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Desde Rusia con amor es la quinta novela de James Bond escrita por Ian
Fleming. La inteligencia soviética planea un golpe contra la inteligencia
occidental, para esto han escogido como blanco al agente 007 de MI6. La agente
Tatiana Romanova es inducida por la coronel Rosa Klebb para que le ofrezca a
Bond un decodificador soviético a cambio de que él la lleve a Inglaterra. El
agente Grant se asegurará de que no falle la misión. Bond será ayudado por
Kerim Bey, un musulmán que se encubre bajo la identidad de un vendedor de
tapetes. El desenlace final será que Kerim Bey morirá a manos de Grant en el
Expreso de Oriente, Grant será eliminado por Bond y Rosa Klebb será arrestada,
no sin antes herir a Bond con un cuchillo escondido en su zapato. El desenlace
de esto se ve en la novela Dr. No, en donde Bond se cura.
lan Fleming
Primera parte EL PLAN
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Segunda parte LA EJECUCIÓN
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Ian Fleming
notes
lan Fleming
Desde Rusia con amor
James Bond 5
Título original: From Russia, with Love (1957)
Traducción: Diana Falcón
Primera parte EL PLAN
Capítulo 1
El país de las rosas
El hombre desnudo que yacía boca abajo, junto a la piscina, podría estar
muerto.
Podría ser un ahogado acabado de rescatar de la piscina y tendido sobre la
hierba para que se secara mientras llamaban a la policía o a sus familiares.
Incluso los objetos del pequeño montón que había en la hierba, junto a su
cabeza, podrían haber sido los efectos personales del hombre, cuidadosamente
reunidos a plena vista de modo que nadie pensara que sus rescatadores habían
robado algo.
Si se juzgaba por el brillante montón, aquél era, o había sido, un hombre
rico. En él se encontraban los típicos distintivos de los miembros de la clase
adinerada: un clip hecho con una moneda de cincuenta dólares mexicanos, que
sujetaba un sustancial fajo de billetes de banco; un encendedor Dunhill de oro,
muy usado; una pitillera de oro ovalada con los bordes ondulados y el discreto
botón de turquesa que distingue a la marca Fabergé, y el tipo de novela que un
rico saca de la biblioteca para llevársela al jardín: The Little Nugget, una vieja
obra de P. G. Wodehouse. También había un abultado reloj de oro con una muy
usada correa de piel de cocodrilo. Se trataba de un modelo de Girard-Perregaux,
diseñado para la gente a quien le gustan los artilugios complejos, y tenía un
segundero y dos pequeñas ventanas en la esfera donde se leían la fecha, el mes y
la fase de la Juna. La historia que ahora contaba era: 2.30 horas del 10 de junio,
con la luna en tres cuartos de su plenitud.
Una libélula azul y verde salió disparada desde los rosales del fondo del
jardín y quedó suspendida en el aire a pocos centímetros de la columna vertebral
del hombre. Se había visto atraída por el destello del sol de junio sobre la línea
de fino vello rubio que le crecía sobre el coxis. Un soplo de brisa llegó desde el
mar. El diminuto campo de vello se inclinó con suavidad. La libélula se lanzó
nerviosamente a un lado y se detuvo suspendida sobre el hombro izquierdo del
hombre, observándolo. La hierba nueva en la que se posaba la boca abierta del
hombre se estremeció. Una gran gota de sudor descendió por un flanco de la
carnosa nariz y cayó, destellante, sobre la hierba. Con eso bastó. La libélula salió
disparada por entre las rosas y pasó por encima de los cristales rotos que había
sobre el muro alto del jardín. Puede que fuese bueno para comer, pero se movía.
El jardín donde yacía el hombre consistía en alrededor de cuatro mil metros
cuadrados de césped bien cuidado al que rodeaban, por tres lados, apretadas
hileras de rosales de los que llegaba el regular zumbido de las abejas. Como
fondo de este sonido adormecedor, el mar resonaba con suavidad al pie del
acantilado que remataba el jardín.
