mismos en un
mundo de peces aunque entendamos todo lo referente a ellos. Sólo podemos pensar cómo se
portaría ahí un ser humano, lo que es algo muy distinto, y en segundo lugar, nosotros también
estamos en un arroyo en el cual vivimos, respiramos y pensamos.
Ese arroyo es el proceso de la historia en este planeta. Aquí nadamos durante un tiempo,
planeamos, imaginamos cosas, amamos y odiamos, engendramos hijos que nadarán después de
nosotros. A pesar de que podemos entender y controlar mucho de lo que hay dentro del arroyo,
nunca podremos salirnos de él y planear el arroyo mismo, como yo puedo proyectar el curso
de ese arroyo en mi jardín. Estudiando la calidad del agua, podemos aprender a predecir
inundaciones y cataclismos que barrerán con nuestros hogares y destruirán nuestra
civilización: estudiándonos a nosotros mismos podemos sostener que este sistema social es
preferible a aquel otro, y tratar de imponer el que creemos mejor. Pero como la corriente de la
historia está más allá de nuestro control, y ello es esencial a nuestra naturaleza, debemos
recordar siempre que todos nuestros proyectos deben ser relativos.
La teoría política es el esfuerzo mental para resolver el mejor modo de organizar la vida
de los seres humanos que viven el proceso histórico. No puede llegar nunca a conclusiones
finales porque el ambiente en que vivimos está continuamente cambiando, en parte, por un
incontrolable y natural proceso, y en otra, por el propio esfuerzo humano. Orgullosos como
somos, debemos recordar que no podemos controlar todas las fuerzas de la naturaleza. Si un
cometa tropezara con la Tierra podrían cambiar nuestras circunstancias de tal modo que
necesitaríamos tipos de organización política completamente diferentes. Sólo podemos
planear, dirigir y controlar, en tanto nuestro medio ambiente no se altere ni muy violenta, ni
muy rápidamente. Aun las leyes de la gravedad no son inalterables; lo que ocurre es que han
permanecido sin alteración durante largo tiempo en un área considerable del Universo.
En consecuencia, los límites de la teoría política están constituidos, en primer lugar, por el
ambiente físico en que vivimos, la totalidad del mundo material que se encuentra en cambio
constante y general, y en segundo, por el ambiente humano que también cambia. El hombre,
con sus dotes únicas del lenguaje y de la memoria, ha sido capaz, en el curso de unos pocos
miles de años, de construir una gran tradición social que permite a cada niño comenzar su vida
adulta con la sabiduría acumulada de varias generaciones. Esta tradición social es un hecho
tan real como los del mundo físico: es el hecho humano, la obra suprema de la humanidad. El
nativo de las Nuevas Hébridas, el campesino chino, el millonario norteamericano, respiran la
misma atmósfera física, pero su ambiente social es diferente. No lo han creado o razonado
ellos mismos: pero los ha hecho lo que son, y su vida espiritual les sería tan imposible sin él
como es imposible la vida física sin el aire. Les ha dado a cada uno, de manera distinta, la
escala de valores, la religión, y los intereses que poseen y aunque puedan alterarlo
ligeramente o criticarlo, no pueden pensar fuera de ese ambiente de la misma manera como no
podrían pasarse sin respirar.
En consecuencia, según vemos claramente, la teoría política no puede constituir una
ciencia absoluta. No puede fijar en forma definitiva cómo deben vivir todos los hombres, ni
cómo deben organizarse los Estados. Sólo puede, luego de estudiar las condiciones físicas
existentes y el medio ambiente social, sugerir los medios y maneras de ordenar la existencia.
Si ocurre un cambio, en alguna o en ambas de las condiciones limitantes antedichas, la teoría
política quedará retrasada, y se convertirá únicamente en un interesante fenómeno histórico.
Por este motivo, conduce a poco estudiar la teoría política pura, en lo abstracto. No se
puede aislar la parte política ni la más mínima organización estatal de la estructura intrincada
de la sociedad humana y menos aún pretender entenderlas de esa manera. No tiene objeto
alguno hacer una larga lista de teorías del Estado según las profesaran Platón, san Agustín,
Maquiavelo, Rousseau y Marx, compararlas entre sí y preguntar, a fin de cuentas, “¿cuál era la
buena?” Tampoco se adelantará mucho estudiando los métodos de los más famosos estadistas,
preguntándose cuál de ellos ha procedido mejor. Tenemos que considerar a la política sólo
como un aspecto de la vida en una época determinada, y la teoría política como un aspecto del
pensamiento en esa época. Lo bueno y lo malo, lo justo o lo injusto, cobran sentido cuando
reflexionamos sobre nuestros propios problemas, y no podemos reflejarlos sobre el pasado
hasta que no hayamos descubierto en qué sentido los problemas de nuestra época son análogos
a los de aquellas edades.
Si alguno se pregunta de qué sirve estudiar las ideas políticas de las pasadas generaciones,
se puede contestar que para dos objetivos; en primer lugar, si la fase actual del proceso
histórico es única y distinta de las anteriores, también es evidente que tiene su origen en el
pasado y será ininteligible sin conocer aquél.
Estudiar la historia de las ideas políticas, es estudiar nuestras propias ideas, y ver cómo
hemos llegado a adquirirlas. La mayor parte de ellas no son nuestras en el sentido de que
hayamos sido nosotros mismos quienes las hemos elaborado. Como todas las demás ideas, las
recibimos en bloque en el proceso de nuestro desarrollo. Las tomamos de las poesías que
aprendimos, de los himnos que cantábamos, de los periódicos que leíamos y de las
conversaciones de nuestros padres. No encajan totalmente en un conjunto ordenado, pero no
son mucho peores que el montón de prejuicios fragmentarios que la educación universitaria
trata, sin éxito, de ensamblar en nuestra mente y a los que la vida real termina por dar su forma
definitiva.
Desde este punto de vista, la vida del individuo no es muy diferente de la vida de la
sociedad. Nuestras ideas políticas no aparecen en pequeños paquetes de lógica bien envueltos.
Las ideas que realmente mueven a la gente, no son teorías perfectamente delineadas, sino que
constituyen una amalgama asombrosa de ideas económicas, éticas, sociales, religiosas y de
preferencias personales. Una nación no piensa; siente, y siente tan inconsecuente como
apasionadamente. Para interpretar estos sentimientos en uno mismo y en la sociedad es preciso
prestar atención a la historia y estudiar las fuerzas que produjeron esa confusión de
sentimientos en el individuo y en el conglomerado social. Si se logra entender esto, el teórico
político puede razonar y decidir no sólo lo que debe hacerse, sino la mejor manera de
persuadir a otras gentes a que lo hagan.
En segundo lugar, de tiempo en tiempo, en la historia han surgido hombres que han tomado
el bloque de ideas y han tratado de darle forma y de reducirlo a un orden. A veces esto ha sido
hecho por estadistas como Napoleón o Lenin, por legisladores que moldean las vidas de sus
conciudadanos, y otras por individuos, como Hobbes y Marx, que se han contentado con
encontrar mentalmente el modo de realizar dicho orden. Con menos frecuencia aparecen
espíritus como Paine, Woodrow Wilson y Masaryk que han tratado de hacer ambas cosas. Son