Desde el jardín no se veía el mar; no se veía nada más que el cielo y las
nubes por encima del muro de tres metros y medio. De hecho, sólo podía verse
el exterior de la propiedad desde los dos dormitorios de la planta superior de la
villa que conformaba el cuarto lado de este muy privado recinto. Desde esas
habitaciones uno podía ver ante sí una gran extensión de agua azul y, a ambos
lados, las ventanas de las plantas superiores de otras villas y las copas de los
árboles de sus respectivos jardines, de tipo perenne mediterráneo, como los
robles, los pinos piñoneros, las casuarinas y alguna palmera.
La villa era moderna, un bloque bajo y alargado sin adorno ninguno. En la
pared que daba al jardín, pintada de rosa, se abrían cuatro ventanas con marco de
hierro, y una puerta central de cristales que conducía a un pequeño cuadrado de
baldosas verdes esmaltadas, las cuales se fundían con el césped. La fachada de la
casa, que se alzaba a pocos metros de una polvorienta carretera, era casi idéntica.
Pero en ella las cuatro ventanas estaban protegidas por rejas, y la puerta principal
era de roble.
La villa tenía dos dormitorios de dimensiones medianas en el piso superior
y, en la planta baja, una sala de estar y una cocina, parte de la cual había sido
usada, levantando una pared, para instalar un retrete. No tenía cuarto de baño.
El lujoso silencio soñoliento de la tarde fue roto por el sonido de un
vehículo que bajaba por la carretera. Se detuvo ante la villa. Se produjo el suave
choque metálico de una puerta de coche al cerrarse, y éste se alejó. El timbre de
la puerta sonó dos veces. El hombre desnudo que yacía junto a la piscina no se
movió, pero, al oír el timbre y el vehículo que se alejaba, sus ojos se habían
abierto de par en par por un instante. Fue como si los ojos se hubieran
enderezado al igual que las orejas de un animal. El hombre recordó de inmediato
dónde se encontraba, el día de la semana y la hora de ese día. Los sonidos fueron
identificados. Los párpados, con su franja de pestañas cortas color arena,
volvieron a caer soñolientos sobre los ojos azul muy pálido, ojos opacos que
miraban hacia el interior del hombre. Los pequeños labios crueles se abrieron en
un enorme bostezo capaz de desencajar las mandíbulas, lo cual provocó
secreción de saliva. El hombre escupió en la hierba y aguardó.
Una mujer joven que llevaba un bolso de malla e iba ataviada con una
camisa blanca de algodón y una falda azul corta carente de atractivo, salió por la
puerta de cristal y avanzó con largas zancadas hombrunas por las baldosas
verdes y el trozo de césped que la separaba del hombre desnudo. A pocos metros
de él, dejó caer el bolso de malla sobre la hierba, se sentó y se quitó los zapatos,
baratos y polvorientos. A continuación se puso de pie, se desabotonó la camisa,
se la quitó y la colocó pulcramente doblada junto al bolso.
La muchacha no llevaba nada bajo la camisa. Tenía la piel agradablemente
bronceada por el sol, y sus hombros y delicados pechos resplandecían de salud.
Cuando se inclinó para desprender los botones laterales de la falda, quedaron a la
vista pequeñas matas de vello castaño claro en sus axilas. La impresión de
saludable animalillo campesino se vio realzada por las carnosas caderas bajo un
biquini de punto azul desteñido, y por los muslos y piernas gruesos y cortos que
aparecieron cuando acabó de desvestirse.
La joven dejó la falda bien doblada junto a la camisa, abrió el bolso de
malla, sacó una vieja botella de gasosa que contenía un espeso líquido incoloro,
se acercó al hombre y se arrodilló en la hierba a su lado. Vertió entre sus
omóplatos un poco de líquido, un aceite de oliva ligero, perfumado con rosas,
como lodo en ese rincón del mundo, y, tras flexionar los dedos como un pianista,
comenzó a masajearle los músculos esterno-mastoi- deos y trapecios de la parte
posterior del cuello.
Este trabajo resultaba duro. El hombre era enormemente fuerte y los
abultados músculos de la base del cuello apenas cedían bajo los pulgares de la
muchacha, ni siquiera cuando el peso de sus hombros era descargado sobre
dichos dedos. Al finalizar con el masaje estaría empapada en sudor y tan por
completo exhausta, que se lanzaría a la piscina para luego tenderse a la sombra y
dormir hasta que el coche acudiera a recogerla. Pero no era eso lo que la
inquietaba mientras sus manos trabajaban de modo automático en la espalda del
hombre, sino el horror instintivo que experimentaba ante el cuerpo más perfecto
que jamás hubiese visto.
Nada de este horror se manifestaba en el rostro inexpresivo e impasible de
la masajista, y los negros ojos rasgados y oblicuos bajo el flequillo de negro
cabello corto, grueso, estaban tan vacíos como charcos de aceite; no obstante, en
su interior el animal gimoteaba y se encogía, y la muchacha, si se le hubiese
ocurrido tomarse el pulso, habría descubierto que lo tenía acelerado.
Una vez más, como había sucedido con tanta frecuencia durante los últimos
dos años, se preguntó por qué aborrecía aquel cuerpo espléndido, y una vez más
intentó vagamente analizar su revulsión. Quizá esta vez se libraría de unos
sentimientos que, con culpabilidad, percibía como mucho menos profesionales
que el deseo sexual que algunos de sus pacientes despertaban en ella.
Comenzó por los pequeños detalles: el cabello del hombre. Posó los ojos
sobre la redonda cabeza algo pequeña que remataba el cuello vigoroso. Estaba
cubierta por apretados rizos dorado rojizos que deberían haberle traído el
agradable recuerdo de los cabellos de formas bien definidas que había visto en
las fotografías de estatuas clásicas. Pero los rizos estaban, de alguna forma,
demasiado apretados, demasiado juntos entre sí y demasiado pegados al cuero
cabelludo. Le hacían rechinar los dientes, como cuando pasaba las uñas por el
pelillo de una alfombra. Y los rizos dorados descendían hasta muy abajo del
cuello; casi (pensó en términos profesionales) hasta la quinta vértebra cervical. Y
allí se detenían de modo abrupto en una línea recta de tiesos pelos rubios.
La muchacha se detuvo para descansar las manos y se sentó sobre las
piernas. La hermosa parte superior de su cuerpo ya brillaba de sudor. Se pasó el
reverso del antebrazo por la frente para enjugársela y cogió la botella de aceite.
Vertió aproximadamente una cucharada en la velluda meseta que se alzaba en la
base de la columna del hombre, flexionó los dedos y volvió a inclinarse.
Este embrión de cola dorada que descendía por la hendidura entre las
nalgas… en un amante habría sido placentero, excitante, pero en este hombre
resultaba, de alguna manera, bestial. No, propio de un reptil. Pero las serpientes
no tenían pelo. Bueno, eso no podía evitarlo. A ella le recordaba a un reptil.
Desplazó las manos hasta los dos montes formados por los glúteos mayores. Éste
era el momento en que muchos de sus pacientes, en particular los jóvenes del
equipo de fútbol, se ponían a bromear con ella. A continuación, si no iba con
cuidado, llegaban las propuestas. A veces ella podía silenciar estas últimas
presionando con fuerza sobre el nervio ciático. En otras ocasiones, y en especial
si el hombre le resultaba atractivo, se producían discusiones entre risillas
sofocadas, un breve forcejeo y una rápida, deliciosa rendición.
Con este hombre era diferente, casi extraordinariamente distinto. Desde el
principio mismo se había comportado como un montón de carne inanimada. En
dos años jamás le había dirigido la palabra. Una vez acabada la espalda y llegado
el momento de que se diera la vuelta, ni los ojos ni el cuerpo del hombre habían
jamás manifestado ni una sola vez el más mínimo interés en ella. Cuando le daba
unos golpecitos en el hombro, él se limitaba a rodar sobre sí y contemplar el
cielo a través de los párpados semiabiertos, y ocasionalmente dejaba escapar uno
de sus largos bostezos estremecedores que constituían el único indicio de que
tenía alguna reacción humana.
La muchacha cambió de posición y fue masajeando lentamente la pierna
derecha, desde lo alto hacia el tendón de Aqui-les. Cuando llegó a él, volvió los
ojos hacia el bello cuerpo. ¿Su revulsión era sólo física? ¿Sería el color rojizo de
las quemaduras del sol sobre la piel naturalmente blanca como la leche, ese
aspecto como de carne asada? ¿Se trataba de la textura de la piel misma, los